— Andar o no andar en motoneta, ese es el problema. — Y no sólo en Pala — agregó el doctor Robert —. Es el problema que todos los países subdesarrollados tienen que solucionar de una u otra manera.
— Y la solución — dijo Will — es siempre la misma. En todos los lugares en que estuve, y he estado casi en todas partes, habían optado de todo corazón por la motoneta. Todos.
— Sin excepciones — convino Vijaya —. La motoneta por la motoneta misma, y al demonio con todas las consideraciones de realización, conocimiento de sí mismo, liberación. Y no hablemos de la salud o la dicha vulgares y silvestres. — En tanto que nosotros — dijo el doctor — hemos preferido siempre adaptar nuestra economía y tecnología a los seres humanos, no nuestros seres humanos a la economía y tecnología de otros. Importamos lo que no podemos fabricar; pero fabricamos e importarnos sólo lo que podemos permitirnos. Y lo que podemos permitirnos está limitado, no sólo por las libras, marcos y dólares que poseemos, sino también, y principalmente… principalmente — insistió — por nuestro deseo de ser felices, nuestra ambición de ser plenamente humanos. Después de estudiar el asunto con cuidado decidimos que las motonetas se cuentan entre las cosas — las numerosísimas cosas — que simplemente no podemos permitirnos. Y esto es algo que el pobre y pequeño Murugan tendrá que aprender por el camino difícil… ya que no lo ha aprendido, ni quiere aprenderlo, por el camino fácil.
— ¿Cuál es el camino fácil? — interrogó Will. — La educación y los reveladores de la realidad. Murugan no conoció ninguna de las dos cosas. O más bien es lo contrario de ambas. Ha tenido una mala educación en Europa: gobernantas suizas, maestros ingleses, películas norteamericanas, anuncios de todo el mundo. Y la espiritualidad de su madre le ha eclipsado la realidad. De modo que no es extraño que se muera por las motonetas.
— Pero según entiendo, no sucede lo mismo con sus súbditos.
— ¿Por qué habría de suceder? Desde la infancia se les enseñó a tener plena conciencia del mundo, y a gozar de esa conciencia. Y, por añadidura, se les ha mostrado el mundo, y a ellos mismos, y a otras personas, tales como son iluminados y trasfigurados por los reveladores de la realidad. Cesa que, por supuesto, los ayuda a tener una conciencia más intensa y un goce más comprensivo, de modo que las cosas más corrientes, los sucesos más triviales, son vistos como joyas y milagros. Joyas y milagros — repitió con énfasis —. Y entonces, ¿por qué habríamos de recurrir a las motonetas, el whisky, la televisión, Billy Graham o cualquier otra de las distracciones y compensaciones de ustedes? — «No sirve ninguna otra cosa que no sea el todo» — citó Will —. Ahora entiendo a qué se refería el Viejo Raja. No se puede ser un buen economista si no se es también un buen psicólogo, O un buen ingeniero sin conocer la metafísica adecuada.
— Y no se olvide de las otras ciencias — dijo el doctor —. Farmacología, sociología, fisiología, para no mencionar la autología, la neuroteología, la metaquímica, el micomisticismo puros y aplicados, y la ciencia final — agregó, apartando la mirada para estar más a solas con sus pensamientos sobre Lakshmi, que se encontraba en el hospital —, la ciencia en la que tarde o temprano todos tendremos que ser examinados: la tanatología. — Guardó un momento de silencio; luego dijo, en otro tono —: Bien, vamos a lavarnos — y, abriendo la puerta azul, entró en el largo vestuario, que en un extremo tenía una fila de duchas y lavabos, y en la pared opuesta hileras de armarios y un gran guardarropa.
Will se sentó y, mientras sus compañeros se enjabonaban en los lavabos, continuó con la conversación.
— ¿Estaría permitido — preguntó — que un extranjero mal educado probase una píldora de la verdad y la belleza?
La respuesta fue otra pregunta.
— ¿Tiene el hígado en buen estado? — inquirió el doctor Robert.
— Excelente.
— Y parece ser muy levemente esquizofrénico. De modo que no existe contraindicación alguna.
