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— ¿Hasta qué punto es efectiva la educación de ustedes en el arte de la receptividad? — interrogó Will.

— Hay grados de receptividad — contestó ella —. Muy poca en una lección de ciencias, por ejemplo. La ciencia comienza con la observación; pero la observación siempre es selectiva. Hay que observar el mundo a través de un enrejado de conceptos proyectados. Luego toma uno la medicina moksba y de pronto casi no quedan conceptos. No selecciona para clasificar inmediatamente lo que experimenta; no hace más que absorberlo. Es como ese poema de Words-worth: «Trae contigo un corazón que mire y reciba.» En esas sesiones de construcción de puentes que le describí hay, todavía mucha afanosa selección y proyección, pero no tanta como en las precedentes lecciones de ciencias. Los niños no se convierten de repente en pequeños Tathagata; no llegan a la pura receptividad que viene con la medicina moksba. Muy lejos de ello. Lo único que se puede decir es que aprenden a tomar con calma los nombres y las nociones. Durante un tiempo absorben más de lo que emiten.

— ¿Qué les hacen hacer con lo que han absorbido?

— Simplemente les pedimos — respondió Mrs. Narayan con una sonrisa — que intenten lo imposible. Se les dice que traduzcan su experiencia en palabras. Como un objeto dado puro, desconceptualizado, ¿qué es esta flor, esta rana disecada, este planeta que se ve en el otro extremo del telescopio? ¿Qué significa? ¿Qué les hace pensar, sentir, imaginar, recordar? Traten de escribirlo. No lo lograrán, por supuesto, pero inténtenlo. Los ayudará a entender la diferencia que hay entre las palabras y los sucesos, entre saber algo acerca de las cosas y conocerlas. «Y cuando hayan terminado de escribir, les decimos, vuelvan a mirar la flor y después de mirarla cierren los ojos uno o dos minutos. Luego dibujen lo que vean sus ojos cuando están cerrados. Dibujen lo que sea… algo vago o vivido, algo parecido a la flor o en todo sentido distinto de ella. Dibujen lo que vieron o aun lo que no vieron; dibújenlo y coloréenlo con pinturas o lápices de color. Luego descansen otra vez y después de eso comparen el primer dibujo con el segundo; comparen la descripción científica de la flor con lo que escribieron acerca de ella cuando analizaban lo que veían, cuando se comportaron como si no supiesen nada sobre la flor y permitieron que el misterio de su existencia penetrase en ustedes, así, como del cielo. Luego comparen los dibujos y lo que han escrito con los dibujos y lo que escribieron los otros alumnos. Verán que las descripciones analíticas y las ilustraciones son muy similares, en tanto que los dibujos y las composiciones del otro tipo son muy distintos entre sí. ¿Cómo se vincula todo esto con lo que aprendieron en la escuela, en el hogar, en la selva, en el templo?» Decenas de preguntas, todas ellas insistentes. Los puentes tienen que ser construidos en todas direcciones. Se empieza con la botánica, o con cualquier otra materia del programa, y al final de la sesión de construcción de puentes se encuentra uno pensando en la naturaleza del lenguaje, en los distintos tipos de experiencias, en la metafísica y en la conducta en la vida, en el conocimiento analítico y en la sabiduría de la Otra Orilla.

— ¿Cómo se las arreglaron para enseñar a los maestros que ahora enseñan a los niños a construir esos puentes?

