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— Mi bungalow — dijo el doctor MacPhail, y volviéndose hacia Murugan —; Permíteme que te ayude a subir los escalones.

IV

Tom Krishna y Mary Sarojini se habían ido a hacer su siesta con los hijos del jardinero vecino. En su sala sumida en la penumbra, Susila MacPhail estaba sentada a solas, con sus recuerdos de dichas pasadas y el actual dolor de su duelo. El reloj de la cocina dio la media hora. Se puso de píe con un suspiro, se calzó las sandalias y salió al tremendo resplandor del sol de la tarde. Levantó la vista al cielo. Por sobre los volcanes, enormes nubes trepaban hacia el cenit. Dentro de una hora llovería. Pasando de un estanque de sombra al siguiente, avanzó por el sendero bordeado de árboles. Con un súbito rumor de alas, una bandada de palomas salió volando de una de las higueras. Con las alas verdes y el pico color coral, el pecho cambiado de color como la madreperla, se alejaron hacia el bosque. ¡Cuan hermosas eran, cuan indeciblemente encantadoras! Susila estuvo a punto de volverse para sorprender la expresión de placer en el rostro de Dugald vuelto hacia arriba; se contuvo y bajó la mirada al suelo: Dugald ya no existía; no había más que ese dolor, como el dolor de un miembro fantasmal que continúa obedeciendo la imaginación, obedeciendo incluso las percepciones de los que han sufrido una amputación.

— Amputación — musitó para sí — amputación… — Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y apartó el pensamiento. La amputación no era una excusa para tenerse lástima, y, a pesar de que Dugald estaba muerto, los pájaros eran tan bellos como siempre y sus hijos, y todos los otros niños, tenían tanta necesidad como siempre de ser amados, ayudados y educados. Si la ausencia de él era tan constantemente presente, lo era para recordarle que en adelante debería amar por dos, vivir por dos, pensar por dos, percibir y entender, no sólo con sus ojos y cerebro, sino con el cerebro y los ojos que le habían pertenecido a él y, antes de la catástrofe, también a ella, en comunión de deleite e inteligencia.

Pero he ahí la cabaña del doctor. Subió los escalones, cruzó la galería y entró en la sala. Su suegro estaba sentado cerca de la ventana, bebiendo sorbitos de té frío de un jarro de barro y leyendo el Journal de Mycologie. Levantó la vista cuando ella se acercó y le dedicó una sonrisa de bienvenida.

— ¡Susila, querida mía! Me alegro de que hayas venido.

Ella se inclinó y le besó la barbuda mejilla.

— ¿Qué es eso que me ha contado Mary Sarojini? — inquirió —. ¿Es cierto que encontró a un náufrago?

— De Inglaterra… Pero vía China, Rendang y un naufragio. Un periodista.

— ¿Cómo es?

— Tiene el físico de un Mesías. Pero es demasiado inteligente para creer en Dios o estar convencido de su propia misión. Y aunque estuviese convencido, es demasiado sensible para cumplirla. Sus músculos querrían actuar y sus sentimientos creer; pero sus filetes nerviosos y su inteligencia no se lo permiten.

— De modo que sin duda se siente muy desdichado.

— Tanto, que se ve obligado a reír como una hiena.

— ¿Sabe él que ríe como una hiena?

— Lo sabe, y está más bien orgulloso de ello. Incluso hace epigramas al respecto. «Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta.»

— ¿Está muy gravemente herido?

— No mucho. Pero tiene fiebre. He comenzado a tratarlo con antibióticos. Ahora queda a tu cargo elevarle la resistencia y dar a la vis medicatrix naturae una oportunidad de actuar.

— Haré todo lo posible. — Luego, después de un silencio —: Fui a ver a Lakshmi — dijo —, al regreso de la escuela.

— ¿Qué tal la encontraste?

— Casi igual. No, quizás un poco más débil que ayer.

— Eso me pareció cuando la vi esta mañana.

