— La legislación — repitió Will —. Estaba a punto de preguntarle sobre ella. ¿No tienen ustedes ningún castigo, ninguna espada? ¿O todavía necesitan jueces y policías? — Aún los necesitamos — respondió el doctor —. Pero no necesitamos tantos como ustedes. En primer lugar, gracias a la medicina preventiva y la educación preventiva, no cometemos muchos crímenes. Y en segundo término, la mayoría de los pocos delitos que se cometen son tratados por el CAM del criminal. La terapia de grupo, dentro de una comunidad que ha asumido la responsabilidad del grupo en lo referente al delincuente. Y en los casos difíciles la terapia de grupo se complementa con el tratamiento médico y con un curso de experiencias con la medicina moksha, dirigida por alguien que posea un grado excepcional de discernimiento.
— ¿Y dónde aparecen los jueces?
— El juez escucha las pruebas, decide si el acusado es culpable o inocente, y en este último caso lo envía a su CAM y, cuando ello resulta aconsejable, al grupo local de expertos en medicina y en micomística. A determinados intervalos, los expertos y el CAM se presentan al juez para informar. Cuando los informes son satisfactorios, el caso se archiva.
— ¿Y si no son nunca satisfactorios?
— A la larga siempre lo son — replicó el doctor Robert.
Hubo un silencio.
— ¿Alguna vez trepó a una montaña? — preguntó Vijaya de pronto.
Will rió.
— ¿Cómo le parece que me fracturé la pierna?
— Esa fue una ascensión forzada. ¿Trepó alguna vez por diversión?
— Bastantes — respondió Will — para convencerme de que no era muy competente.
Vijaya miró a Murugan.
— ¿Y usted, cuando estuvo en Suiza?
El joven se ruborizó intensamente y meneó la cabeza.
— No se puede hacer ninguna de esas cosas — masculló —, si se tiene tendencia a la tuberculosis.
— ¡Qué lástima! — exclamó Vijaya —. Habría sido tan bueno para usted…
— ¿La gente trepa mucho en estas montañas? — preguntó Will.
— La ascensión es parte integral del programa escolar.
— ¿Para todos?
— Un poco para todos. Con trabajos más avanzados de ascensión para los Musculosos absolutos… es decir, uno de cada doce jóvenes y una de cada veintisiete muchachas, pronto veremos a algunos jovencitos en su primera ascensión poselemental.
El verde túnel se ensanchó, se tornó más luminoso, y de pronto se encontraron fuera del chorreante bosque, en un amplio reborde de terreno casi llano, cercado por tres lados por rocas rojizas que se erguían seiscientos y más metros hacia arriba, en una sucesión de crestas dentadas y pináculos aislados. Había frescura en el aire, y cuando pasaron del sol a la sombra de una isla flotante de cúmulos, casi sintieron frío. El doctor Robert se inclinó hacia adelante y señaló, a través del parabrisas, un grupo de blancos edificios situados en un pequeño otero, cerca del centro de la meseta.
— Esa es la Estación de Altura — dijo —; a dos mil cien metros sobre el nivel del mar, con más de dos mil hectáreas de buena tierra llana, en la que podemos plantar prácticamente todo lo que crece en Europa oriental. Trigo y cebada, arvejas y coles, lechuga y tomates; grosellas blancas y frambuesas, avellanas, ciruelas verdales, duraznos, damascos. Más todas las valiosas plantas nativas de las altas montañas en estas latitudes… incluso los hongos que nuestro amigo desaprueba con tanta violencia.
— ¿Ese es el lugar a que nos dirigimos? — inquirió Will.
— No, vamos más arriba. El doctor Robert señaló el último puesto avanzado de la cordillera, una montaña de roca color rojo obscuro desde la cual la tierra caía sobre un costado de la selva y, por el otro, trepaba vertiginosamente hacia la cumbre invisible, perdida entre las nubes. — Hasta el viejo templo de Siva al que los peregrinos solían ir todos los equinoccios de primavera y otoño. Es uno de mis lugares favoritos en toda la isla. Cuando los niños eran pequeños, solíamos subir. Lakshmi y yo, casi todas las semanas. ¡Cuántos años hace de eso! — En su voz había aparecido una nota de tristeza. Suspiró y, recostándose contra el respaldo del asiento, cerró los ojos.
Se apartaron del camino que iba hacia la Estación de Altura y siguieron ascendiendo.
— Entramos en el último tramo, el peor — dijo Vijaya —. Siete recodos cerrados y medio kilómetro de túnel sin ventilación.
Pasó a primera velocidad y la conversación se hizo imposible. Diez minutos más tarde habían llegado.
X
Moviendo con cautela su pierna inmovilizada, Will salió del coche y miró en torno. Entre los rojos picachos y los insondables descensos en todas las direcciones, la cresta de la montaña había sido nivelada, y en el centro de la larga y estrecha terraza se encontraba el templo: una gran torre roja de la misma sustancia que las montañas, maciza, cuadrilátera, con acanaladuras verticales. Una cosa simétrica, en contraste con las rocas, pero regular no como lo son las abstracciones euclideanas; regular con la geometría pragmática de una cosa viva. Sí, de una cosa viva, porque todas las superficies de rica textura del templo, todos sus contornos perfilados contra el cielo se curvaban orgánicamente hacia adentro, estrechándose a medida que ascendían hacia un anillo de mármol, por encima del cual la piedra roja volvía a hincharse, como la cápsula germinal de una planta en florecimiento, convirtiéndose en una cúpula achatada, de múltiples nervaduras, que coronaba el conjunto.
— Construido unos cincuenta años antes de la conquista normanda — dijo el doctor Robert.
— Y parece — comentó Will — como si no hubiese sido construido por nadie… como si hubiera crecido de la roca, surgido como el capullo de un agave, en la punta de un ascenso por un tallo de tres metros y un estallido de flores.
Vijaya le tocó el brazo.
— Mire — dijo —. Está descendiendo un grupo de Elementales.
Will se volvió hacia la montaña y vio a un joven de botas claveteadas y ropas de alpinista que descendía por una grieta, al borde del precipicio. En un lugar en que la grieta ofrecía un lugar conveniente de descanso, se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, lanzó un enérgico grito alpino en falsete. Quince metros por encima de él apareció un joven por detrás de un baluarte de roca, descendió del reborde en que se encontraba y comenzó a bajar por la grieta.
— ¿No lo tienta? — preguntó Vijaya volviéndose hacia Murugan.
Murugan se encogió de hombros, sobreactuando en exceso el papel del adulto sofisticado y aburrido que tiene ocupaciones más importantes que contemplar el juego de unos cuantos niños.
— En lo más mínimo. — Se apartó y se sentó en una antiquísima talla de un león; sacó del bolsillo una revista norteamericana con carátula de vivos colores y comenzó a leer.