— Comenzamos a enseñar a los maestros hace ciento siete años — contestó Mrs. Narayan —. Clases de jóvenes y muchachas que habían sido educados en la forma palanesa tradicional. Ya sabe: buenos modales, agricultura, bellas artes, oficios, el todo salpicado con un poco de medicina popular, de física y biología de comadres, y de creencia en el poder de la magia y en la verdad de los cuentos de hadas. Nada de ciencias, ni historia, ni conocimiento de nada de lo que sucedía en el mundo exterior. Pero esos futuros maestros eran piadosos budistas; la mayoría de ellos practicaban la meditación y casi todos habían leído u oído hablar mucho de la filosofía mahayana. Eso quería decir que en los terrenos de metafísica aplicada y psicología habían sido educados mucho más a fondo y en forma mucho más realista que en la parte del mundo donde vive usted. El doctor Andrew era un humanista científicamente educado, antidogmático, que había descubierto el valor del mahayana puro y aplicado. Su amigo, el raja, era un budista tántrico que había descubierto el valor de la ciencia pura y aplicada. Por consiguiente, ambos veían con claridad que para ser capaces de enseñar a los niños a ser seres humanos plenos, en una sociedad digna de que seres humanos plenos viviesen en ella, un maestro tenía primero que aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos.

— ¿Y qué opinaron los primeros maestros al respecto? ¿No se resistieron al proceso?

Mrs. Narayan negó con la cabeza.

— No se resistieron, por la sólida razón de que no se había atacado nada precioso. Se respetó su budismo. Lo único que se les pidió que abandonasen fue la ciencia de comadres y los cuentos de hadas. Y a cambio de eso recibieron todo tipo de hechos mucho más interesantes y teorías mucho más útiles. Todas esas cosas emocionantes del mundo occidental de ustedes, del conocimiento, el poder y el progreso, debían ser combinadas con las teorías del budismo y los hechos psicológicos de la metafísica aplicada, y en cierta medida subordinadas a ellos. En realidad no había en ese programa de «lo mejor de los dos mundos» nada que pudiese ofender las susceptibilidades incluso del más quisquilloso y ardiente de los patriotas religiosos.

— Pensaba en nuestros futuros maestros — dijo Will luego de un silencio —. En esta etapa tardía, ¿se les podrá enseñar? ¿Podrán aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos?

— ¿Por qué no? No tienen que abandonar ninguna de las cosas que tienen real importancia para ellos. El no cristiano podría seguir pensando en el hombre, y los cristianos continuar adorando a Dios. No habría cambio alguno, salvo que Dios tendría que ser pensado como inmanente y el hombre como potencialmente autotrascendente.

— ¿Y le parece que harían esos cambios sin alharacas? — Will rió. — Es usted una optimista.

— Una optimista — replicó Mrs. Narayan — por el sencillo motivo de que, si se encara un problema con inteligencia y en forma realista, los resultados tienen que ser bastante buenos. Esta isla justifica cierto optimismo. Y ahora vamos a echar una ojeada a la clase de danza.

Cruzaron un patio sombreado por árboles y, atravesando una puerta batiente, pasaron del silencio al rítmico palpitar de un tambor y al chillido de flautas que repetían una y otra vez una breve melodía pentatónica que en los oídos de Will sonó vagamente como escocesa.

— ¿Música viva o grabada? — preguntó.

— Cinta magnética japonesa — respondió Mrs. Narayan con laconismo. Abrió una segunda puerta que daba acceso a un gran gimnasio donde dos jóvenes barbudos y una pequeña anciana sorprendentemente ágil, ataviada con pantalones de raso negro, enseñaban a unos veinte o treinta chiquillos los pasos de una danza vivaz.

— ¿Qué es esto? — interrogó Will —. ¿Diversión o educación?

— Las dos cosas — contestó la directora —. Y también ética aplicada. Como esos ejercicios de respiración de que hablábamos hace poco…. sólo que más eficaz, porque es más violenta.

— Pisotéenlo — cantaban los niños al unísono. Y pisoteaban con todas sus fuerzas, con sus piececitos calzados con sandalias —. ¡Pisotéenlo! — Un furioso pisotón final y comenzaron de nuevo a brincar y girar, en otro movimiento de la danza.

— Esto se llama Danza de Rakshasi — explicó Mrs. Narayan.

— ¿Rakshasi? — preguntó Will —. ¿Qué es eso?

— Un Rakshasi es una especie de demonio. Muy grande, y sumamente desagradable. Personifica todas las más feas pasiones. La Danza de Rakshasi es un recurso para soltar esas peligrosas acumulaciones de vapor engendradas por la cólera y la frustración.