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— Un maestro Sung — dijo Will — que prefirió pintar al óleo y que se interesó por el clarobscuro.

— Sólo después de que fue a París. Eso fue en 1910. Hizo amistad con Vuillard. Will asintió.

— Habría podido adivinarlo por la extraordinaria riqueza de la textura. — Continuó contemplando el cuadro en silencio. — ¿Por qué lo tienen colgado en la sala de meditación? — inquirió al cabo.

— ¿Por qué le parece? — preguntó Vijaya a su vez. — ¿Será porque esto es lo que ustedes llaman un diagrama mental?

— El templo era un diagrama. Esto es algo mejor. Es una manifestación real. Una manifestación de Mente con M mayúscula en una mente individual, en relación con un paisaje, con un lienzo y con la experiencia de pintar. De paso, es un cuadro del próximo valle, hacia el oeste. Pintado desde el lugar en que los cables de energía desaparecen sobre la cima.

— ¡Qué nubes! — exclamó Will —. ¡Y la luz! — La luz — aclaró Vijaya — de la última hora antes del ocaso. Ha acabado de llover y el sol vuelve a salir, más luminoso que nunca. Luminoso con la luz preternatural que cae al sesgo bajo un techo de nubes; la última, condenada, luz de la tarde, que motea todas las superficies que toca y profundiza todas las sombras.

— Profundiza todas las sombras — repitió Will para sí, mientras contemplaba el cuadro. La sombra, de ese gigantesco, alto continente de nubes, que obscurecía cordilleras enteras hasta convertirlas casi en una masa negra; y en la distancia media las sombras de islas de nubes. Y entre obscuridad y obscuridad una llamarada de arroz joven, o el calor rojo de tierra arada, la incandescencia de la piedra caliza al desnudo, Las obscuridades suntuosas y el brillo diamantino del follaje verde perenne. Y allí, en el centro del valle, había un grupo de casas con techos de paja, remotas y diminutas, ¡pero cuan claramente visibles, cuan perfectas y coherentes, cuan profundamente significantes! Sí, significantes. Pero cuando uno se preguntaba «¿De qué?» no encontraba respuesta. Will formuló la pregunta en palabras. — ¿Qué significan? — repitió Vijaya —. Significan precisamente lo que son. Lo mismo que las montañas, que las nubes, que las luces y las sombras. Y por eso es una imagen auténticamente religiosa. Los cuadros seudorreligiosos siempre se refieren a alguna otra cosa, a algo que está más allá de las cosas que representan; a alguna tontería metafísica, algún absurdo dogma de la teología local. Una imagen auténticamente religiosa es siempre intrínsecamente significativa. Por eso colgamos este tipo de cuadros en nuestra sala de meditación. — ¿Siempre paisajes?

— Casi siempre. Los paisajes pueden realmente recordar a las personas quiénes son.

— ¿Mejor que las escenas de la vida de un santo o Salvador?

Vijaya asintió.

— Es la diferencia, por empezar, entre lo objetivo y lo subjetivo. Una imagen de Cristo o de Buda no es otra cosa que el registro de algo observado por un behaviorista e interpretado por un teólogo. Pero cuando uno se ve ante un paisaje como este, le resulta psicológicamente imposible contemplarlo con los ojos de un J. B. Watson o la mentalidad de un Tomás de Aquino. Se ve casi obligado a someterse a su experiencia inmediata; se encuentra prácticamente forzado a ejecutar un acto de autoconocimiento. — ¿Autoconocimiento?