— ¿Entonces puedo hacer el experimento?
— Cuando le parezca.
Pasó a la ducha más próxima y abrió el grifo. Vijaya lo siguió.
— ¿No se supone que ustedes son intelectuales? — preguntó cuando les dos hombres reaparecieron y comenzaron a secarse.
— Hacemos labores intelectuales — respondió Vijaya.
— Y entonces, ¿por qué ese horrible y honrado trajín?
— Por una razón muy sencilla: esta mañana tenía un poco de tiempo libre.
— Lo mismo que yo — dijo el doctor Robert.
— De modo que se fueron al campo y representaron una escena de Tolstoi.
Vijaya rió.
— Parece creer que lo hacemos por motivos éticos.
— ¿No es así?
— Por cierto que no. Hago trabajos musculares porque tengo músculos; y si no los uso me convertiré en un malhumorado aficionado a la silla.
— Sin nada entre la corteza y las nalgas — agregó el doctor —. O más bien con todo… pero en condiciones de total inconsciencia y estancamiento tóxico. Los intelectuales de Occidente son todos aficionados a la silla. Por eso la mayoría de ustedes son tan repulsivamente malsanos. En el pasado hasta un duque tenía que caminar mucho; hasta un usurero, hasta un metafísico. Y cuando no usaban las piernas se sacudían sobre el caballo. En tanto que ahora, desde el magnate hasta su mecanógrafa, desde el positivista lógico hasta el pensador positivo, se pasan las nueve décimas partes del tiempo envueltos en espuma de goma. Asientos esponjosos para traseros esponjosos… en casa, en la oficina, en los automóviles y en los bares, en los aviones, los trenes y los ómnibus. Nada de mover las piernas, nada de luchar contra la distancia y la gravedad… Nada más que ascensores y aviones y automóviles, nada más que espuma de goma y una eternidad de estar sentados. La fuerza vital que solía encontrar su salida a través de los músculos desnudos se vuelve contra las vísceras y el sistema nervioso, y los destruye lentamente.
— ¿De modo que ustedes se dedican a cavar y remover la tierra como una forma de terapéutica?
— Como una prevención…. para que la terapéutica resulte innecesaria. En Pala incluso los profesores, incluso los funcionarios del gobierno se dedican durante dos horas diarias a cavar y remover la tierra.
— ¿Como parte de sus obligaciones?
— Y como parte de su placer.
Will hizo una mueca.
— No sería parte de mi placer.
— Eso es porque no se le enseñó a usar su cuerpo mental en la forma adecuada — explicó Vijaya —. Si le hubiesen mostrado cómo hacer las cosas con el mínimo de esfuerzo y el máximo de conciencia, gozaría incluso con el trajín honrado.
— Entiendo que todos los niños reciben aquí ese tipo de adiestramiento.
— Desde el momento en que pueden arreglárselas por sí mismos. Por ejemplo, ¿cuál es la mejor forma de moverse cuando se abotona la ropa? — Y uniendo la acción a las palabras, Vijaya se abotonó la camisa que acababa de ponerse. — Respondemos a la pregunta colocándoles la cabeza y el cuerpo en la mejor posición, hablando en términos fisiológicos. Y al mismo tiempo los estimulamos a que adviertan qué se siente cuando se adopta la mejor posición fisiológica, a tener conciencia de qué está compuesto el proceso de abotonamiento, en términos de contactos, presiones y sensaciones musculares. Para cuando tienen catorce años ya han aprendido al máximo y de la mejor manera — objetiva y subjetivamente — cualquier actividad que emprendan. Y entonces los ponemos a trabajar. Noventa minutos diarios en algún tipo de trabajo manual.
— ¡De vuelta al bueno y viejo trabajo infantil!
— O más bien — replicó el doctor Robert — hacia adelante, alejándonos de la mala y nueva ociosidad infantil. Ustedes no permiten que sus jovencitos trabajen; entonces se ven obligados a soltar presión por medio de la delincuencia, o a acumular presión hasta que están en condiciones de convertirse en aficionados a la silla. Y ahora — agregó — es hora de irnos. Yo indicaré el camino.