— Yo hago lo que me dice mi Vocecita. «Esta noche», me dice. Y «le dará carie blanche a Mr. Farnaby». Corté blanche — repitió con placer —. «Y Farnaby tendrá un éxito total.»
— Quién sabe — replicó él, dubitativo.
— Es preciso que tenga éxito.
— ¿Es preciso?
— Es preciso — insistió ella.
— ¿Por qué?
— Porque Dios fue quien me inspiró a lanzar la Cruzada del Espíritu.
— No entiendo la relación.
— Quizá no debería decírselo — respondió ella. Luego, al cabo de un momento de silencio —: Pero en fin de cuentas, ¿por qué no? Si triunfa nuestra causa, lord Aldehyde ha prometido respaldar la Cruzada con todos sus recursos. Y como Dios quiere que la Cruzada triunfe, nuestra Causa no puede dejar de triunfar. —
«Que es lo Que Queríamos Demostrar», quiso gritar él, pero se contuvo. No sería cortés. Y, sea como fuere, ese no era asunto de broma.
— Bien, tengo que llamar a Bahu — dijo la rani —. A bientót, mi querido Farnaby. — Y cortó.
Encogiéndose de hombros, Will volvió a las Notas sobre qué es qué. ¿Qué otra cosa podía hacer?
El dualismo… Sin él difícilmente podría existir una buena literatura. Con él es indudable que no puede existir una buena vida.
«Yo» afirma una sustancia individual separada y permanente; «soy» niega el hecho de que toda la existencia es relación y cambio. «Yo soy.» Dos palabras diminutas; ¡pero qué enorme falsedad!
El dualista de mentalidad religiosa saca de la vasta profundidad a espíritus de fabricación casera; el no dualista lleva a su propio espíritu la vasta profundidad, o, para ser más exactos, encuentra que la vasta profundidad ya está ahí.
Se oyó un ruido de un coche que se acercaba, luego un silencio, cuando se apagó el motor, luego un portazo y el sonido de pasos en la granza, en los escalones de la galería exterior.
— ¿Está listo? — llamó la profunda voz de Vijaya.
Will dejó sus Notas sobre qué es qué, tomó el bastón de bambú y, poniéndose trabajosamente de pie, se dirigió a la puerta del frente.
— Listo y ansioso — dijo cuando salió a la galería.
— Pues andando. — Vijaya lo tomó del brazo. — Cuidado con los escalones — recomendó.
Vestida de rosa y con corales en torno del cuello y en las orejas, una mujer regordeta, de rostro redondo, de cuarenta y tantos años, se hallaba de pie junto al jeep.
— Esta es Léela Rao — dijo Vijaya —. Nuestra bibliotecaria, secretaria, tesorera y, en general, la que cuida que todo esté en orden. Sin ella estaríamos perdidos.
Mientras le estrechaba la mano Will pensó que parecía una versión más morena de las suaves pero inagotablemente enérgicas damas inglesas que, cuando sus hijos han crecido, se dedican a las buenas obras o a la cultura organizada. No son demasiado inteligentes, las pobrecitas, ¡pero cuan abnegadas, cuan dedicadas, cuan auténticamente buenas! ¡Y, ay, cuan aburridas!
— He oído hablar de usted — declaró Mrs. Rao cuando pasaban ante el estanque de los lotos y salían a la carretera — a mis jóvenes amigos Radha y Ranga.
— Espero — dijo Will — que me hayan aprobado tan cordialmente como yo los apruebo a ellos.
El rostro de Mrs. Rao resplandeció de placer.
— ¡Me alegro muchísimo de que le gusten!
— Ranga es excepcionalmente inteligente — intervino Vijaya.
— Y tan delicadamente equilibrado — agregó Mrs. Rao —, entre la introversión y el mundo exterior. Siempre tentado, ¡y con cuánta energía! a escapar al Nirvana de Arhat o al minúsculo y hermosamente pulcro paraíso científico de la pura abstracción. Siempre tentado, pero resistiendo a menudo la tentación, porque Ranga, el hombre de ciencia arhat, era otro tipo de Ranga, un Ranga capaz de compasión, dispuesto — si se sabía cómo recurrir a él en forma correcta — a abrirse a las realidades concretas de la vida, a mostrarse consciente, preocupado y activamente útil. ¡Cuánta suerte tenían, él y todos los demás, de haber encontrado una muchacha tan inteligentemente sencilla, tan llena de buen humor y ternura, tan ricamente dotada para el amor y la dicha como era Radha! Radha y Ranga, dijo Mrs. Rao en tono confidencial, habían sido sus alumnos favoritos.
