— Insensatamente perversa — repitió él —. Sí, quizá por eso tuve que ser un testigo profesional de ejecuciones. Porque todo era tan insensato, tan absolutamente bestial. Seguir el olor de la muerte de uno a otro extremo de la tierra. Como un buitre. Las personas buenas y tranquilas no tienen una idea de cómo es el mundo. Y no en momentos excepcionales, como lo fue durante la guerra, sino siempre. Siempre. — Y mientras hablaba veía, en una visión tan breve como amplia e intensamente detallada, como la de un ahogado, todas las odiosas escenas que presenció durante esos bien pagados peregrinajes a todos los infiernos y mataderos lo suficientemente repugnantes como para ser calificados de Noticias. Los negros de Sudáfrica, el hombre de la cámara de gas de San Quentin, los cuerpos mutilados en la granja argelina, y en todas partes populachos, en todas partes policías y paracaidistas, en todas partes esos chiquillos de piel obscura, vientre hinchado, piernas flacas, con los párpados en carne viva cubiertos de moscas; en todas partes los nauseabundos olores del hambre y la enfermedad, el espantoso hedor de la muerte. Y luego, de pronto, a través del hedor de la muerte, mezclado e impregnado con el olor de la muerte, inspiraba la almizclada esencia de Babs. La inspiraba y recordaba su chiste sobre la química del purgatorio y el paraíso. El purgatorio es tetraetilendiamina y ácido sulfhídrico; el paraíso, muy decididamente, es simtrinitropsi-butiltolueno, con una serie de impurezas orgánicas… ¡ja, ja, ja! (¡oh, los placeres de la vida social!). Y de repente los olores del amor y la muerte cedían su lugar a un intenso olor animal… a un olor de perro.
El viento volvió a hacerse violento y enérgicas gotas de lluvia martillearon y se aplastaron contra los vidrios.
— ¿Sigue pensando en Molly? — preguntó Susila.
— Estaba pensando en algo que había olvidado por completo — respondió él —. No debo de haber tenido más de cuatro años cuando sucedió, y ahora lo he recordado todo. Pobre Tigre.
— ¿Quién era el pobre Tigre? — interrogó ella.
Tigre, su hermoso perdiguero rojo. Tigre, la única fuente de luz en esa lúgubre casa en que había pasado la infancia. Tigre, el querido, queridísimo Tigre. En medio de todo ese miedo y desdicha, entre los dos polos del odio feroz de su padre hacia todo y todos, y del sacrificio consciente de su madre; ¡qué buena voluntad sencilla, qué espontánea amistosidad, que brincadora, labradora, irreprimible alegría! Su madre solía sentarlo en sus rodillas y hablarle de Dios y Jesús. Pero en Tigre había más Dios que en todos sus relatos bíblicos. Tigre, por lo que a él se refería, era la Encarnación. Y entonces, un día, la Encarnación enfermó de moquillo.
— ¿Qué sucedió entonces? — inquirió Susila.
— Su cesto está en la cocina, y yo estoy allí, arrodillado a su lado. Y lo acaricio…. pero su piel es distinta de lo que era antes de enfermar. Como pegajosa. Y hay un feo olor. Si no lo hubiese querido tanto, habría salido corriendo; no podía soportar estar cerca de él. Pero lo quiero, lo quiero más que a ninguna otra cosa, más que a nadie. Y mientras lo acaricio me digo que pronto curará. Muy pronto… mañana por la mañana. Y de repente empieza a temblar, y yo trato de reprimir los estremecimientos sosteniéndole la cabeza entre mis manos. Pero no sirve de nada. Los temblores se convierten en una horrible convulsión. Me siento enfermo de sólo mirarlo, y tengo miedo. Tengo un miedo espantoso. Luego terminan los temblores y retorcimientos, y un momento después está absolutamente inmóvil. Y cuando le levanto la cabeza y la suelto, la cabeza cae… con un golpe sordo, como un trozo de carne con un hueso adentro.
La voz se le quebró, las lágrimas le corrían por las mejillas, estaba sacudido por los sollozos de un chiquillo de cuatro años apenado por su perro, frente al tremendo e inexplicable hecho de la muerte. Con el equivalente mental de un chasquido y un pequeño sacudón, su conciencia pareció cambiar de ritmo. Era otra vez un adulto, y había dejado de flotar.
— Lo siento. — Se enjugó los ojos y se sonó la nariz. — Bueno, esa fue mi primera introducción al Horror Esencial. Tigre era mi amigo, mi único consuelo. Evidentemente, eso era algo que el Horror Esencial no podía tolerar. Y lo mismo sucedió con mi tía Mary. La única persona a quien amé, admiré y confié por completo y de veras; ¡y lo que hizo el Horror Esencial con ella, cielos!
