Durante un largo minuto hubo silencio, interrumpido sólo por los mellizos, que no habían aprendido a comer sin hacer chasquear los labios.
— ¿Podemos tragar ahora? — preguntó al cabo uno de los chiquillos.
Shanta asintió. Todos tragaron. Hubo un tintineo de cucharas y un estallido de conversaciones de bocas llenas.
— Bien — preguntó Shanta —, ¿qué sabor tuvo su agradecimiento de la comida?
— El de una larga sucesión de cosas distintas — respondió Will —. O más bien una sucesión de variaciones del tema fundamental del arroz con cúrcuma y pimientos rojos y zucchini y algo de hoja que no reconozco. Resulta interesante: no es siempre lo mismo. En realidad no lo había advertido hasta ahora.
— Y mientras prestaba atención a esas cosas ¿no se sintió momentáneamente liberado de los ensueños diurnos, de los recuerdos, las previsiones, de las ideas tontas… de todos los síntomas de usted?
— ¿Acaso el saborear no es yo?
Shanta miró a su esposo, sentado al otro extremo de la mesa.
— ¿Qué dirías tú, Vijaya?
— Diría que está entre el yo y el no yo. Saborear es el no yo que hace algo por todo el organismo. Y al mismo tiempo saborear es el yo consciente de lo que sucede. Y ese es el sentido de nuestro agradecimiento de masticación: hacer que el yo tenga más conciencia de lo que hace el no yo.
— Muy bonito — comentó Will —. ¿Pero cuál es el sentido del sentido?
Fue Shanta la que respondió.
— El sentido del sentido — dijo — es el de que, cuando ha aprendido a prestar mayor atención al no yo en el ambiente (es decir, el alimento) y al no yo de su propio organismo (sus sensaciones gustativas), puede encontrarse de pronto prestando atención al no yo del lado más alejado de la conciencia; o quizá sea mejor decirlo al revés — continuó —. Al no yo del extremo más alejado de la conciencia le resultará más fácil hacerse conocer a un yo que ha aprendido a tener más conciencia de su no yo en el aspecto fisiológico. — Fue interrumpida por un ruido de algo que se rompe, seguido por un aullido de uno de los mellizos. — Después de lo cual — continuó, mientras limpiaba la mancha del piso — es preciso considerar el problema del yo y el no yo en relación con personas que tienen menos de un metro de estatura. Se entregará un premio de sesenta y cuatro mil decenas de millones de rupias a quien ofrezca una solución perfecta. — Enjugó los ojos del niño, le hizo sonarse la nariz, le dio un beso y fue a la cocina a buscar otro tazón de arroz.
— ¿Qué ocupaciones tienen para esta tarde? — preguntó Vijaya cuando terminó el almuerzo.
— Estamos en el servicio de espantapájaros — respondió Tom Krishna con aire importante.
— En el campo que está un poco más abajo de la escuela — agregó Mary Sarojini.
— Entonces los llevaré en el auto — dijo Vijaya. Se volvió hacia Will Farnaby y le preguntó —: ¿Quiere venir?
Will asintió.
— Y si se puede — dijo —, me gustaría ver la escuela, ya que estoy en eso… Concurrir, quizás, a una de las clases.
Shanta los saludó desde la galería y unos minutos más tarde pudieron ver el jeep estacionado.
— La escuela está al otro lado de la aldea — explicó Vijaya mientras ponía en marcha el motor —. Tendremos que tomar por el atajo. Desciende y vuelve a subir.
Bajaron por los arrozales, maizales y campes de batatas escalonados, se encontraron en terreno llano, siguiendo una línea que contorneaba los campos, con un barroso y pequeño estanque de peces a la izquierda y un huerto de árboles de pan a la derecha, y por último volvieron a subir a través de más campos, algunos verdes, otros dorados… y allí estaba el edificio de la escuela, blanco y espacioso bajo sus altos árboles de sombra.
— Y allí — dijo Mary Sarojini — están nuestros espantapájaros.
