El asintió.
— Lo esperábamos, por supuesto — prosiguió Susila —. Pero no hoy. Hoy parecía estar un poco mejor. — Sacudió la cabeza. — Bien, tendré que ir a su lado… aunque sea en otro mundo. Y en realidad — agregó — no es tan otro como usted cree. Lamento que tengamos que dejar inconcluso nuestro asunto; pero habrá otras oportunidades. Entretanto, ¿qué quiere hacer? Puede quedarse aquí. O puedo dejarlo en lo del doctor Robert. O puede venir conmigo y Mary Sarojini.
— ¿Cómo testigo profesional de ejecuciones?
— No como testigo profesional de ejecuciones — respondió ella con énfasis —. Como un ser humano, como alguien que necesita saber cómo vivimos y luego cómo morimos. Que lo necesita con tanta urgencia como todos nosotros.
— Que lo necesita — corrigió él — con más urgencia que los demás. ¿Pero no molestaré?
— Si no se molesta a sí mismo, no molestará a nadie.
Lo tomó de la mano y lo ayudó a descender de la hamaca. Dos minutos más tarde pasaban ante el estanque de los lotos y ante el gigantesco Buda que meditaba bajo la capucha de la cobra, ante el toro blanco, y salían por el portón principal. La lluvia había terminado, y en un cielo verde enormes nubes brillaban como arcángeles. Bajo, en el oeste, el sol fulgía con una luminosidad que casi parecía sobrenatural.
Ocasos y muerte; muerte y por lo tanto besos; besos y por consiguiente nacimientos, y luego muerte durante otra generación de contempladores del sol.
— ¿Qué le dicen a la gente que está muriéndose? — preguntó —. ¿Les dicen a ellos que no se preocupen por la inmortalidad y que sigan con la tarea?
— Si quiere formularlo de esa manera… Sí, eso es precisamente lo que hacemos. Continuamos teniendo conciencia: ese es todo el arte de morir.
— ¿Y ustedes enseñan el arte?
— Yo lo diría de otro modo. Los ayudamos a continuar practicando el arte de vivir, incluso cuando están agonizando. Saber quién es uno en realidad, tener conciencia de la vida universal e impersonal que vive por intermedio de cada uno de nosotros: ese es el arte de la vida, y eso es lo que uno puede ayudar a los moribundos a continuar practicando. Hasta el final. Quizá más allá del final.
— ¿Más allá? — interrogó él —. Pero usted dijo que eso era algo en lo cual los agonizantes no debían pensar.
— No se les pide que piensen en ello. Se los ayuda, si existe tal cosa, a experimentarla. Si existe tal cosa — repitió —, si la vida universal continúa cuando mi vida aislada ha terminado.
— ¿Usted cree que continúa?
Susila sonrió.
— Lo que yo piense no viene al caso. Lo que importa es lo que pueda experimentar impersonalmente… mientras vivo, cuando muero y quizá cuando ya he muerto.
Llevó el coche al lugar de estacionamiento y apagó el motor. Entraron en la aldea a pie. Había terminado el trabajo del día y la calle principal se encontraba tan densamente atestada, que les resultó difícil pasar.
— Yo me adelantaré sola — anunció Susila. Luego, a Mary Sarojini le dijo —: Vé al hospital dentro de una hora. No antes. — Se volvió y, abriéndose paso por entre los grupos que se paseaban lentamente, se perdió muy pronto de vista.
— Tú diriges ahora — dijo Will sonriendo a la chiquilla que tenía a su lado.
Mary Sarojini asintió con gravedad y lo tomó de la mano.
— Vamos a ver qué sucede en la plaza — dijo.
— ¿Qué edad tiene tu abuela Lakshmi? — preguntó Will mientras se abrían paso por la atestada calle.
— No lo sé — repuso Mary Sarojini —. Parece terriblemente vieja. Pero es posible que sea porque tiene cáncer.
— ¿Sabes qué es el cáncer? — averiguó él.
Mary Sarojini lo sabía muy bien.
