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— Escucha nuestras aflicciones — chilló el anciano.

El rey inclinó la cabeza y escuchó.

— Oigo los gemidos de los moribundos — dijo aquél —. Escucho los lamentos de las viudas, los sollozos de los huérfanos, los susurros de oración y de súplica.

— ¡Súplica! — dijo la deidad sentada en la nube —. Eso está bien. — Se palmeó el pecho.

— Han enfermado de algún virus — explicó Mary Sarojini en un murmullo —. Como la gripe asiática, sólo que peor.

— Repetimos las letanías adecuadas — chilló el anciano sacerdote, quejumbroso —, ofrecemos los más costosos sacrificios, hacemos que toda la población viva en castidad y flagelándose todos los lunes, miércoles y viernes. Pero el torrente de muertes se hace cada vez mayor, más alto. Ayúdanos, pues, rey Edipo, ayúdanos.

— Sólo un dios puede ayudar.

— ¡Muy bien, muy bien! — gritó la deidad.

— ¿Pero por qué medios?

— Sólo un dios puede decirlo.

— Correcto — dijo el dios en su basso pro fondo —, absolutamente correcto.

— Creón, el hermano de mi esposa, ha ido a consultar al oráculo. Cuando regrese — que regresará pronto — sabremos qué aconseja el cielo.

— ¡Lo que el cielo ordena! — corrigió el basso profondo.

— ¿La gente era realmente tan tonta? — preguntó Mary Sarojini, mientras el público reía.

— Real y verdaderamente — le aseguró Will.

Un fonógrafo comenzó a tocar la Marcha de los Muertos de Saúl. De izquierda a derecha una procesión de dolientes de negras vestimentas, trasportando ataúdes cubiertos de telas, pasó con lentitud por la parte delantera del escenario. Muñeco tras muñeco… y en cuanto el grupo desaparecía por la derecha volvía a entrar por la izquierda. La procesión parece interminable, los cadáveres innumerables.

— Un muerto — dijo Edipo mientras los miraba pasar —. Y otro muerto. Y otro, y otro más.

— ¡Así aprenderán! — interrumpió el basso profondo —. ¡Ya les enseñaré a ser perversos!

Edipo continuó:

El ataúd del soldado, el de la prostituta; el niño, frío, apretado contra el dolor de pechos no succionados; el joven, horrorizado, se aparta del negro rostro hinchado que otrora desde la almohada bañada en luz de luna lo miró, ansioso de besos. Muertos, todos muertos, llorados por los que pronto morirán, y por los condenados, llevados con lentos pasos hacia el aborrecido jardín de cipreses donde un enorme hoyo se abre para recibirlos, hediendo bajo la luna.

Mientras hablaba, otros dos títeres, un joven y una muchacha ataviados con las mejores vestimentas palanesas, entraron desde la derecha y, avanzando en dirección opuesta a la de los enlutados dolientes, se detuvieron, tomados del brazo, en primer plano y un poco a la izquierda del centro.

— Pero nosotros, entretanto — dijo el joven cuando Edipo terminó de hablar —.

Nos dirigimos hacia jardines más rosados y hacia el absurdo rito apocalíptico que en la mente hace surgir, de la piel tocada y la carne que se funde, el Infinito inmanente.

— ¿Y Yo? — rugió el basso profondo desde el cielo —. Parecen olvidar que yo soy el Otro Total.

Interminable, la negra procesión continuaba arrastrándose hacia el cementerio. Pero entonces la Marcha de los Muertos se interrumpió en mitad de una frase musical. La música cedió su lugar a una sola nota profunda, tuba y contrabajo, interminablemente prolongada. El joven que se encontraba en primer plano levantó la mano.

— ¡Escuchen! El zumbido, la eterna carga.

Al unísono con los invisibles instrumentos, los dolientes comenzaron a cantar:

— Muerte, muerte, muerte, muerte…

— Pero la vida conoce más de una nota — dijo el joven.

— La vida — intervino la muchacha — puede cantar en tono bajo y en tono alto.

— Y el incesante zumbido de la muerte sólo sirve para componer una música más rica.

— Una música más rica — repitió la muchacha.

Y a continuación, en tenor y tiple, iniciaron la vocalización de un ondulante arabesco de sonido, envuelto, por así decirlo, en la larga vara rígida del bajo de fondo.

El zumbido y los cánticos disminuyeron gradualmente, hasta acallarse; el último de los dolientes desapareció, y el joven y la muchacha se retiraron a.un rincón, en el cual podían seguir besándose sin que los molestaran.

Hubo otro toque de trompetas y, obeso, envuelto en una túnica púrpura, entró Creonte, recién llegado de Delfos y repleto de oráculos. Durante los minutos que siguieron el diálogo fue en palanés, y Mary Sarojini tuvo que actuar como intérprete.

— Edipo le pregunta qué dijo Dios; y el otro dice que Dios dijo que todo se debe a que un hombre mató al viejo rey, al que precedió a Edipo. Nadie lo pescó nunca, y el hombre sigue viviendo en Tebas, y ese virus que mata a todos ha sido enviado por Dios, así dice Creonte que le dijeron, como castigo. No sé por qué tiene que ser castigada toda esa gente que no ha hecho nada a nadie, pero así afirma él que dijo Dios. Y el virus no desaparecerá hasta que atrapen al hombre que mató al viejo rey y lo expulsen de Tebas. Y es claro que Edipo dice que hará todo lo posible para encontrar al hombre y expulsarlo.

Desde su rincón del escenario el joven comenzó a declamar, esta vez en inglés:

Dios, que es más Él cuando es más sublimemente vago. habla, cuando Su voz es comprensible, y dice las tonterías menos divinas. Arrepentios, ruge, porque el pecado ha causado la plaga. Pero nosotros decimos: Es suciedad; pues lavaos.

Mientras el público continuaba riendo, otro grupo de dolientes surgió del costado y cruzó el escenario con lentitud.

— Karuna — dijo la joven —, compasión. El sufrimiento de los estúpidos es tan real como cualquier otro sufrimiento.

Sintiendo un roce en su brazo, Will se volvió y se encontró contemplando el hermoso rostro enfurruñado del joven Murugan.

— He estado buscándolo por todas partes — dijo, colérico, como si Will se hubiese ocultado adrede, nada más que para molestarlo. Habló en voz tan alta, que muchas cabezas se volvieron y hubo varios pedidos de silencio.

— No estaba en lo del doctor Robert, no estaba en lo de Susila — siguió regañando el joven, sin hacer caso de las protestas.

— Silencio, silencio…

— ¡Silencio! — dijo el tremendo rugido de basso profondo, entre las nubes —. Linda situación — agregó la voz, gruñona —, cuando Dios ni siquiera puede oírse hablar.

— Muy bien, muy bien — dijo Will, uniéndose a la carcajada general. Se puso de pie y, seguido por Murugan y Mary Sarojini, cojeó hacia la salida.

— ¿No quería ver el final? — preguntó Mary Sarojini, y volviéndose hacia Murugan dijo, con tono de reproche —: Habría podido esperar un poco.

— ¡Métete en tus cosas! — bufó Murugan.

Will posó una mano en el hombro de la niña.

— Por suerte — dijo —, tu relato del final fue tan vivido, que no necesito verlo con mis propios ojos. Y por supuesto — agregó con ironía —, Su Alteza está primero.