— ¡Notable! — prorrumpió Will. Y luego, con curiosidad —. ¿Este glorioso libro, se lo envió alguien de Norteamérica? — preguntó.
Murugan sacudió negativamente la cabeza.
— Me lo dio el coronel Dipa.
— ¿El coronel Dipa? — ¡Qué extraño regalo de Adriano a Antinoo! Volvió a mirar el grabado de la motocicleta, y luego contempló de nuevo el rostro encendido de Murugan. Se hizo la luz en su cerebro; se reveló el propósito del coronel. La serpiente me tentó y comí. El árbol del centro del jardín se llamaba Árbol de los Bienes de Consumo, y para los habitantes de todos los edenes subdesarrollados, el más leve regusto de su fruta, y aun la visión de sus mil trescientas cincuenta y ocho páginas, tenía el poder de hacerles reconocer avergonzados, que, hablando en términos industriales, se encontraban completamente desnudos. El futuro raja de Pala estaba siendo obligado a entender que era el gobernante descamisado de una tribu de salvajes.
— Debería — dijo en voz alta — importar un millón de estos catálogos y distribuirlos, a título gratuito, por supuesto, como los anticonceptivos, a todos sus súbditos.
— ¿Para qué?
— Para aguzarles el apetito de poseer cosas. Entonces empezarán a pedir Progreso á gritos: pozos petrolíferos, armamentos, Joe Aldehyde, técnicos soviéticos.
Murugan frunció el entrecejo y meneó la cabeza.
— No serviría.
— ¿Quiere decir que no se dejarían tentar? ¿Ni siquiera por Motonetas Aerodinámicas y Corpiños color Rosa Susurro? ¡Pero eso es increíble!
— Podrá ser increíble — replicó Murugan con amargura —, pero es un hecho. No les interesa nada de eso.
— ¿Ni siquiera a los jóvenes?
— Yo diría que especialmente a los jóvenes.
Will Farnaby aguzó los oídos. Esa falta de interés le resultaba en alto grado interesante.
— ¿Y puede adivinar por qué? — preguntó.
— No adivino — respondió el joven —. Lo sé. — Y como si de repente hubiese decidido representar una parodia de su madre, comenzó a hablar en tono de justiciera indignación, absurdamente ajeno a su edad y aspecto. — Por empezar, están muy ocupados en… — Vaciló, y la odiada palabra fue musitada con énfasis de repugnancia. — En cosas del sexo.
— Pero todos se dedican al sexo. Cosa que no les impide ansiar los coches veloces.
— Aquí el sexo es distinto — insistió Murugan.
— ¿Debido al yoga del amor? — preguntó Will, recordando el rostro embelesado de la pequeña enfermera.
— Tienen algo que les hace creer que son perfectamente dichosos, y no quieren ninguna otra cosa — asintió el joven.
— ¡Qué estado de bienaventuranza!
— ¡No hay nada de bienaventurado en eso! — replicó Murugan con sequedad —. Es estúpido y desagradable. Nada de progreso; sólo sexo, sexo, sexo. Y, por supuesto, esa asquerosa droga que les dan.
— ¿Droga? — repitió Will con cierto asombro. ¿Droga en un lugar en que Susila había dicho que no existían adictos? — ¿Qué tipo de droga?
— Está hecha de hongos. ¡Hongos! — Pronunció la palabra en una cómica caricatura del más vibrante tono de ultrajada espiritualidad de la rani.
— ¿Esos encantadores hongos rojos en los cuales solían sentarse los gnomos?
— No, estos son amarillos. La gente iba a recogerlos antes en las montañas. Ahora los hacen crecer en viveros especiales de la Estación Experimental de Altura. Drogas científicamente cultivadas. Benito, ¿verdad?
Se oyó un portazo y un sonido de voces, de pasos que se acercaban por un corredor. De pronto desapareció el espíritu indignado de la rani y Murugan fue otra vez el contrito colegial que trata de ocultar furtivamente sus delincuencias. En un santiamén la «Ecología elemental» ocupó el lugar de Sears Roebuck y la cartera sospechosa, abultada, quedó oculta bajo la mesa. Un momento más tarde, desnudo hasta la cintura y reluciente como un bronce viejo, con el sudor del trabajo al sol del mediodía, entró Vijaya en la habitación. Detrás de él apareció el doctor Robert. Con el aire de un estudiante modelo, Murugan levantó la vista de su libro. Divertido, Will se ubicó de lleno en el papel que se le había asignado.