— Es lo que ocurre cuando una parte de uno se olvida del resto del cuerpo y se comporta como la gente cuando enloquece; se hincha e hincha como si no hubiese más en todo el mundo. A veces eso se puede remediar. Pero en general sigue hinchándose hasta que la persona muere.
— Y eso es lo que ha sucedido, entiendo, con tu abuela Lakshmi.
— Y ahora ella necesita alguien que la ayude a morir.
— ¿Tu madre ayuda muy a menudo a la gente a morir?
La niña asintió.
— Es muy competente para eso.
— ¿Tú viste morir a alguien?
— Es claro — respondió Mary Sarojini, evidentemente sorprendida de que se le hiciera semejante pregunta —. Déjeme ver. — Hizo un cálculo mental. — He visto morir a cinco personas. Seis, si se puede contar a los niños.
— Cuando yo tenía tu edad no había visto morir a nadie.
— ¿No?
— Sólo a un perro.
— Los perros mueren con más facilidad que la gente. No hablan de ello previamente.
— ¿Qué sientes sobre… la muerte de la gente?
— Bueno, no es tan tremendo como tener hijos. Eso es espantoso. O por lo menos parece espantoso. Pero entonces uno tiene que acordarse que no duele. Han eliminado el dolor.
— Créase o no — dijo Will —, yo nunca vi el nacimiento de un chico.
— ¿Nunca? — Mary Sarojini se mostró asombrada —. ¿Ni siquiera cuando estaba en la escuela?
Will tuvo una visión de su director, con vestimenta canónica completa, dirigiendo a trescientos chicos de chaqueta negra en una gira por el hospital de Partos.
— Ni en la escuela — dijo en voz alta.
— Nunca vio a nadie morir y nunca vio a nadie que estuviese dando a luz. ¿Y cómo llegó a conocer esas cosas?
— En la escuela a que yo concurría — respondió —, jamás conocíamos cosa alguna; sólo conocíamos palabras.
La niña lo miró, meneó la cabeza y, levantando una manita morena, se golpeó significativamente la frente y dijo: — Locos. ¿O es que sus maestros eran estúpidos?
Will rió.
— Eran educadores de elevado espíritu, dedicados al ments sana in corpore sano y al mantenimiento de nuestra sublime Tradición Occidental. Pero entretanto díme una cosa. ¿No tuviste miedo nunca?
— ¿De la gente que tenía hijos?
— No, de los que se morían. ¿Eso no te asustó nunca?
— Bien, sí — respondió luego de un momento de silencio.
— ¿Y qué hiciste entonces?
— Lo que nos enseñan a hacer: traté de descubrir cuál de mis yo estaba asustado y por qué.
— ¿Y cuál de tus yo era?
— Este. — Mary Sarojini se indicó la boca abierta con un dedo. — El que habla. La Pequeña Parlanchína… así la llama Vijaya. Siempre habla sobre todas las cosas feas que recuerdo, sobre todas las cosas gigantescas, maravillosas e imposibles que imagino poder hacer. Esa es la que se asusta.
— ¿Por qué se asusta tanto?
— Supongo que será porque se pone a hablar de todas las cosas espantosas que podrían sucederle. En voz alta o para sí. Pero hay otra que no se asusta.
— ¿Cuál?
— La que no habla… No hace más que escuchar y siente lo que sucede dentro de ella. Y a veces — agregó Mary Sarojini —, a veces ve de pronto cuan hermoso es todo. No, no es cierto. Esa lo ve siempre, pero yo no… a menos de que ella me lo haga ver. Por eso sucede de repente. ¡Hermoso, hermoso, hermoso! Hasta los excrementos de los perros. — Señaló una formidable muestra de eso, casi a sus pies.
De la estrecha calleja habían salido a la plaza del mercado. Los últimos rayos del sol rozaban aún la aguja del templo, los pequeños miradores rosados del techo del edificio municipal; pero allí, en la plaza, había una premonición de ocaso, y bajo el gran baniano ya casi era de noche.