Will miró en la dirección en que señalaba la niña. En el más cercano de los campos escalonados debajo de ellos el arroz estaba ya a punto de ser cosechado. Dos chiquillos de taparrabos rojos y una niñita de faldas azules se turbaban tirando de las cuerdas que ponían en movimiento dos marionetas de tamaño natural, unidas a estacas, en ambos extremos del angosto campo. Los muñecos eran de madera, hermosamente tallados y ataviados, no con guiñapos, sino con las telas más espléndidas. Will los contempló con asombro.
— Salomón, en toda su gloria — exclamó —, no estuvo vestido como uno de esos.
Pero Salomón, continuó reflexionando, no era más que un rey, en tanto que esos magníficos espantapájaros eran seres de un orden superior. Uno era un Futuro Buda, el otro una versión deliciosamente alegre, de las Indias orientales, del Dios Padre tal como se lo puede ver en la Capilla Sixtina, volando sobre el Adán recién creado. A cada tirón de la cuerda el Futuro Buda meneaba la cabeza, descruzaba las piernas, que tenía en la postura del loto, bailaba un breve fandango en el aire, volvía a cruzarlas y permanecía inmóvil un instante, hasta que un nuevo tirón de la cuerda perturbaba de nuevo sus meditaciones. Entretanto, el Dios Padre agitaba el brazo extendido, blandía el índice en portentosa advertencia, abría y cerraba la boca orlada de crin y hacía girar un par de ojos que, hechos de vidrio, despedían un fuego conminatorio hacia cualquier pájaro que osara acercarse al arroz. Mientras tanto una brisa vivaz agitaba sus vestiduras, de color amarillo vivo, con un audaz diseño — castaño, blanco y negro — de tigres y monos, en tanto que el magnífico atavío del Futuro Buda, de rayón rojo y anaranjado, se inflaba y gualdrapeaba en torno de su cuerpo con un cólico tintineo de decenas de campanitas de plata.
— ¿Todos los espantapájaros de ustedes son así? — preguntó Will.
— Es una idea del Viejo Raja — contestó Vijaya —. Quería que los niños entendieran que todos los dioses son de fabricación casera, y que nosotros somos quienes tiramos de sus cuerdas y les damos el poder necesario para que tiren de las nuestras.
— Los hacemos danzar — dijo Tom Krishna — y agitarse. — Rió, encantado.
Vijaya extendió una enorme mano y palmeó la morena cabeza rizada del niño.
— ¡Ese es el espíritu! — Y volviéndose de nuevo a Will, dijo, en lo que evidentemente era una imitación de la forma de hablar del Viejo Raja —: Comillas «Dioses» cierra comillas: su único gran mérito (aparte de ahuyentar a los pájaros y comillas «a los pecadores» cierra comillas, y de vez en cuando, quizá consolar a los desdichados) consiste en lo siguiente: ser elevados en lo alto de postes, para que tengan que ser mirados desde abajo; y cuando uno mira hacia arriba, aunque sea a un dios, difícilmente puede dejar de ver el cielo. ¿Y qué es el cielo? Aire y luz dispersa; pero también un símbolo del ilimitado y (perdone la metáfora) preñado vacío del cual todo, lo vivo y lo inanimado, los fabricantes de muñecos y sus divinas marionetas, surge al universo que conocemos… o más bien que creemos conocer.
Mary Sarojini, que había estado escuchando con atención, asintió.
— Papá solía decir — intervino — que mirar a los pájaros en el cielo era aun mejor. Las aves no son palabras, solía decir. Las aves son reales. Tan reales como el cielo. — Vijaya detuvo el coche.
— Diviértanse — dijo, cuando los niños saltaron fuera del vehículo —. Háganlos bailar y agitarse.
Gritando, Tom Krishna y Mary Sarojini corrieron a unirse al grupito del campo que se extendía debajo del camino.
— Y ahora veamos los aspectos más solemnes de la educación. — Vijaya llevó el jeep al sendero que terminaba en la escuela. — Dejaré el coche aquí y volveré caminando a la estación. Cuando se haya cansado, haga que alguien lo lleve a su casa. — Apagó el motor y entregó a Will la llave.
En la oficina de la escuela, Mrs. Narayan, la directora, conversaba con un hombre canoso, de rostro largo, más bien melancólico, parecido al de un sabueso lleno de arrugas y pliegues, sentado frente a su escritorio.