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El terror del joven era cómicamente abyecto. En el espíritu de Will, la cólera cedió lugar a la diversión. Lanzó una carcajada. Luego, deteniéndose, preguntó:

— ¿Qué le dirías tú, Mary Sarojini?

— Le diría exactamente lo que sucedió — respondió la niña —. Quiero decir, si fuese mi madre. Pero por otra parte — añadió, pensándolo mejor —, mi madre no es la rani, — Miró a Murugan. — ¿Pertenece usted a un CAM? — preguntó.

Por supuesto que no pertenecía. Para la rani la idea de un Club de Adopción Mutua era una blasfemia. Sólo Dios podía crear una Madre. La Cruzada Espiritual quería estar a solas con la víctima que Dios le había dado.

— No está en un CAM. — Mary Sarojini meneó la cabeza. — ¡Eso es espantoso! Habría podido ir a quedarse unos días con una de sus otras madres.

Todavía aterrorizado por la perspectiva de tener que contarle a su única madre el fracaso de su misión, Murugan comenzó a machacar, casi con histeria, en una nueva variante del viejo tema.

— No sé qué dirá — repetía —. No sé qué dirá.

— Hay una sola forma de averiguar qué dirá — le informó Will —. Vaya a su casa y escuche.

— Venga conmigo — rogó Murugan —. Por favor. — Aferró a Will del brazo.

— Le dije que no me tocara. — ¡La mano fue rápidamente retirada! Will volvió a sonreír. — ¡Así está mejor! — Levantó el bastón en un ademán de despedida. — Bonne nuil, Altesse. — Y dijo a Mary Sarojini, de muy buen humor —: Abre la marcha, MacPhail.

— ¿Fingió? — preguntó Mary Sarojini —. ¿O estaba enojado de veras?

— Muy de veras — le aseguró él. Luego recordó lo que había visto en el gimnasio de la escuela. Canturreó las primeras notas de Rakshasi y golpeó el pavimento con su bastón ferrado.

— ¿Habría debido pisotearlo?

— Quizás hubiese sido mejor.

— ¿Te parece?

— Lo odiará en cuanto haya dejado de tenerle miedo.

Will se encogió de hombros. Nada podía importarle menos. Pero a medida que se alejaba el pasado y se acercaba el futuro, a medida que abandonaban las lámparas de arco del mercado y trepaban por la empinada y obscura calleja que llevaba al hospital, su talante comenzó a cambiar. Abre la marcha, MacPhail… ¿pero hacia qué, y para alejarnos de qué? Hacia otra manifestación del Horror Esencial, y alejándonos de toda esperanza de ese bendito año de libertad que Joe Aldehyde había prometido y que sería tan fácil y (como Pala estaba de cualquier manera condenada) no tan inmoral ni traicionero ganarse. Y no sólo alejarse de la esperanza de liberación, sino también, muy posiblemente, si la rani se quejaba a Joe y si éste se sentía lo bastante indignado, de cualquier otra perspectiva de esclavitud bien pagada como testigo profesional de ejecuciones. ¿Debía retroceder, tratar de encontrar a Murugan, ofrecer disculpas, hacer lo que aquella espantosa mujer le ordenase? Cien metros más allá, camino adelante, podía ver las luces del hospital brillando entre los árboles.

— Descansemos un memento — dijo.

— ¿Está cansado? — preguntó Mary Sarojini, solícita.

— Un poco.

Se volvió y, apoyándose en el bastón, miró hacia el mercado. A la luz de las lámparas de arco, el edificio del municipio refulgía, rosado, como una monumental tajada de pastel de fresa. En la aguja del templo pudo ver, friso sobre friso, el exuberante caos de la escultura india: elefantes, demonios, muchachas de sobrenaturales pechos y nalgas, brincadores Sivas, hileras de Budas futuros y pasados en sereno éxtasis. Abajo, en el espacio entre el pastel y la mitología, hormigueaba la multitud, y en algún lugar, entre esa multitud, había un rostro huraño y un pijama de seda blanca. ¿Debía volver? Sería lo sensato, lo seguro, lo prudente. Peto una voz interior — no pequeña, como la de la rani, sino estentórea — le gritaba «¡Suciedad! ¡Suciedad!» ¿La conciencia sucia? No. ¿La moral? ¡El cielo no lo permita! Sino una suciedad supererogatoria, fealdad y vulgaridad por encima de lo que exige el deber: estas eran cosas en las que, como hombre de buen gusto, uno simplemente no podía participar.

