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— Me recuerda un poema que el Viejo Raja escribió una vez sobre este lugar. — El doctor guardó un instante de silencio, y luego comenzó a recitar.

Aquí arriba, me preguntas, aquí, donde Siva baila sobre el mundo, ¿qué demonios estoy haciendo?
No hay respuesta, amigo… a no ser ese halcón que gira allá abajo, esas negras y sagitales velocidades que arrastran largos hilos de plata por el aire… los chillidos de sus gritos.
¡Cuan lejos, dices, están los calurosos llanos; cuan lejos — con tono de reproche — de toda mi gente! ¡Y sin embargo cuan cerca! Pues aquí, entre el nublado cielo y el mar de abajo, repentinamente visible, leo su luminoso secreto y el mío.

— Y el secreto, si no entiendo mal, es este espacio vacío.

— O más bien aquello de lo cual este espacio vacío es el símbolo: la Naturaleza de Buda en nuestro perpetuo perecer. Cosa que me recuerda…. — Miró su reloj.

— ¿Qué sigue ahora, en el programa? — preguntó Will cuando salieron al resplandor del sol.

— El servicio en el templo — respondió el doctor Robert —. Los jóvenes escaladores ofrecerán su hazaña a Siva… En otras palabras, a su propia Talidad vista como Dios. Después de lo cual pasarán a la segunda parte de su iniciación: la experiencia de liberarse de sí.

— ¿Por medio de la medicina mokshal?

El doctor asintió.

— Sus jefes se la administran antes de que salgan de la choza de la Asociación de Escalamiento. La medicina comienza a producir su efecto durante los servicios. De paso — agregó —, los servicios religiosos se realizan en sánscrito, de modo que usted no entenderá ni una palabra. Vijaya hará su alocución en inglés… hablará en su condición de presidente de la Asociación de Escalamiento. También yo hablaré en inglés. Y, por supuesto, la mayoría de los jóvenes también, usarán ese idioma.

Dentro del templo había una fresca y cavernosa obscuridad, sólo atemperada por la débil luz del sol que se filtraba por un par de pequeñas ventanas con celosías y por las siete lámparas que pendían, como un halo de amarillas y temblorosas estrellas, sobre la cabeza de una imagen ubicada en el altar. Era una estatua de cobre, no mayor que un niño, de Siva. Rodeado por una gloria orlada de llamas, con los cuatro brazos detenidos en un ademán, el cabello trenzado salvajemente agitado, el pie derecho pisando una figura enana de la más repugnante malignidad, el izquierdo graciosamente en alto, el dios estaba congelado en medio de su éxtasis. Ya sin sus trajes de escalar, sino con sandalias, el pecho desnudo y con pantaloncitos o faldas de vivos colores, una veintena de muchachas y jóvenes, junto con los seis que habían hecho de dirigentes e instructores, se encontraban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas. Sobre ellos, en el último de los escalones del altar, un anciano sacerdote, afeitado y con vestiduras amarillas, entonaba algo sonoro e incomprensible. Dejando a Will instalado en un asiento conveniente, el doctor Robert se dirigió en puntillas hacia donde se encontraban sentados Vijaya y Murugan, y se acuclilló junto a ellos.

El espléndido retumbo del sánscrito cedió lugar a un agudo cántico nasal, y a su debido tiempo el cántico fue sustituido por una letanía, en la que las frases sacerdotales alternaban con la respuesta de la congregación..

Luego quemaron incienso en un turiferario de bronce. El anciano sacerdote levantó las dos manos pidiendo silencio, y durante un largo momento preñado del más perfecto silencio el hilo gris del humo de incienso se elevó, recto y firme, ante el dios; luego, cuando se encontró con la brisa de las ventanas, se quebró y se perdió de vista en una nube invisible que llenaba todo el penumbroso espacio con la misteriosa, fragancia de otro mundo. Will abrió los ojos y vio que Murugan, el único de toda la congregación, se agitaba, inquieto. Y no sólo se agitaba; hacía muecas de impaciente desaprobación. Él nunca había ascendido a la montaña; por lo tanto la ascensión era una simple tontería. Se había negado a probar la medicina moksha; por lo tanto los que la usaban eran seres increíbles. Su madre creía en los Maestros Elevados y parloteaba regularmente con Koot Hoomi; por lo tanto la imagen de Siva era un vulgar ídolo. Qué elocuente pantomima, pensó Will mientras observaba al joven. Pero por desgracia para el pobre Murugan, nadie prestaba la menor atención a sus contorsiones.

— Shivanayama — dijo el anciano sacerdote quebrando el prolongado silencio, y, una vez más —, Shivanayama. — Hizo un gesto de llamado.

Levantándose de su lugar, la joven alta que Will había visto descender por el precipicio, subió los escalones del altar. En puntas de pie, el cuerpo aceitado y brillante como una segunda estatua de cobre a la luz de las lámparas, colgó una guirnalda de flores color amarillo pálido en el más alto de los dos brazos izquierdos de Siva. Luego, uniendo las palmas de las manos, contempló el rostro serenamente sonriente del dios y, con voz que al principio temblaba pero que luego se hizo cada vez más firme, comenzó a hablar:

Oh tú, creador; tú, destructor; tú, que sostienes y pones fin; que a la luz del sol bailas entre los pájaros y los niños que juegan, que a la medianoche danzas entre los cadáveres, junto a las piras; tú, Siva, negro y terrible Bhairava; tú, Talidad e Ilusión, el Vacío y Todas las Cosas, eres el señor de la vida, y por eso te he traído flores; eres el señor de la muerte y por eso te he traído mi corazón… Ese corazón es ahora tu pira. En ella la ignorancia y el yo serán consumidos por el fuego. Para que puedas bailar, Bhairava, entre las cenizas. Para que puedas bailar, señor Siva, en un lugar de flores, y yo bailar contigo.

La joven levantó los dos brazos e hizo un ademán que insinuaba la extática devoción de cien generaciones de adoradores danzantes; luego se volvió y se alejó hacia la media luz. «Shivanayama», gritó alguien. Murugan lanzó un bufido despectivo cuando el estribillo fue recogido por otras voces jóvenes. «Shivanayama, Shivanayama…» El anciano sacerdote entonó otro pasaje de las escrituras. En la mitad de su recitado un pajarillo gris de cabeza carmesí entró volando por una de las ventanas de celosías, aleteó alocadamente en torno a las lámparas del altar y luego, gorjeando en estrepitoso e indignado terror, volvió a precipitarse hacia afuera. El cántico continuó, ascendiendo a su culminación, y terminó en una susurrada oración de paz: Shanti, shanti, shanti. El sacerdote se volvió hacia el altar, cogió un largo cirio y, tomando la llama de una de» las lámparas de sobre la cabeza de Siva, encendió otras siete lámparas que pendían dentro de un profundo nicho, debajo de la losa en que se encontraba el danzarín. Reflejada en la pulida convexidad del metal, la luz reveló otra estatua: esta vez de Siva y Parvati, del archiyoga sentado, que mientras dos de sus cuatro manos mantenían en alto el tambor y el fuego simbólicos, acariciaba con el segundo par a la amorosa deidad, por la cual era cabalgado en ese eterno abrazo de bronce. El sacerdote agitó la mano. Esta vez se adelantó a la luz un joven de piel morena y poderosos músculos. Inclinándose, colgó la guirnalda que llevaba del cuello de Parvati; luego, retorciendo la larga cadena de flores, dejó caer un segundo lazo de blancas orquídeas sobre la cabeza de Siva.

— Cada uno es ambos — dijo.

— Cada uno es ambos — repitió el coro de jóvenes voces.