En los puestos levantados entre sus columnas y cuerdas colgantes las mujeres ya habían encendido las luces. En la obscuridad de las hojas había islas de forma y color, y de la inexistencia apenas visible cuerpos morenos surgían por un momento a una brillante existencia para volver a hundirse en seguida en la nada. Los espacios entre los altos edificios resonaban con una confusión de inglés y palanés, de risas y conversaciones, de gritos callejeros y melodías silbadas, de ladridos de perros y chillidos de loros. Encaramados en uno de los miradores rosados, un par de mynah exigían infatigablemente atención y compasión. De una cocina al aire libre, situada en el centro de la plaza, se elevaba el apetitoso aroma de comida al fuego. Cebollas, pimientos, cúrcuma, pescado frito, tortas horneadas, arroz hirviendo, y a través de esas buenas y toscas fragancias, como un recordatorio de la Otra Orilla, flotaba el perfume, tenue y dulce y etéreamente puro, de las multicolores guirnaldas en venta al lado de la fuente.
El ocaso se ahondó y de repente, muy arriba, se encendieron las lámparas de arco. Brillantes y bruñidos sobre el cobre rosado de la piel aceitada, los collares y anillos y brazaletes femeninos cobraron vida con chispeantes reflejos. Vistos bajo la luz descendente, todos los contornos se hacían más dramáticos, todas las formas parecían más sustanciales, más sólidas. En las órbitas de los ojos, bajo la nariz y la barbilla, las sombras se hacían más profundas. Modelados por la luz y la obscuridad, los jóvenes pechos se tornaban más rotundos y los rostros de los viejos se volvían más enfáticamente arrugados y ahuecados.
Tomados de la mano, se abrieron paso entre la muchedumbre. Una mujer de edad mediana saludó a Mary Sarojini, y luego se volvió a Will.
— ¿Es usted el hombre de Afuera? — preguntó.
— Casi infinitamente de afuera — le aseguró él.
La mujer lo miró un instante en silencio, luego le lanzó una sonrisa alentadora y le palmeó la mejilla.
— Todos le tenemos mucha lástima — dijo.
Siguieron avanzando, y se encontraron en los bordes a un grupo reunido al pie de los escalones del templo, para escuchar a un joven que tocaba un instrumento de largo cuello, parecido a un laúd, y cantaba en palanés. La rápida declamación alternaba con prolongados melismas, casi semejantes al canto de un pájaro, basados en un solo sonido vocálico y luego en una melodía alegre y enérgicamente acentuada, que terminaba en un grito. La muchedumbre lanzó una estrepitosa carcajada. Unos cuantos compases más, una o dos líneas más de recitado, y el cantor emitió su acorde final. Hubo más aplausos y risas, y un coro de comentarios incomprensibles.
— ¿Qué significa todo esto? — preguntó Will.
— Es sobre las muchachas y los jóvenes que duermen juntos — respondió Mary Sarojini.
— Ah… ya entiendo. — Sintió un golpe de turbación culpable, pero al contemplar el rostro sereno de la niña vio que su preocupación era injustificada. Resultaba evidente que el hecho de que los jóvenes y las muchachas se acostaran juntos debía ser dado tan por sentado como ir a la escuela o comer tres comidas diarias… o morir.
— Y la parte que los hizo reír — continuó Mary Sarojini — fue cuando dijo que el Futuro Buda no tendrá que abandonar su hogar y sentarse bajo el Árbol Bodhi. Recibirá su Esclarecimiento mientras esté en la cama con la princesa.
— ¿Te parece una buena idea? — inquirió Will.
La niña asintió con énfasis.
— Así también la princesa resultará esclarecida.
— Tienes mucha razón — dijo «Will —. Como soy hombre, no había pensado en la princesa.
El tañedor de laúd tocó una extraña y poco familiar progresión de acordes, los siguió con una ondulación de arpegios y comenzó a cantar, esta vez en inglés.
La puerta del templo se abrió. Un aroma de incienso se mezcló a las cebollas y el pescado frito del ambiente. Salió una anciana e hizo descender con cautela su inseguro peso de, escalón en escalón.
