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— ¿Qué es eso? — inquirió Vijaya.

— Ficción científica. — En la voz de Murugan había un matiz de desafío.

El doctor Robert rió.

— Cualquier cosa, con tal de eludir los Hechos.

Murugan fingió no haberlo escuchado; volvió una página y continuó leyendo.

— Es muy competente — dijo Vijaya, que había estado contemplando los movimientos del joven escalador —. En cada extremo de la cuerda tienen un hombre de experiencia — agregó —. Al principal no se lo puede ver. Está detrás de esa roca, en una grieta paralela, a diez o quince metros más arriba. Allí hay permanentemente un jalón de hierro, al que se puede amarrar la cuerda. Todo el grupo podría caerse y no pasaría nada.

Esparrancado entre puntos de apoyo de ambas paredes de la estrecha grieta, el jefe del grupo gritaba continuamente órdenes y voces de estímulo. Luego, cuando el joven se acercó, le dejó su lugar, trepó otros diez metros y, deteniéndose, volvió a lanzar el grito alpino. Ataviada con botas y pantalones, una joven de elevada estatura, con el cabello peinado en trenzas, apareció por detrás de la roca y se introdujo en la grieta.

— ¡Excelente! — exclamó Vijaya, con tono aprobatorio, cuando la vio.

Entretanto, de un bajo edificio situado al pie del risco — versión tropical, evidentemente, de una choza alpina —, un grupo de jóvenes había salido para ver qué ocurría. Pertenecían, se le dijo a Will, a otros tres grupos de escaladores que habían pasado por su prueba poselemental ese mismo día, más temprano.

— ¿El mejor equipo gana un premio? — preguntó Will.

— Nadie gana nada — respondió Vijaya —. Esto no es una competencia. Más bien es una prueba.

— Una prueba — explicó el doctor Robert — que constituye la primera etapa de su iniciación en la adolescencia, el abandono de la infancia. Una prueba que los ayuda a entender el mundo en que tendrán que vivir, los ayuda a comprender la omnipresencia de la muerte, la precariedad esencial de toda la existencia. Pero después de la prueba viene la revelación. Dentro de unos minutos estos jóvenes y muchachas recibirán su primera experiencia de la medicina moksha. La tomarán todos juntos y habrá una ceremonia religiosa en el templo.

— ¿Algo así como un servicio de confirmación?

— Sólo que esto es algo más que una jerigonza teológica. Gracias a la medicina moksba, incluye una verdadera experiencia de la cosa real.

— ¿La cosa real? — Will meneó la cabeza. — ¿Existe eso? Ojalá pudiese creerlo.

— No se le pide que lo crea — dijo el doctor Robert —.

La cosa real no es una proposición; es un estado del ser. No enseñamos credos a nuestros chicos ni los excitamos por medio de símbolos con carga emocional. Cuando les llega el momento de aprender las verdades más profundas de la religión los hacemos subir por un precipicio y luego les administramos cuatrocientos miligramos de revelación. Dos experiencias de primera mano en materia de realidad, de las cuales cualquier muchacha o joven razonablemente inteligente puede extraer una buena idea sobre qué es qué.

— Y no olvide el viejo y querido problema del poder — dijo Vijaya —. El escalamiento de roca es una rama de la ética aplicada; es otro sustituto preventivo de la bravuconería.

— De modo que mi padre habría tenido que ser un escalador, además de leñador.

— Puede reírse — dijo Vijaya, riendo él mismo —. Pero sigue en pie el hecho de que eso funciona bien. Funciona. Antes que nada, tuve que trepar para salir de veintenas, literalmente veintenas de las más feas tentaciones de hacer sentir mi fuerza… Y como mi fuerza es considerable — agregó —, las tentaciones eran correspondientemente considerables.

— En apariencia hay un solo defecto — dijo Will —. Mientras uno trepa para salir de las tentaciones, puede caer y… — Se interrumpió, al recordar, de pronto, lo que le había sucedido a Dugald MacPhail.

Fue el doctor quien terminó la frase.

