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Will Farnaby lo miró y se preguntó, mientras lo miraba, qué proporción de ese improbable montañés seguía siendo escocesa y qué proporción tenía de palanés. En cuanto a los ojos azules y la nariz larga no cabía duda alguna. Pero la piel morena, las manos delicadas, la gracia de movimientos… era indudable que provenían de algún lugar situado muy al sur de Tweed.

— ¿Nació aquí? — preguntó. El doctor afirmó con la cabeza.

— En Shivapuram, el día del funeral de la reina Victoria. Hubo un chasquido final de las tijeras y la pernera cayó al suelo, dejando al descubierto la rodilla.

— Feo — fue el veredicto del doctor MacPhail después de un primer examen atento —. Pero no creo que haya nada demasiado grave. — Se volvió hacia su nieta. Me gustaría que fueras corriendo a la estación y le pidieras a Vijaya que viniese con uno de los otros hombres. Díles que tomen unas angarillas en la enfermería.

Mary Sarojini asintió y, sin una palabra, se puso de pie y cruzó el claro a la carrera.

Will contempló la figurita que se alejaba… las faldas rojas moviéndose de uno a otro costado, la suave piel del torso brillando, color de rosa y de oro, a la luz del sol.

— Tiene una nieta notable — dijo al doctor MacPhail.

— El padre de Mary Sarojini — dijo el médico luego de un breve silencio — era mi hijo mayor. Murió hace cuatro meses… un accidente, en una ascensión de montaña.

Will masculló su simpatía, y se produjo otro silencio.

El doctor MacPhail destapó una botella de alcohol y se lavó las manos.

— Esto le va a doler un poco — advirtió —. Sugiero que escuche a ese pájaro. — Agitó una mano en dirección del árbol muerto, al cual el mynah había vuelto después de la partida de Mary Sarojini.

— Escúchelo con atención, reflexivamente. Le apartará los pensamientos del dolor.

Will Farnaby escuchó. El mynah había vuelto a su primer tema.

— Atención — llamaba el oboe vocal —. Atención.

— ¿Atención a qué? — inquinó, en la esperanza de obtener una respuesta más esclarecedora que la recibida de Mary Sarojini.

— A la atención — respondió el doctor MacPhail.

— ¿Atención a la atención?

— Por supuesto.

— Atención — canturreó el mynah en irónica confirmación.

— ¿Tienen muchos de estos pájaros parlantes?

— Debe de haber por lo menos mil volando por la isla. Fue una idea del Viejo Raja. Pensó que le haría bien a la gente. Y quizá sea así, aunque parece un poco injusto para con los mynah. Pero por suerte los pájaros no entienden de discursos estimulantes, Ni siquiera los de San Francisco.

Imagínese — continuó —: ¡predicar sermones a tordos y cardelinas! ¡Qué presunción! ¿Por qué no podía tener la boca cerrada y dejar que los pájaros le predicasen a él? Y ahora — agrego con otro tono —, será mejor que empiece a escuchar a nuestro amigo del árbol. Voy a limpiar esta herida.

— Atención.

— Ahí va.

El joven respingó y se mordió los labios.

— Atención. Atención. Atención.

Sí, era cierto. Si se escuchaba con concentración, el dolor no era tan intenso.

— Atención. Atención…

— No entiendo — dijo el doctor MacPhail, mientras tomaba las vendas — cómo logró subir a ese risco.

Will logró reír.

— Recuerde el comienzo de Erewhon — dijo: «La suerte quiso que la Providencia estuviese de mi parte.»

Del extremo más lejano del claro llegó el sonido de voces. Will volvió la cabeza y vio a Mary Sarojini aparecer por entre los árboles, con la falda ondulando mientras corría. Detrás de ella, desnudo hasta la cintura y llevando al hombro las varas de bambú y la lona enrollada de una liviana angarilla, caminaba la gigantesca estatua bronceada de un hombre, y detrás del gigante venía un esbelto adolescente de piel morena y pantaloncitos blancos.

— Este es Vijaya Bhattacharya — dijo el doctor MacPhail cuando la estatua de bronce se aproximó —. Vijaya es mi ayudante.

— ¿En el hospital?