Alumnos, supuso Will protectoramente, en algún tipo de escuela dominical budista. Pero en realidad, como se sintió anonadado al enterarse, esa abnegada Trabajadora Social había estado intruyendo a los jóvenes, durante seis años y en los intervalos que le dejaba libre su tarea de bibliotecaria, en el yoga del amor. Con los métodos, supuso Will, que Murugan había rehuido y que la rani, en su posesividad casi incestuosa, había encontrado tan ofensivos. Abrió la boca para interrogarla. Pero sus reflejos habían sido condicionados en latitudes más altas y por Trabajadoras Sociales de otras especies. Las preguntas se negaron a pasar por sus labios. Y ahora ya era demasiado tarde para formularlas. Mrs. Rao había comenzado a hablar de su otra vocación.
— ¡Si usted supiera — decía — los problemas que tenemos con los libros en este clima! El papel se pudre, la cola se licúa, las encuadernaciones se desintegran, los insectos devoran. La literatura y los trópicos son realmente incompatibles.
— Y si hay que creer a su Viejo Raja — dijo Will —, la literatura es incompatible con muchas otras características locales, aparte del clima: incompatible con la integridad humana, incompatible con la verdad filosófica, incompatible con la cordura individual y con un sistema social decente, incompatible con todo lo que no sea dualismo, demencia criminal, aspiración imposible y culpabilidad innecesaria. Pero no importa. — Sonrió con ferocidad. — El coronel Dipa lo arreglará todo. Después de que Pala haya sido invadida y quede asegurada para la guerra, el petróleo y la industria pesada, tendrán ustedes, sin duda alguna, una Edad de Oro de la literatura y la teología.
— Me gustaría reírme — dijo Vijaya —. Lo malo es que probablemente tenga razón. Tengo la incómoda sensación de que mis hijos crecerán para ver cómo se cumple su profecía.
Abandonaron el jeep, estacionado entre un carro tirado por bueyes y un flamante camión japonés, en la entrada de la aldea, y siguieron a pie. Entre casas de techo de paja, rodeadas de jardines sombreados por palmeras y papayas y árboles del pan, la estrecha calleja conducía a un mercado central. Will se detuvo y, apoyándose en su bastón, miró en derredor. A un lado de la plaza había un encantador edificio de estilo rococó oriental, con fachada de estuco rosa y miradores en las cuatro esquinas; era evidente que se trataba del ayuntamiento. Frente a él, al otro lado de la plaza, se erguía un templete de piedra rojiza, con una torre central en la que, hilera sobre hilera, una multitud de figuras esculpidas relataban las leyendas de los avances de Buda, desde su infancia de niño mimado, hasta convertirse en Tathagata. Entre los dos monumentos, más de la mitad del espacio abierto estaba cubierto por un gigantesco baniano. Entre sus serpenteantes y umbríos corredores se alineaban los puestos de una veintena de mercaderes y vendedoras. Las largas lanzas del sol caían al sesgo entre las hendiduras de la verde cúpula e iluminaban aquí una fila de jarros para agua, negros y amarillos; allí un brazalete de plata, un juguete de madera pintada, un rollo de tela de algodón; aquí una pila de frutas y un corpiño alegremente floreado de muchacha; allí el relampagueo de dientes y ojos rientes, el oro rojizo de un torso desnudo.
— Todos parecen tan saludables — comentó Will mientras se abrían paso por entre los puestos, debajo del gran árbol.
— Parecen saludables porque son saludables — replicó Mrs. Rao.
— Y felices… — Pensaba en los rostros que había visto en Calcuta, en Manila, en Rendang-Lobo; los rostros, en definitiva, que se veían todos los días en la calle Fleet y en el Strand. — Incluso las mujeres — advirtió, contemplando las caras —, incluso las mujeres parecen dichosas.