— Por fortuna el dolor no parece empeorar. Todavía podemos encararlo en términos psicológicos. Y hoy la tratamos en lo referente a la náusea. Al cabo pudo beber algo. No creo que haya más necesidad de fluidos intravenosos.

— ¡Me alegro mucho! — exclamó él —. Esas inyecciones intravenosas eran una tortura. Tanta valentía frente a los peligros reales, pero cada vez que se trataba de una hipodérmica o una aguja en una vena, el terror más abyecto e irracional.

Pensó en aquella época, en los primeros tiempos de su matrimonio, en que perdió los estribos y la llamó cobarde por hacer tanto alboroto. Lakshmi había llorado y, después de someterse a su martirio, lo abrumó de remordimientos al pedirle que la perdonara. «Lakshmi, Lakshmi…».Y ahora, dentro de pocos días, estaría muerta. Después de treinta y siete años.

— ¿De qué hablaron? — preguntó.

— De nada en especial — respondió Susila. Pero la verdad es que habían hablado de Dugald y que no podía obligarse a repetir la conversación.

— Mi primer hijo — había susurrado la mujer agonizante —. No sabía que los niños pudieran ser tan hermosos. — Los ojos, hundidos y sombríos dentro del cráneo, se habían iluminado; los labios exangües habían sonreído. — Unas manos tan pequeñitas — decía la voz débil y ronca —, ¡una boquita tan ávida! — Y una mano casi descarnada tocó, temblorosa, el lugar en que, antes de la operación del año pasado, había estado su pecho. — No lo sabía — repitió. Y antes del suceso, ¿cómo habría podido saberlo? Fue una revelación, un apocalipsis de emoción y amar —. ¿Entiendes lo que quiero decir? — Y Susila había asentido. Entendía, por supuesto… lo había experimentado en relación con sus dos hijos, lo había sabido, en esos otros apocalipsis de emoción y amor, con el hombre en que se había convertido el pequeño Dugald, el de las manos minúsculas y la boca ávida.

— Solía tener miedo por él — había susurrado la mujer moribunda —. Era tan fuerte, tan tiránico; habría podido herir y amedrentar y destruir. Si se hubiese casado con otra mujer… ¡Me sentí tan feliz de que se casara contigo! — Desde el lugar donde había estado el pecho descarnado, la mano se movió para posarse en el brazo de Susila. Esta inclinó la cabeza y la besó. Ambas lloraban.

El doctor MacPhail suspiró, levantó la mirada y, como un hombre que ha salido del agua, se sacudió.

— El náufrago se llama Farnaby — dijo —. Will Farnaby.

— Will Farnaby — repitió Susila — Bien, será mejor que vaya a ver qué puedo hacer por él. — Se volvió y se alejó.

El doctor MacPhail la miró; luego se recostó contra el respaldo y cerró los ojos. Pensó en su hijo, pensó en su esposa… en Lakshmi, que se extinguía lentamente; en Dugald, que había sido como una ígnea y luminosa llama apagada de pronto. Pensó en la incomprensible secuencia de cambios y azares que componen una vida, en todas las bellezas y horrores y absurdos cuya conjunción crea el esquema, imposible de interpretar, pero divinamente significativo, del destino humano.

— Pobre muchacha — se dijo, recordando la expresión del rostro de Susila cuando le informó de lo que había sucedido a Dugald —, pobre muchacha. — Entretanto, ahí estaba ese artículo sobre los hongos alucinógenos, en el Journal de Mycologie. Esa era otra de las cosas extrañas que aparecían en el esquema. Recordó las palabras de uno de los raros poemitas del Viejo Raja:

Todas las cosas, hacia todas las cosas absolutamente indiferentes, trabajan juntas a la perfección, en discordia, por un Bien que está más allá del bien, por un Ser más intemporal en su transitoriedad, más eterno en su desaparición que el Dios que está en el cielo.