— No tienen diez hijos — explicó Mrs. Rao.
— En mi país tampoco tienen diez hijos — dijo Will —. A pesar de lo cual… «Señales de debilidad, señales de sufrimiento» — Se detuvo un instante para contemplar a una vendedora de edad mediana que pesaba tajadas del fruto del árbol del pan secadas al sol, para entregarlas a una joven madre que trasportaba su hijito a la espalda. — Tienen cierta irradiación — concluyó.
— Gracias a maithuna — respondió Mrs. Rao, triunfal —. Gracias al yoga del amor. — El rostro le resplandecía con una mezcla de fervor religioso y de orgullo profesional.
Salieron de debajo de la sombra del baniano, cruzaron un tramo de feroz luz de sol, subieron unos desgastados escalones y entraron en la penumbra del templo. Un Bodhisattva dorado se erguía, gigantesco, en la obscuridad. Había olor de incienso y en algún lugar, detrás de la estatua, la voz de un adorador invisible mascullaba una inacabable letanía. Silenciosa, descalza, una chiquilla llegó corriendo desde una puerta lateral. Sin prestar atención a los mayores, trepó al altar con la agilidad de un gato y depositó un manojo de orquídeas blancas en la palma de la mano de la estatua. Luego, mirando el enorme rostro dorado, murmuró unas palabras, cerró los ojos, volvió a murmurar, y canturreando suavemente para sí, salió por la puerta por la que había entrado.
— Encantadora — dijo Will mientras la miraba irse —. No podría ser más hermosa. ¿Pero qué hace una niña como esa? ¿Qué tipo de religión se supone que practica?
— Practica — explicó Vijaya — el tipo local de budismo mahayana, quizá con una pequeña mezcla de sivaísmo.
— ¿Y ustedes, los más cultos, alientan este tipo de cosas?
— Ni las alentamos ni las desalentamos. Las aceptamos. Las aceptamos como aceptamos ese tela de araña de la cornisa. Dada la naturaleza de las arañas, sus telas son inevitables. Y dada la naturaleza de los seres humanos, lo mismo sucede con las religiones. Las arañas no pueden dejar de construir trampas de hilos, y los hombres no pueden dejar de fabricar símbolos. Para eso está el cerebro humano: para convertir el caos de la experiencia dada en una serie de símbolos manejables. A veces los símbolos corresponden con cierta exactitud a algunos de los aspectos de la realidad exterior que informa nuestra experiencia; y entonces nacen la ciencia y el buen sentido. A veces, por el contrario, los símbolos no tienen casi vinculación con la realidad exterior, y entonces hay paranoia y delirio. Más a menudo son una mezcla, en parte realista y en parte fantástica: eso es la religión. Buena religión c mala religión: eso depende de la mezcla del cóctel. Por ejemplo, en el tipo de calvinismo en que fue educado el doctor Andrew se le da a uno una minúscula porción de realismo para todo un jarro de fantasía maligna. En otros casos la mezcla es más saludable. Cincuenta y cincuenta, o aun sesenta y cuarenta, o incluso setenta y treinta en favor de la verdad y la decencia. Nuestro cóctel local contiene una porción notablemente pequeña de veneno.
Will asintió.
— Las ofrendas de orquídeas blancas a una imagen de compasión y esclarecimiento… por cierto que parecen bastante inofensivas. Y después de lo que vi ayer, estoy dispuesto a hablar bien de las danzas cósmicas y las copulaciones divinas.