El doctor MacPhail meneó la cabeza.

— Sólo en caso de situaciones, de urgencia — explicó —. Ya no practico la profesión. Vijaya y yo trabajamos en la Estación Agrícola Experimental. Y Murugan Mailendra — agitó la mano en dirección del joven moreno — está con nosotros temporariamente, para estudiar la ciencia del suelo y del cultivo de plantas.

Vijaya se apartó y, poniendo una enorme mano sobre el hombro de su compañero, lo empujó hacia adelante. Contemplando el hermoso y enfurruñado rostro juvenil, Will reconoció de repente, con un sobresalto de asombro, al joven elegantemente ataviado que había conocido, cinco días antes, en Rendang-Lobo, y que viajó con él por toda la isla en el Mercedes blanco del coronel Dipa. Sonrió, abrió la boca para hablar y se contuvo. En forma casi imperceptible, pero inconfundiblemente, el joven había sacudido la cabeza. En sus ojos Will vio una expresión de angustiado ruego. Sus labios se movieron sin emitir un sonido. «Por favor — parecían decir —, por favor…» Will reacomodó la expresión.

— ¿Cómo le va, Mr. Mailendra? — dijo, con tono de negligente formalidad.

Murugan se mostró enormemente aliviado.

— ¿Cómo le va? — respondió, e hizo una pequeña inclinación de cabeza.

Will miró en torno para ver si los otros habían advertido lo sucedido. Vio que Mary Sarojini y Vijaya estaban ocupados con las angarillas, y que el médico volvía a acomodar las cosas en su maletín. La pequeña comedia se había representado sin público. Era evidente que el joven Murugan tenía sus motivos para no querer que se supiera que había estado en Rendang. Los jóvenes siempre serán jóvenes. Los jóvenes incluso pueden ser muchachas. El coronel Dipa se había mostrado más que paternal hacia su joven protegido, y Murugan se mostraba algo más que filial hacia el coronel… era absolutamente indudable que lo adoraba. ¿Era un simple culto al héroe, una admiración de colegial por el hombre que había realizado una revolución exitosa, liquidado a la oposición para instalarse como dictador? ¿O había además otros sentimientos? ¿Hacía Murugan el papel de Antinoo de su Adriano de negros bigotes? Bueno, si eso era lo que sentía ante bandoleros militares de edad mediana, era cosa de él. Y si al bandolero le gustaban los jóvenes bonitos, era cosa de él. Y quizá, continuó — reflexionando Will, era por eso que el coronel Dipa se había abstenido de efectuar una presentación formal.

— Este es Muru — había dicho, cuando el joven fue introducido en la oficina presidencial —. Mi joven amigo Muru. — Y se había puesto de pie y apoyado un brazo sobre los hombros del joven, para llevarlo al sofá y sentarse junto a él.

— ¿Puedo conducir el Mercedes? — preguntó en esa ocasión Murugan. El dictador sonrió con indulgencia y asintió moviendo la bien peinada cabeza. Y había otro motivo para suponer que la curiosa relación era algo más que una simple amistad. Al volante del coche de deporte del coronel, Murugan era un maniático. Sólo un enamorado perdido podía confiarse — y confiar sus invitados — a semejante conductor. En el tramo llano entre Rendang-Lobo y los yacimientos petrolíferos, el velocímetro había llegado dos veces a los ciento setenta y cinco; y peor, mucho peor, era seguir por el camino de montaña de los yacimientos a las minas de cobre. Los abismos se abrían ante uno, los neumáticos chillaban en los recodos, búfalos acuáticos aparecían de entre bosquecillos de bambú a pocos centímetros del coche, camiones de diez toneladas pasaban rugiendo por el costado del camino que no les correspondía.

— ¿No está usted un poco nervioso? — se había atrevido Will a preguntar. Pero el bandolero era tan religioso como enamoradizo.

— Si uno sabe que está haciendo la voluntad de Alá, y yo lo sé, Mr. Farnaby, no hay motivos para nerviosidades. En tales circunstancias la nerviosidad sería una blasfemia. — Y mientras Murugan viraba para esquivar otro búfalo, abrió su cigarrera de oro y ofreció a Will un Sobranje balcánico.