— Autoconocimiento — insistió Vijaya —. Esta visión del valle cercano es una visión, a la vez, de su propia mentalidad y de la mentalidad de todos, tal como existe por encima y por debajo del nivel de la historia personal. Misterios de obscuridad; pero la obscuridad hierve de vida. Apocalipsis de luz; y la luz brilla tan intensamente desde las frágiles casitas como desde los árboles, la hierba, los espacios azules de entre las nubes. Hacemos todo lo posible para refutar el hecho, pero sigue siendo un hecho; el hombre es tan divino como la naturaleza, tan infinito como el Vacío. Pero con eso nos acercamos peligrosamente a la teología, y nadie fue salvado jamás por una idea. Aténgase a los datos, aténgase a los hechos concretos. — Señaló el cuadro con un dedo. — El hecho de media aldea bañada por el sol y la otra mitad sumida en la sombra y el misterio. El hecho de esas montañas color añil y de las montañas de vapor, más fantásticas, que hay sobre ellas. El hecho de los lagos azules del cielo, de los lagos color verde pálido y siena en la tierra iluminada por el sol. El hecho de esas hierbas en primer plano, de esa mata de bambúes a unos metros ladera abajo, y el hecho, al mismo tiempo, de los picachos lejanos y de las absurdas casitas seiscientos metros más abajo, en el valle. La distancia — agregó entre paréntesis —, la capacidad para expresar el hecho de la distancia… ese es otro motivo de que los paisajes son los más auténticos cuadros religiosos.

— ¿Porque la distancia concede encanto a la visión? — No, porque le otorga realidad. La distancia nos recuerda que en el universo hay muchas cosas más que gente, que incluso la gente es mucho más que gente. Nos recuerda que existen espacios mentales dentro de nuestro cráneo, tan enormes como los espacios que hay fuera de él. La experiencia de la distancia, de la interior y la exterior, de la distancia en el tiempo y en el espacio es la experiencia religiosa primera y fundamental. «Oh Muerte en vida, los días que ya han pasado»…;y Oh los lugares, la infinita cantidad de lugares que no son este lugar! Placeres pasados, desdichas y percepciones anteriores… todo tan intensamente vivo en nuestro recuerdo y sin embargo todo muerto, muerto sin esperanza de resurrección. Y la aldea allá abajo, en el valle, vista con tanta claridad en la sombra, tan real e indubitable, y sin embargo tan desesperanzadamente fuera del alcance de la mano, incomunicada. Un cuadro como ese es la prueba de la capacidad del hombre para aceptar todas las muertes en vida, todas las ausencias que rodean cada una de las presencias. En mi opinión — agregó Vijaya —, el peor aspecto del arte no representativo de ustedes es su sistemática bidimensionalidad, su negativa a tener en cuenta la experiencia universal de la distancia. Como objeto coloreado, un cuadro de expresionismo abstracto puede ser muy hermoso. También puede servir como un tipo de manchón de tinta Rohrshach glorificado. Todos pueden encontrar en él una expresión simbólica de sus propios temores, apetitos, odios y ensueños diurnos. ¿Pero se puede encontrar alguna vez en él esos hechos más que humanos (o quizás haya que decir esos otros que no son tan demasiado humanos) que uno descubre en sí mismo cuando la mente se ve ante las distancias exteriores de la naturaleza, o ante las distancias simultáneamente interiores y exteriores de un paisaje pintado como este que estamos contemplando? Lo único que sé es que en las abstracciones de ustedes no encuentro las realidades que se revelan aquí por sí mismas, y dudo de que nadie pueda encontrarlas. Y es por eso que ese expresionismo no objetivo, abstracto, de ustedes, tan de moda, resulta ser tan fundamentalmente irreligioso… y también, si me permite agregar, por eso las mejores expresiones del mismo son tan profundamente aburridas, tan insondablemente triviales.

— ¿Viene usted aquí a menudo? — preguntó Will luego de un silencio.

— Cada vez que siento deseos de meditar en un grupo, y no a solas.

— ¿Con cuánta frecuencia le sucede eso? — Una vez por semana, más o menos. Pero, por supuesto, a algunas personas les agrada hacerlo más a menudo… ya otras muy de vez en cuando o nunca. Depende del temperamento de uno. Ahí tiene a nuestra amiga Susila, por ejemplo… Necesita grandes dosis de soledad, de modo que muy pocas veces viene a la sala de meditación. En tanto que Shanta (mi esposa) gusta de venir casi todos los días.

— Lo mismo que yo — dijo Mrs. Rao —. Pero es lógico — agregó con una carcajada —. A las personas obesas les gusta la compañía… incluso cuando meditan.

— ¿Y meditan ustedes acerca de este cuadro?

— No acerca de él. Desde él, si entiende lo que quiero decirle. O más bien paralelamente a él. Lo miro, y lo miran otras personas, y nos recuerda quiénes somos y qué no somos, y de qué manera lo que no somos podría convertirse en lo que somos.