— ¿Quiénes fueron San Pablo y Freud? — preguntó Mary Sarojini cuando se alejaron.
Will comenzó un breve relato del Pecado Original y de la Redención. La niña lo escuchaba con concentrada atención.
— No es extraño que la canción diga «No los tomes en serio» — comentó.
— Después de lo cual llegamos al doctor Freud y el complejo de Edipo — prosiguió Will.
— ¿Edipo? — repitió Mary Sarojini —. Pero ese es el nombre de un espectáculo de marionetas. Lo vi la semana pasada, y esta noche vuelven a darlo. ¿Le gustaría verlo? Es bonito.
— ¿Bonito? — repitió él —. ¿Bonito? ¿Incluso cuando la vieja dama resulta ser la madre de él y se ahorca? ¿Incluso cuando Edipo se arranca los ojos?
— Pero no sé arranca los ojos — replicó Mary Sarojini.
— En el lugar de donde yo vengo, sí.
— Aquí no. Sólo dice que se los arrancará, y ella sólo trata de ahorcarse. Pero se los convence de que no lo hagan.
— ¿Quién los convence?
— El joven y la muchacha de Pala.
— ¿Cómo aparecen ellos en la obra? — preguntó Will.
— No sé. Están. Edipo en Pala, así se llama la obra. ¿Por qué no habrían de estar en ella?
— ¿Y dices que convencen a Yocasta de que no se suicide y a Edipo de que no se ciegue?
— En el momento oportuno. Ella ya se ha puesto la soga al cuello y él ha conseguido dos enormes agujas. Pero el joven y la muchacha de Pala les dicen que no sean tontos. En fin de cuentas fue un accidente. Él no sabía que el viejo era su padre. Y de todos modos el viejo fue quien empezó todo, lo golpeó en la cabeza e hizo que Edipo perdiera los estribos… y nadie le había enseñado a bailar la Danza de Rakshasi. Y cuando lo convierten en rey tiene que casarse con la vieja reina. Ella era en realidad su madre, pero ninguno de los dos lo sabía. Y es claro que lo único que tenían que hacer cuando lo descubrieron era dejar de estar casados. Ese asunto de que el casarse con la madre de uno era el motivo de que todos tuviesen que morir de un virus… Pura tontería, inventada por una cantidad de pobre gente estúpida que no tenía un poco de sensatez.
— El doctor Freud pensaba que todos los niños quieren de veras casarse con su madre y matar a su padre. Y a la inversa en lo referente a las niñas: ellas quieren casarse con su padre.
— ¿Qué padres y madres? Tenemos tantos… — ¿Quieres decir, en el Club de Adopción Mutua? — En nuestro CAM hay veintidós. — ¡La seguridad reside en el número! — Pero es claro que el pobre y viejo Edipo nunca tuvo un CAM. Y además le enseñaron todas esas cosas espantosas sobre que Dios se enfurece con la gente cada vez que ésta comete un error.
Habían salido de entre el gentío, y ahora se encontraban en la entrada de un pequeño cercado rodeado de cuerdas en el cual cien o más espectadores habían ocupado ya sus asientos. En el extremo más lejano del cercado el proscenio alegremente pintado de un teatro de títeres brillaba, rojo y dorado, a la luz de poderosos focos. Sacando un puñado de monedas que le había proporcionado el doctor Robert, Will pagó dos billetes de entrada. Entraron y se sentaron en un banco.
Sonó un gongo, se levantó, silencioso, el telón del pequeño proscenio y se vio, columnas blancas contra un fondo verde claro, la fachada del palacio real de Tebas, con una barbuda divinidad sentada en una nube, sobre el frontón. Un sacerdote exactamente igual al dios, sólo que más pequeño y menos exuberantemente ataviado, entró por la derecha, hizo una reverencia al público y se volvió hacia el palacio; gritó «Edipo» en tono chillón, que pareció cómicamente incongruente con su profética barba. A un toque de trompetas se abrió la puerta y coronado y heroicamente calzado con coturnos, apareció el rey. El sacerdote le dedicó una reverencia, el muñeco real le dio licencia para hablar.