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— He aquí un caso sencillo — dijo la directora —. Un niño colérico o frustrado ha acumulado suficiente energía para un estallido de lágrimas, de lenguaje obsceno o de riña. Si la energía engendrada es suficiente para cualquiera de esas cosas, es suficiente también para correr o bailar; más que suficiente para cinco inspiraciones profundas. Más tarde le mostraré algo de esa danza. Por el momento limitémonos a las inspiraciones. Cualquier persona irritada que inspira cinco veces en forma profunda libera una gran proporción de tensión, con lo cual le resulta más fácil comportarse de modo racional. Entonces enseñamos a nuestros chicos toda clase de juegos respiratorios, que deben ser jugados cada vez que están furiosos o trastornados. Algunos de los juegos son competitivos. ¿Cuál de los dos antagonistas puede inspirar más profundamente y decir «OM» en la espiración durante más tiempo? Es un duelo que termina casi siempre con la reconciliación. Pero es claro que hay muchas ocasiones en que la respiración competitiva resulta fuera de lugar. Y entonces existe un jueguito que un niño exasperado puede jugar por sí mismo, un juego basado en las tradiciones locales. Todos los niños palaneses han sido educados en medio de leyendas budistas, y en la mayoría de esos piadosos relatos fantásticos alguien tiene una visión de un ser celestial. Un Bodhisattva, digamos, en un estallido de luces, joyas y arco iris. Y junto con la gloriosa visión hay siempre una olfacción igualmente gloriosa; los fuegos de artificio son acompañados por un perfume indeciblemente delicioso. Y bien, tomamos esas fantasías tradicionales — que se basan todas, ni falta hace decirlo, en experiencias visionarias reales del tipo provocado por el ayuno, las privaciones sensoriales o los hongos — y las ponemos a trabajar. Los sentimientos violentos, les decimos a los niños, son como los terremotos. Nos sacuden con tanta fuerza, que aparecen resquebrajaduras en la pared que separa nuestro yo personal de la naturaleza universal, compartida, de Buda. Uno se enoja, algo se resquebraja dentro de uno y a través de la grieta sale una bocanada del celestial aroma del esclarecimiento. Como la champaca, como el ilang-ilang, como las gardenias… sólo que infinitamente más maravilloso. De modo que no se pierdan esa celestialidad que han dejado en libertad por accidente. Eso sucede cada vez que se enojan. Inspiren, inhálenla, llénense los pulmones de ella.

— ¿Y lo hacen?

— Luego de unas semanas de aprendizaje, la mayoría de ellos lo hacen con naturalidad. Y, lo que es más, muchos de ellos perciben de veras el perfume. El antiguo «No» represivo ha sido traducido a un nuevo, expresivo y compensatorio «Sí». La energía potencialmente dañina ha sido reorientada hacia canales donde no sólo es inofensiva, sino que incluso puede llegar a ser útil. Y entretanto, por supuesto, hemos estado dándole al niño una educación, sistemática y graduada en forma cuidadosa, en lo referente a Ja percepción y al empleo adecuado del lenguaje. Se les enseña a prestar atención a lo que ven y oyen, y al mismo tiempo se les pide que adviertan en qué forma sus sentimientos y deseos afectan las experiencias que tienen del mundo exterior, y en qué forma sus costumbres de lenguaje afectan, no sólo sus sentimientos y deseos, sino incluso sus sensaciones. Lo que mis oídos y mis ojos registran es una cosa; lo que las palabras que utilizo y el talante en que me encuentro y los objetivos que persigo me permiten percibir, encontrar sentido y actuar en consonancia con ello es algo muy distinto. Ya ve, pues, que todo es unido en un solo proceso educacional. Les damos a los niños, simultáneamente, una educación para percibir e imaginar, una educación en fisiología y psicología aplicada, una educación en ética práctica y religión práctica, una educación en el empleo adecuado del idioma y una educación en materia de autoconocimiento. En una palabra, una educación de toda la mente-cuerpo en todos sus aspectos.

— ¿Qué relación — preguntó Will — tiene esta complicada educación de la mente-cuerpo con la educación formal? ¿Ayuda al niño a hacer sumas, a escribir con arreglo a las normas gramaticales, a entender la física elemental?