— Puede caer — dijo con lentitud — y matarse. Dugald trepaba solo — continuó luego de una pequeña pausa —. Nadie sabe qué ocurrió. Lo encontraron al día siguiente. — Hubo un prolongado silencio.

— ¿Y sigue creyendo que eso es una buena idea? — interrogó Will, señalando con su bastón de bambú las figuritas que trepaban tan laboriosamente por la vertiginosa desnudez de la roca.

— Sigo creyendo que es una buena idea.

— Pero la pobre Susila…

— Sí, la pobre Susila — repitió el doctor —. Y los pobres chicos, la pobre Lakshmi, el pobre yo. Pero si Dugald no se hubiese hecho la costumbre de arriesgar la vida, habría sido pobre de todos por otros motivos. Es mejor cortejar el peligro de matarse que cortejar el de matar a otros, o por lo menos de hacerlos desdichados. De herirlos porque uno es naturalmente agresivo y demasiado prudente, o demasiado ignorante como para desgastar la agresión en un precipicio. Y ahora — continuó en otro tono — quiero mostrarle el paisaje.

— Y yo iré a conversar con esos jóvenes. — Vijaya se alejó hacia el grupo que se encontraba al pie de las rocas rojas.

Dejando a Murugan con su revista de ficción científica, Will siguió al doctor Robert a través de una puerta flanqueada por columnas y cruzó la ancha plataforma de piedra que rodeaba al templo. En un extremo de dicha plataforma había un pequeño pabellón coronado por una cúpula. Entraron y, cruzando hacia el ancho ventanal sin vidrios, miraron hacia fuera. El mar se elevaba hasta la línea del horizonte, como un muro compacto de jade y lapizlázuli. Debajo de ellos, al pie de una caída vertical de trescientos metros, se encontraba el verde de la selva. Más allá de ésta, plegadas verticalmente en contrafuertes y afloramientos, escalonadas horizontalmente en una gigantesca escalinata, construida por el hombre, de innumerables campos, las laderas inferiores descendían, empinadas, hasta una amplia llanura, en cuyo límite más lejano, entre los huertos y la playa bordeada de palmeras, se extendía una considerable ciudad. Vista desde ese elevadísimo mirador, en su brillante integridad, parecía el minúsculo, y meticuloso cuadro de una ciudad en un libro medieval de oraciones.

— Ahí está Shivapuram — dijo el doctor —. Y ese complejo de edificios, en la colina que se encuentra al otro lado del río… es el gran templo budista. Un poco más antiguo que Borobudur, y la escultura es tan hermosa como cualquiera que pueda encontrarse en la India antigua. — Hubo un silencio. — Ahí, en esa casita de verano, solíamos comer nuestras meriendas cuando llovía — continuó —. Jamás olvidaré el día en que Dugald (debe de haber tenido unos diez años) se divirtió trepando al alféizar de la ventana y quedándose allí parado sobre un pie, en la actitud de Siva danzante. La pobre Lakshmi casi se volvió loca del susto. Pero Dugald era un escalador nato. Lo que hace que el accidente resulte más incomprensible aun. — Meneó la cabeza; luego, después de otro silencio, dijo —: La última vez que vinimos aquí fue hace ocho o nueve meses. Dugald todavía estaba vivo y Lakshmi no se encontraba aún demasiado débil para salir con sus nietos. Él volvió a hacer esa pirueta de Siva en homenaje de Tom Krishna y Sarojini. Sobre una pierna; y movió los brazos con tanta velocidad, que cualquiera habría jurado que tenía cuatro. — El doctor se interrumpió. Tomó del suelo un trocito de argamasa y lo arrojó por la ventana. — Abajo, abajo, abajo… El espacio vacío. Pascal avait son gouffre. ¡Cuan extraño que ese sea a la vez el más poderoso símbolo de la muerte y el más poderoso símbolo de la vida más plena e intensa! — De pronto se le iluminó el rostro. — ¿Ve ese halcón?

— ¿Un halcón?

El doctor señaló hacia donde, a mitad de camino entre la elevación en que se encontraban y el obscuro techo del bosque, una pequeña encarnación parda de la velocidad y la rapiña giraba perezosamente, con las alas inmóviles.