— Fui yo quien llegó muy temprano — dijo en respuesta a las disculpas de Vijaya por haber llegado tan tarde —. Con el resultado de que nuestro amigo no ha podido continuar con sus lecciones. Hemos hablado hasta quedar roncos.
— ¿De qué? — preguntó el doctor Robert.
— De todo. De coles y reyes, de motonetas, de vientres caídos. Y cuando usted entró estábamos en el tema de los hongos. Murugan me hablaba de los hongos que se usan aquí como fuente de una droga.
— ¿Qué indica un nombre? — respondió el doctor Robert con una carcajada —. Respuesta: prácticamente cualquier cosa. Como ha tenido la desgracia de educarse en Europa, Murugan lo denomina droga y siente al decirlo toda la desaprobación que una palabra obscena provoca por reflejo condicionado. Nosotros, por el contrario, le damos a la medicina buenos nombres: la medicina moksha, la reveladora de la realidad, la píldora de la verdad y la belleza. Y sabemos, por experiencia directa, que los buenos nombres son merecidos. En tanto que nuestro joven amigo no tiene conocimiento alguno de primera mano sobre esa medicina, y no es posible convencerlo de que por lo menos la pruebe. Para él es una droga, y una droga es algo que, por definición, ninguna persona decente prueba jamás.
— ¿Qué dice a eso Su Alteza? — inquirió Will. Murugan meneó la cabeza.
— Lo único que hace es darle a uno una cantidad de ilusiones — masculló —. ¿Por qué habría de esforzarme por hacer el tonto?
— Es cierto, ¿por qué? — dijo Vijaya con bonachona ironía —. ¿Viendo que, en su estado normal, usted es el único miembro de la raza humana que jamás hace el tonto y nunca tiene ilusiones sobre ninguna cosa?
— Nunca he dicho tal cosa — protestó Murugan —. Sólo quiero decir que no quiero tener nada que ver con el falso samadhi de ustedes.
— ¿Cómo sabe que es falso? — interrogó el doctor Robert.
— Porque el verdadero sólo le llega a la gente después de años y años de meditación y tapas y… bueno, ya sabe… no andar, con mujeres.
— Murugan — explicó Vijaya a Will — es uno de los puritanos. Le ofende el hecho de que, con cuatrocientos miligramos de la medicina moksha en la sangre, incluso los principiantes, sí, y hasta los jóvenes y las muchachas que se hacen el amor, puedan percibir una visión del mundo tal como lo ve el que ha sido liberado de su esclavitud respecto del ego.
— Pero no es verdadera — insistió Murugan. — ¡No es verdadera! — repitió el doctor Robert —. Lo mismo podría decir que la experiencia del bienestar no es verdadera.
— Esa es una petición de principio — objetó Will —. Una experiencia puede ser verdadera en relación con algo que sucede dentro del cráneo de uno, pero completamente ajena a todo lo exterior.
— Es claro — convino el doctor Robert. — ¿Saben ustedes qué sucede dentro de sus respectivos cráneos, cuando han tomado una dosis del hongo? — Sabemos un poco.
— Y continuamente tratamos de averiguar más — agregó Vijaya.
— Por ejemplo — continuó el doctor Robert —: hemos descubierto que las personas cuyo electroencefalograma no muestra actividad del ritmo alfa cuando se encuentran en reposo no responden significativamente a la medicina moksha. Eso quiere decir que para el quince por ciento, más o menos, de la población, tenemos que encontrar otras formas de acercarse a la liberación.
— Y otra cosa que apenas comenzamos a entender — dijo Vijaya — es la correlación neurológica de estas experiencias. ¿Qué sucede en el cerebro cuando uno tiene una visión? ¿Y qué sucede cuando se pasa de un estado mental premístico a uno auténticamente místico?