— Y recuerde — dijo Vijaya — que este tipo de cosas no son obligatorias. A todos se les ofrece una posibilidad de ir más adelante. Usted preguntó qué creía la niña que estaba haciendo. Se lo diré. Con una parte de su cerebro, cree que está hablando con una persona… una persona enorme, divina, a la que puede adularse con orquídeas para que le dé lo que ella quiere. Pero ya tiene edad suficiente para que se le haya hablado sobre los símbolos más profundos que representa la estatua de Amitabha y sobre las experiencias que dan nacimiento a esos símbolos más profundos. Por consiguiente, con otra parte de su cerebro sabe muy bien que Amitabha no es una persona. Incluso sabe, porque le ha sido explicado, que si las oraciones son a veces contestadas es porqué, en este extraño mundo psicofísico, si uno concentra los pensamientos en ellas, las ideas tienen tendencia a realizarse. Sabe, además, que este templo no es lo que aún le agrada pensar que es: la casa de Buda. Sabe que no es más que un diagrama de su propia mente inconsciente: una casita obscura, con lagartos que se pasean por el cielo raso y cucarachas en todas las grietas. Pero en el corazón de esa obscuridad llena de sabandijas está el Esclarecimiento. Y esa es otra de las cosas que hace la niña: aprende inconscientemente una lección sobre sí misma, se le dice que si deja sugerirse a sí misma lo contrario, podría llegar a descubrir que su pequeña mente atareada es también una Mente con M mayúscula.
— ¿Y cuándo aprenderá esa lección? ¿Cuándo dejará de ofrecerse a sí misma esas sugestiones?
— Puede que no la aprenda nunca. Muchas personas no la aprenden. Por otro lado, muchas sí la aprenden.
Tomó a Will del brazo y lo condujo hacia la obscuridad más intensa que había detrás de la imagen del Esclarecimiento. El cántico se tornó más claro y allí, apenas visible entre las sombras, se encontraba el cantor, un hombre muy viejo, desnudo hasta la cintura y, salvo los labios que se movían, tan rígidamente inmóvil como la estatua dorada de Amitabha.
— ¿Qué canta? — preguntó Will.
— Algo en sánscrito.
Siete sílabas incomprensibles, una y otra vez.
— ¿La buena y vieja repetición vana?
— No necesariamente vana — replicó Mrs. Rao —. A veces lo lleva a uno a alguna parte.
— Y lo lleva — agregó Vijaya —, no por lo que las palabras significan o sugieren, sino simplemente porque se las repite. Se puede repetir Hey Diddle Diddle y obtener los mismos resultados que con Om o Kyrie Eleison o La Ha illa 'liah. Y da resultados porque cuando uno está ocupado con Ja repetición de Hey Diddle Diddle o del nombre de Dios no puede preocuparse consigo mismo. Lo malo es que con la repetición de Hey Diddle Diddle puede llevarse tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, al no pensamiento de la idiotez, o hacia arriba, al no pensamiento de la pura conciencia.
— De modo que, si no entiendo mal, usted no recomendaría eso — dijo Will — a nuestra amiguita de las orquídeas.
— No, a menos que fuese extraordinariamente nerviosa o ansiosa. Cosa que no es. La conozco muy bien; juega con mis hijos.
— Y entonces, ¿qué haría usted en el caso de ella?
— Entre otras cosas — repuso Vijaya —, la llevaría, dentro de uno o dos años, al lugar a que vamos ahora.
— ¿Qué lugar?
— La sala de meditaciones.
Will lo siguió a través de una arcada y por un breve corredor. Pesados cortinados fueron separados y entraron en una gran habitación encalada, con un largo ventanal, a la izquierda, que daba sobre un jardinillo plantado con plátanos y árboles de pan. No había muebles; apenas pequeños cojines cuadrados sembrados por el suelo. En la pared opuesta a la ventana había un gran cuadro al óleo, Will le lanzó una mirada y luego se acercó para observarlo con más atención.
— ¡Caramba! — exclamó al cabo —. ¿De quién es?
— De Gobind Singh.
— ¿Y quién es Gobind Singh?
— El mejor paisajista que jamás haya producido Pala. Murió en el cuarenta y ocho.
— ¿Por qué no hemos visto nunca ningún cuadro de él? — Porque nos gustan demasiado como para exportarlos. — Muy bien — dijo Will —. Pero muy mal para nosotros. — Volvió a mirar el cuadro. — ¿Este hombre estuvo alguna vez en China?
— No, pero estudió con un pintor cantones que vivía en Pala. Y, por supuesto, ha visto muchas reproducciones de paisajes Sung.