— ¿No ama usted a su querida reina?
— Me hace hervir la sangre.
— Pues pisotéelo — canturreó Will, burlón.
— Tiene mucha razón — admitió ella con una carcajada —. Pero por desgracia esta fue una ocasión en que no resultaba posible hacer una Danza de Rakshasi. — El rostro se le iluminó con un repentino relámpago de picardía, y sin previo aviso le dio un puñetazo, sorprendentemente enérgico, en las costillas. — ¡Vaya! — exclamó —. Ahora me siento mejor.
XIV
Encendió el motor y se alejaron por el atajo; salieron otra vez al camino que pasaba por el otro extremo de la aldea y entraron en el patio de la Estación Experimental. Susila detuvo el vehículo ante una pequeña choza de techo de paja, igual a todas las demás. Subieron los seis escalones que conducían a la galería y entraron en una sala encalada.
A la izquierda había un ancho ventanal con una hamaca tendida entre los dos postes de madera que sobresalían del entrepaño.
— Para usted — dijo señalando la hamaca —. Puede tener la pierna levantada. — Y cuando Will se acomodó en la red, le preguntó, mientras acercaba una silla de mimbre y se sentaba junto a él —: ¿De qué hablaremos?
— ¿Qué le parece si hablamos sobre lo bueno, lo verdadero y lo hermoso? O quizá — sonrió — sobre lo feo, lo malo y lo más verdadero aun.
— Yo pensaba — replicó ella, haciendo caso omiso de su tentativa de ingeniosidad — que podíamos seguir desde el punto en que dejamos la otra vez… continuar conversando de usted.
— Precisamente eso es lo que sugerí… Lo feo, lo malo y lo más cierto que toda la verdad oficial.
— ¿Esta es una exhibición de su estilo de conversación? — inquirió ella —. ¿O de veras quiere hablar de usted?
— De veras — aseguró él —. Desesperadamente. Con tanta desesperación como no quiero hablar de mí. De ahí, como habrá advertido, mi implacable interés por el arte, la ciencia, la filosofía, la política, la literatura… Cualquier cosa, menos lo único que a la postre tiene alguna importancia. Hubo un prolongado silencio. Luego, en un tono de negligente reminiscencia, Susila comenzó a hablar sobre la catedral de Wells, sobre el llamado de los grajos, sobre los blancos cisnes que flotaban entre los reflejos de las nubes flotantes. Pocos minutos más tarde también flotaba él.
— Me sentí muy dichosa la última vez que estuve en Wells — dijo Susila —. Maravillosamente dichosa. Y también usted, ¿verdad?
Will no respondió. Recordaba los días pasados en el verde valle, años atrás, antes de que él y Molly se casaran, antes de que fuesen amantes. ¡Qué paz! ¡Qué mundo sólido, vivo, limpio de gusanos, lleno de hierbas y flores! Y entre ellos fluía entonces el tipo de sentimiento natural, no deformado, que no había experimentado desde los lejanos días en que la tía Mary aún estaba viva. La única persona a quien había querido de veras… y allí, en Molly, tenía a su sucesora. ¡Qué dicha! Amor traspuesto a otra clave… pero la melodía, las ricas y sutiles armonías eran las mismas. Y luego, la cuarta noche de la estadía, Molly golpeó en la pared que separaba las habitaciones de ambos, y él encontró su puerta entreabierta; buscó a tientas, en la obscuridad, la cama, en la que, concienzudamente desnuda, la Hermana de Caridad hacía lo posible para representar el papel de la Esposa del Amor. Hacía lo posible y fracasaba (¡cuan desastrosamente!)
De pronto, como sucedía todas las tardes, hubo un fuerte golpe de viento y, ahogado por la distancia, un hueco rugido de la lluvia sobre el espeso follaje, un rugido que se hacía cada vez más fuerte a medida que se acercaba el chaparrón. Pasaron unos segundos y luego las gotas de lluvia martillearon, insistentes, en los vidrios de las ventanas. Martillearon como lo habían hecho en los vidrios de su estudio, el día de la última entrevista. ¿Lo dices en serio, Will?