— Cuéntemelo — pidió Susila.
Will vaciló; luego, encogiéndose de hombros, dijo:
— ¿Por qué no? Mary Francés Farnaby, la hermana menor de mi padre. Casada a los dieciocho años, uno antes del estallido de la guerra mundial, con un soldado profesional. Frank y Mary, Mary y Frank… ¡Qué armonía, qué dicha! — Rió. — Incluso fuera de Pala se pueden encontrar de vez en cuando islas de decencia. Pequeños atolones, o aun, de vez en cuando, una verdadera Tahití… pero siempre totalmente rodeada por el Horror Esencial. Dos jóvenes en su Pala privada. Y entonces, un buen día — el 14 de agosto de 1914 —, Frank partió con la Fuerza Expedicionaria, y en Nochebuena Mary dio a luz un niño deforme que vivió lo suficiente para que ella viese lo que el Horror Esencial puede hacer cuando trabaja en serio. Sólo Dios puede hacer un idiota microcéfalo. Tres meses más tarde, ni hace falta decirlo, Frank fue herido por una esquirla de granada y murió a su debido tiempo de gangrena. Todo eso — continuó luego de un breve silencio — fue antes de que yo naciera. Cuando la conocí, en la década del veinte, la tía Mary se dedicaba a los ancianos. A los viejos de las instituciones de caridad, a los ancianos encerrados en sus propios hogares, a los que siguen viviendo como una carga para sus hijos y nietos. Y cuanto más desesperada la decrepitud, cuanto más quisquilloso e inaguantable el carácter, tanto mejor. De niña, ¡.cómo odiaba la tía Mary a los viejos! Tenían mal olor, eran aterradoramente feos, siempre aburridos y en general malhumorados. Pero la tía Mary en realidad los quería… los quería en las buenas y en las malas, a pesar de todo. Mi madre solía hablar mucho de la caridad cristiana, pero uno nunca creía en lo que decía, del mismo modo que no se sentía amor alguno en todas las cosas de abnegación que siempre estaba obligándose a hacer… Nada de amor, sólo deber. En tanto que con la tía Mary no cabía la menor duda. Su amor era como una especie de irradiación física, algo que casi se podía sentir, como el calor o la luz. Cuando me llevó a vivir con ella en el campo, y más tarde, cuando fue a la ciudad y yo solía ir a verla casi todos los días, era como escapar de una refrigeradora al sol. Sentía que revivía con la luz de ella, con ese calor irradiado. Luego el Horror Esencial volvió a poner manos a la obra. Al principio mi tía lo convirtió en una broma. «Ahora soy una amazona», dijo después de la primera operación.
— ¿Por qué una amazona? — preguntó Susila.
— Las amazonas se amputaban el pecho derecho. Eran guerreras y el pecho les molestaba cuando usaban el arco. «Ahora soy una amazona» — repitió, y con los ojos de la mente pudo ver la sonrisa en el enérgico rostro aguileño, el tono de diversión en la clara voz resonante —. Pero unos meses después hubo que amputar el otro pecho. Luego hubo rayos X, la enfermedad de la radiación y luego, poco a poco, la degradación. — El rostro de Will adquirió su expresión de ferocidad castigada. — Si no fuese tan indeciblemente repugnante, sería gracioso. ¡Qué obra maestra de ironía! He ahí un alma que irradiaba bondad y amor y heroica caridad. Y de pronto, sin un motivo conocido, algo se descompuso. En lugar de desafiarla, un pedacito de su cuerpo empezó a obedecer a la segunda ley de la termodinámica. Y a medida que el cuerpo se derrumbaba, el alma empezaba a perder su virtud, su identidad misma. El heroísmo desapareció de ella, se evaporaron el amor y la bondad. Durante los últimos meses de su vida no fue ya la tía Mary a quien había amado y admirado; fue otra persona, alguien (y este fue el toque final y más exquisito del ironista) casi indistinguible del peor y más débil de los ancianos a los que otrora había concedido su amistad y para los cuales fue un pilar de fuerza. Tenía que ser humillada y degradada; y cuando la degradación fue total, se la fue matando lentamente, con enormes sufrimientos y en soledad. En soledad — insistió —. Porque, por supuesto, nadie puede ayudar, nadie puede estar presente. La gente puede estar un rato al lado de su sufrimiento y agonía; pero al mismo tiempo está en otro mundo. En su mundo, uno está absolutamente solo, solo aun en el placer compartido en forma más total.