Los dos interpelados negaron con la cabeza.
— Pues no lo lean — aconsejó Will —. Estuve en Dresde cinco meses después del bombardeo de febrero. Cincuenta o sesenta mil civiles, la mayoría refugiados que huían de los rusos, quemados vivos en una sola noche. Y todo porque el pequeño Adolf jamás aprendió ecología — lanzó su feroz sonrisa castigada —, porque jamás le enseñaron los principios fundamentales de la conservación. — Uno convertía eso en un chiste porque era demasiado horrible como para decirlo en serio.
Mr. Menon se puso de pie y tornó su cartera.
— Tengo que irme. — Estrechó la mano a Will. Había sido un placer, y tenía la esperanza de que Mr. Farnaby gozara de su estadía en Pala. Entretanto, si quería conocer algo más sobre la educación palanesa, no tenía más que preguntárselo a Mrs. Narayan. Nadie tenía mejores condiciones para actuar de guía e instructor.
— ¿Le gustaría visitar algunas de las clases? — preguntó Mrs. Narayan cuando el subsecretario hubo salido.
Will se puso de pie, la siguió fuera de la habitación y por un corredor.
— Matemáticas — dijo la directora mientras abría una puerta —. Y este es el quinto superior. Lo dirige Mrs. Anand.
Will hizo una inclinación de cabeza cuando lo presentaron. La canosa maestra le dedicó una sonrisa y susurró:
— Como verá, estamos profundamente concentrados en un problema.
Will miró en torno. Ante sus pupitres, una veintena de muchachos y niñas fruncían el ceño, en concentrado silencio, mordiendo los lápices y estudiando sus cuadernos. Las cabezas inclinadas eran morenas y cuidadosamente peinadas. Por sobre los pantaloncitos color caqui o blancos, por sobre las largas faldas de vivos colores, los dorados cuerpos relucían con el calor. El cuerpo de los jóvenes mostraba la jaula de las costillas por debajo de la piel; el de las muchachas, más pleno, más suave, con la hinchazón de los pequeños pechos, firmes, altos, elegantes como invenciones de un escultor rococó de ninfas. Y todos los consideraban con absoluta normalidad. ¡Qué alivio, reflexionó Will, estar en un lugar en el que la Caída era una doctrina caduca!
Entretanto Mrs. Anand explicaba — sotto poce para no distraer de su tarea a los solucionadores de problemas — que siempre dividía su clase en dos grupos. El grupo de los visualizadores, que pensaban en términos geométricos, como los antiguos griegos, y el de los no visualizadores, que preferían el álgebra y las abstracciones sin imágenes. Un tanto a desgana, Will apartó su atención del hermoso mundo no caído de los cuerpos juveniles y se resignó a adoptar un interés inteligente por la diversidad humana y la enseñanza de las matemáticas.
Al cabo se despidieron. En la puerta siguiente, en una aula celeste adornada con grabados de animales tropicales, Bodhisattvas y sus Shakti de opulentos pechos, el quinto inferior recibía su lección bisemanal de filosofía aplicada elemental. Aquí los pechos eran más pequeños, los brazos más delgados y menos musculosos. Apenas hacía un año que habían abandonado la infancia.
— Los símbolos son públicos — decía el joven que se encontraba ante el encerado cuando Will y Mrs. Narayan entraron en el aula. Trazó una hilera de circulitos y los números 1, 2, 3, 4, 5 —. Estas son personas — explicó. Luego, de cada uno de los circulitos llevó una raya hasta un cuadrado que había a la izquierda del encerado. En el centro del cuadrado escribió S —. S es el sistema de símbolos que la gente usa cuando quiere hablar entre sí. Todos hablan el mismo idioma: inglés, palanés, esquimal, según donde vivan. Las palabras son públicas; pertenecen a todos los que hablan un idioma dado: figuran en los diccionarios. Y ahora miremos las cosas que suceden ahí. — Señaló la ventana abierta. Media docena de loros de vivos colores, dibujados contra una nube blanca, apareció ante la vista, pasó por detrás de un árbol y desapareció. El maestro dibujó un segundo cuadrado en el extremo opuesto de la pizarra y lo designó con A de «acontecimientos», uniéndolo a los círculos por medio de líneas. — Lo que sucede ahí afuera es público… o por lo menos bastante público — especificó —. Y lo que sucede cuando uno pronuncia o escribe palabras también es público. Pero las cosas que suceden dentro de estos circulitos son privadas. Privadas. — Se llevó una mano al pecho. — Privado. — Se frotó la frente. — Privado. — Se tocó los párpados y la punta de la nariz con un índice moreno. — Y ahora hagamos un experimento sencillo. Digan la palabra «pellizco».