— Ayuda mucho — respondió Mr. Menon —. Una mente-cuerpo educada aprende con más rapidez que una no educada. Además, es más capaz de vincular los hechos con las ideas, y las dos cosas con su propia vida en desarrollo. — De pronto, y sorprendentemente (porque ese largo rostro melancólico le daba a uno la impresión de ser incompatible con expresión alguna de alegría más enfática que una simple sonrisa fatigada) estalló en una larga carcajada. — ¿Cuál es el chiste?

— Estaba pensando en dos personas que conocí la última vez que estuve en Inglaterra. En Cambridge. Una era un físico atómico, la otra un filósofo. Ambos altamente eminentes. Pero uno tenía una edad mental, fuera del laboratorio, de unos once años, y el otro era un devorador compulsivo de alimentos, con un problema de obesidad que se negaba a encarar. Dos ejemplos extremos de lo que sucede cuando se toma a un chico inteligente, se le endilgan quince años de la educación formal más intensiva y se descuida por completo todo lo que tenga que ver con la mente-cuerpo, que es la que debe realizar las tareas de aprender y vivir.

— ¿Y el sistema de ustedes, supongo, no produce ese tipo de monstruos académicos?

Él subsecretario sacudió la cabeza.

— Hasta que fui a Europa no había visto nada por el estilo. Son grotescamente graciosos — agregó —. Pero, ¡cielos, cuan patéticos! ¡Y, pobres, cuan curiosamente repulsivos!

— Ser patética y curiosamente repulsivos: ese es el precio que pagamos por la especialización.

— Por la especialización — convino Mr. Menon —, pero no en el sentido en que usan ustedes en general la palabra. La especialización en ese sentido es necesaria e inevitable. Sin especialización no hay civilización. Y si uno educa toda la mente-cuerpo junto con el intelecto utilizador de símbolos, ese tipo de especialización necesaria no produce mucho daño. Pero ustedes no educan la mente-cuerpo. La cura que tienen para el exceso de especialización científica consiste en unos cuantos cursos más de humanidades. ¡Excelente! Toda educación tendría que incluir cursos de humanidades. Pero no nos engañemos con el nombre. En sí mismas las humanidades no humanizan. No son más que otra forma de especializaron en el plano simbólico. Leer a Platón o escuchar una disertación sobre T. S. Eliot no educa a todo el ser humano; como los cursos de física o química, no hace más que educar al manipulador de símbolos y deja todo el resto de la mente-cuerpo viviente en su estado prístino de ignorancia e ineptitud. De ahí todas esas patéticas y repulsivas criaturas que tanto me asombraron en mi primer viaje al extranjero.

— ¿Y qué hay de la educación formal? — interrogó Will entonces —. ¿Qué hay de la indispensable información y de las necesarias habilidades intelectuales? ¿Las enseñan ustedes como nosotros?

— Las enseñamos como probablemente las enseñarán ustedes dentro de diez o quince años. Tomemos las matemáticas, por ejemplo. En el plano histórico, las matemáticas comenzaron con la elaboración de tretas útiles, se elevaron hacia la metafísica y finalmente se explicaron por sí mismas en términos de estructura y de trasformaciones lógicas. En nuestras escuelas invertimos el proceso histórico. Comenzamos con la estructura y la lógica; luego, pasando por alto la metafísica, pasamos de los principios generales a las aplicaciones particulares.

— ¿Y los niños entienden?

— Mucho mejor que cuando se empieza con las tareas utilitarias. Desde los cinco años en adelante casi cualquier niño inteligente puede aprender casi cualquier cosa, siempre que se la presenten en la forma adecuada. Lógica y estructura en forma de juegos y acertijos. Los niños juegan y entienden el asunto con increíble rapidez. Después de lo cual se puede pasar a las aplicaciones prácticas. Enseñado de esa manera, la mayoría de los chicos pueden aprender tres veces más, cuatro veces más a fondo, en la mitad del tiempo. O considere otro terreno en el que se pueden utilizar juegos para implantar una comprensión de principios básicos. Todo el pensamiento científico se desarrolla en términos de probabilidad. Las viejas verdades eternas no son más que un alto grado de probabilidad; las leyes inmutables de la naturaleza no son más que promedios estadísticos. ¿Cómo se pueden introducir estas nociones profundamente poco evidentes en la cabeza de los niños? Jugando a la ruleta con ellos, haciendo girar monedas y echando a suertes. Enseñándoles juegos con naipes, tableros y dados.