El dolor y la vergüenza le dieron ganas de gritar. Se mordió el labio.
— ¿En qué piensa? — inquirió Susila.
No se trataba de pensar. La estaba viendo en realidad, escuchaba su voz.
— ¿Lo dices en serio, Will? — Y a través del ruido de la lluvia se oyó contestar:
— Lo digo en serio.
En el vidrio de la ventana — ¿era allí mismo, o allá, entonces? — el rugido había disminuido; el ventarrón se había convertido en un susurro repiqueteante.
— ¿En qué piensa? — insistió Susila.
— Pienso en lo que hice a Molly.
— ¿Qué le hizo a Molly?
No quería contestar, pero Susila era inexorable.
— Dígame qué le hizo.
Otra violenta bocanada de viento sacudió las ventanas. Ahora llovía con más fuerza; llovía, le pareció a Will Farnaby, adrede, de tal manera, que tuviese que seguir recordando lo que no quería, que se viese obligado a decir en voz alta las cosas vergonzosas que a toda costa debía guardar para sí.
— Dígamelo.
A desgana, y a pesar de sí, se lo dijo.
«¿Lo dices en serio, Will?» Y por culpa de Babs (¡Babs, Dios mío, Babs, créase o no!), lo decía en serio; y ella salió a la lluvia.
— Cuando volví a verla estaba en el hospital.
— ¿Llovía aún? — preguntó Susila.
— Llovía.
— ¿Con tanta fuerza como ahora?
— Casi. — Y Will ya no oyó ese chaparrón vespertino del trópico, sino el continuo tamborileo en las ventanas de la pequeña habitación en que Molly yacía moribunda.
— Soy yo — decía él a través del sonido de la lluvia —. Will. — No sucedió nada, y de pronto sintió el movimiento casi imperceptible de la mano de Molly en la suya. La presión voluntaria y luego, después de unos segundos, el aflojamiento involuntario, la flaccidez total.
— Vuelva a decírmelo, Will.
Él meneó la cabeza. Era demasiado doloroso, demasiado humillante.
— Dígamelo otra vez — insistió ella —. Es la única forma.
Haciendo un enorme esfuerzo, Will comenzó otra vez el odioso relato. ¿Lo decía en serio? Sí, lo decía en serio…. quería herir, quizá quería (¿alguien podía saber alguna vez qué quería?) matar. Y todo por Babs, o por el Mundo Perdido. No su mundo, por supuesto… sino el de Molly, y, en el centro de ese mundo, la vida que lo había creado. Aniquilada en beneficio de ese delicioso aroma en la obscuridad, de esos reflejos musculares, de esa enormidad de goce, de esas habilidades enormemente consumadas y embriagadoramente desvergonzadas.
— Adiós, Will. — Y la puerta se había cerrado tras ella con un leve chasquido seco.
Quiso llamarla. Pero el amante de Babs recordaba las habilidades, los reflejos y, dentro de su aureola de almizcle, un cuerpo agonizante en los extremos del placer. Recordaba todas esas cosas y, de pie ante la ventana, vio cómo el auto se alejaba bajo la lluvia, miró y, cuando dobló en la esquina, se sintió lleno de un vergonzoso alborozo. ¡Libre al fin! Más libre, como descubrió tres horas después en el hospital, de lo que había creído. Porque ahora sentía la última y tenue presión de sus dedos; sentía el mensaje final de su amor. Y de pronto el mensaje se interrumpió. La mano quedó floja y, de repente, espantosamente, no se oyó ya la respiración.
— Muerta — musitó, y sintió como si se ahogara —. Muerta.
— Suponga que usted no haya tenido la culpa — dijo Susila interrumpiendo un largo silencio —. Suponga que hubiese muerto de pronto sin que usted tuviese nada que ver con ello. ¿No habría sido igualmente tremendo? — ¿Qué quiere decir? — preguntó él.
— Quiero decir que es algo más que sentirse culpable por la muerte de Molly. Es la muerte misma, la muerte en sí, lo que le resulta tan terrible. — Ahora pensaba en Dugald. — Tan insensatamente perversa.