— Pellizco — rugió la clase al unísono —. Pellizco…
— P-E-LL–I-Z-C-O… pellizco. Eso es público, es algo que pueden buscar en el diccionario. Pero ahora pellízquense. ¡Con fuerza! ¡Más fuerte!
Con un acompañamiento de risitas contenidas, de ayes y oh, los niños hicieron lo que se les pedía.
— ¿Alguien puede sentir lo que siente la persona sentada a su lado?
Hubo un coro de No.
— De modo que según parece — dijo el joven —, hay… veamos, ¿cuántos somos? — Pasó la vista por los pupitres que tenía ante sí. — Parece que tenemos veintitrés dolores separados y distintos. Veintitrés en esta habitación. Casi tres mil millones en todo el mundo. Más los dolores de todos los animales. Y cada uno de estos dolores es estrictamente privado. No hay forma de trasmitir la experiencia de un centro de dolor a otro centro de dolor. No existe comunicación alguna, a no ser la indirecta, a través de S. — Señaló el cuadrado de la izquierda del encerado, y luego los círculos del centro. — Aquí hay dolores privados en 1, 2, 3, 4, 5. Aquí, en S, hay noticias sobre los dolores privados, y en S se puede decir «pellizco», que es una palabra pública que figura en el diccionario. Y adviertan esto: hay una sola palabra pública, «dolor», para tres mil millones de experiencias privadas, cada una de las cuales es probablemente tan distinta de todas las demás como mi nariz es diferente de las de ustedes y las de ustedes distintas unas de otras. Una palabra sólo representa las formas en que las cosas o los sucesos del mismo tipo general se parecen unas a otras. Por eso la palabra es pública. Y como es pública, no puede representar las formas en que los sucesos del mismo tipo general son distintos el uno del otro.
Hubo un silencio. Luego el maestro levantó la vista y formuló una pregunta.
— ¿Alguien sabe algo sobre Mahakasyapa?
Se levantaron varias manos. Señaló con el dedo a una chiquilla de faldas azules y collar de conchas que se sentaba en la fila de adelante.
— Dínoslo tú, Amiya.
Casi sin aliento, ceceante, Amiya comenzó a hablar.
— Mahakazyapa — dijo — fue el único de los dizípulos que zabía de qué hablaba el Buda.
— ¿Y de qué hablaba?
— No hablaba. Por ezo no lo entendían.
— Pero Mahakasyapa entendió lo que decía aunque no hablaba… ¿no es así?
La chiquilla asintió. Así era.
— Elloz creían que iba a predicar un zermón — dijo —. Pero no lo hizo. Zólo recogió una flor y la levantó para que todoz la mirazen.
— Y ese fue el sermón — gritó un chiquillo de taparrabos amarillo que había estado retorciéndose en su asiento, incapaz de contener sus deseos de comunicar lo que sabía.
— Pero nadie pudo entender eze tipo de zermón. Nadie, zalvo Mahakazyapa.
— ¿Y qué hizo Mahakasyapa Cuando el Buda levantó la flor?
— ¡Nada! — gritó triunfalmente el taparrabos amarillo.
— Zólo zonrió — agregó Amiya —. Y ezo le demoztró al Buda que entendía de qué ze trataba. Y entonzez le zonrió a zu vez, y eztuvieron ahí, zonriéndoze y zonriéndoze.
— Muy bien — dijo el maestro —. Y ahora — se volvió hacia el taparrabos amarillo — veamos qué piensas que entendió Mahakasyapa.