— Bueno, ¿seguimos? — dijo Mary Sarojini. Entraron en el vestíbulo del hospital. La enfermera del escritorio tenía para ellos un mensaje de Susila. Mary Sarojini debía ir directamente a la casa de Mrs. Rao, donde ella y Tom Krishna pasarían la noche. A Mr. Farnaby se le rogaba que fuese en el acto a la habitación 34.

— Por aquí — dijo la enfermera, y mantuvo abierta una puerta batiente.

Will se adelantó. El reflejo condicionado de la cortesía se puso mecánicamente en acción.

— Gracias — dijo, y sonrió. Pero cuando avanzó cojeando hacia el temible futuro lo hizo con una sorda y enfermiza sensación en la boca del estómago.

— La última puerta de la izquierda — dijo la enfermera. Pero debía volver a su escritorio del vestíbulo —. De modo que debo dejar que siga solo — agregó, mientras la puerta se cerraba tras ella.

Solo, se repitió Will, solo… y el temible futuro era idéntico al obsesivo pasado, el Horror Esencial era intemporal y ubicuo. Ese largo corredor, con sus paredes pintadas de verde, era el mismo corredor por el cual, un año antes, había caminado hasta la pequeña habitación en que Molly yacía agonizante. La pesadilla se repetía. Predestinado y consciente, avanzó hacia su horrible consumación. La muerte, otra visión de la muerte.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro… Golpeó y esperó, escuchando los latidos de su corazón. La puerta se abrió y se encontró cara a cara con la pequeña Radha.

— Susila lo esperaba — susurró.

Will la siguió a la habitación. Detrás de un biombo entrevió el perfil de Susila dibujado en silueta contra una lámpara, una cama alta, un rostro moreno y extenuado sobre la almohada, de brazos que ya no eran otra cosa que huesos cubiertos de pergamino, de manos como garras. Una vez más, el Horror Esencial. Con un estremecimiento, se apartó. Radha le indicó una silla cerca de la ventana abierta. Se sentó y cerró los ojos… los cerró físicamente para excluir el presente, pero con ese mismo acto los abrió interiormente, sobre el odioso pasado que el presente le había recordado. Estaba ahora en la otra habitación, con la tía Mary. O más bien con la persona que otrora fue la tía Mary pero que ahora era ese alguien apenas reconocible; alguien que jamás había siquiera oído hablar de la caridad y la valentía que eran la esencia misma del ser de la tía Mary; alguien henchido de un odio indiscriminado contra todos los que se le acercaban, que los odiaba a todos, simplemente porque no tenían cáncer, porque no sufrían, porque no habían sido sentenciados a morir antes de que les llegase el momento. Y junto con esa maligna envidia de la salud y la dicha de los demás había aparecido una llorosa lástima por sí misma, una abyecta desesperación.

— ¿Por qué a mí? ¿Por qué esto tenía que sucederme a mí? Todavía podía escuchar la voz chillona, quejumbrosa, ver el rostro deformado y bañado en lágrimas. La única persona que alguna vez había amado y admirado de veras… Y sin embargo, en su degradación, se sorprendió despreciándola… despreciándola, positivamente odiándola.

Para escapar del pasado, volvió a abrir los ojos. Vio que Radha estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, erecta, en la postura de la meditación. En su silla, junto a la cama, Susila también parecía sumida en el mismo tipo de inmovilidad concentrada. Contempló el rostro que reposaba sobre la almohada. También estaba inmóvil, con una serenidad que casi habría podido ser la calma helada de la muerte. Afuera, en la obscuridad del follaje, chilló de pronto un pavo real. Profundizado por el contraste, el silencio que siguió pareció tornarse preñado de misteriosos y terribles significados.