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Crujió la puerta y un instante más tarde Will oyó pasos ligeros y un susurro de faldas. Una mano se posó sobre su hombro y una voz de mujer, de tono bajo y musical, le preguntó cómo se sentía.

— Me siento pésimamente — respondió sin abrir los ojos.

No había conmiseración por sí mismo en la respuesta, ningún pedido de simpatía; sólo la colérica objetividad de un estoico que se ha cansado al cabo de la larga farsa de la impasividad y, resentido, barbota la verdad.

— Me siento pésimamente.

La mano volvió a tocarlo.

— Soy Susila MacPhail — dijo la voz —, la madre de Mary Sarojini.

A regañadientes, Will volvió la cabeza y abrió los ojos. Una versión más adulta y morena de Mary Sarojini estaba sentada junto a su cama, sonriéndole con amistosa solicitud. Devolverle la sonrisa le habría costado un esfuerzo demasiado grande; se conformó con decir:

— ¿Cómo le va? — Subió la sábana un poco más hacia arriba y volvió a cerrar los ojos.

Susila lo contempló en silencio; miró los hombros huesudos, la jaula de las costillas bajo una piel cuya palidez nórdica hacía que pareciese, para sus ojos de palanesa, tan extrañamente frágil y vulnerable, y el rostro atezado, enfáticamente delineado como una talla para ser contemplada desde lejos… enfático pero sensible; el rostro estremecido, más que desnudo — se sorprendió pensando —, de un hombre que hubiese sido azotado y abandonado para sufrir. — Tengo entendido que es de Inglaterra — dijo al cabo. — No me importa de dónde soy — masculló Will, irritado —, Ni adonde voy. Del infierno al infierno.

— Yo estuve en Inglaterra después de la guerra — continuó ella —. Como estudiante.

Él trató de no escuchar, pero las orejas no tienen párpados; era imposible eludir esa voz que se entrometía.

— Había una muchacha en mi clase de psicología — decía la voz — Los padres vivían en Wells. Me pidió que me alojase en la casa de ellos durante el primer mes de las vacaciones de verano. ¿Conoce Wells?

Por supuesto que conocía Wells. ¿Por qué lo hostigaba con sus tontas reminiscencias?

— Me encantaba caminar por la orilla del agua — prosiguió Susila —, mirar la catedral desde el otro lado del foso —… y pensar, mientras contemplaba la catedral, en Dugald bajo las palmeras de la playa, en Dugald cuando le dio su primera lección de ascensión. «Estás amarrada con la soga. Estás segura. No puedes caerte…»No puedes caerte, je repitió con amargura… y entonces recordó, ahora y aquí, recordó que tenía una labor que cumplir, recordó, mientras volvía a mirar el rostro enfático y azotado, que había un ser humano dolorido. ¡Cuan encantador era todo eso — continuó —, y cuan maravillosamente tranquilo! La voz, le pareció a Will Farnaby, se había vuelto más musical y, en cierto extraño sentido, más remota. Quizá fue por eso que no le molestó ya la intromisión.

— Una sensación tan extraordinaria de serenidad, Shanti, shanti, shanti. La tranquilidad que supera el entendimiento. La voz canturreaba casi, ahora…. y en apariencia cantaba como surgida de otro mundo.

— Puedo cerrar los ojos — canturreó —, puedo cerrar los ojos y verlo con toda claridad. La iglesia… y es enorme, mucho más alta que los árboles gigantescos que rodean la tasa del obispo. Puedo ver las verdes hierbas y el agua y la luz dorada del sol en las piedras y las sombras oblicuas entre los contrafuertes. ¡Y escuche! Oigo las campanas. Las campanas y los grajos. Los grajos en el campanario…. ¿No oye los grajos?

Sí, Will pudo escuchar los grajos, casi con tanta claridad como ahora oía los loros entre los árboles, al otro lado de la ventana. Estaba allí y al mismo tiempo estaba también allá; allí, en esa obscura y calurosa habitación, cerca del ecuador, pero también allá, al aire libre, en esa fresca hondonada al borde de las Mendip, y los grajos llamaban desde el campanario de la catedral, y el sonido de las campanas se alejaba en el silencio verde.

— Y hay nubes blancas — decía la voz —, y el cielo azul entre ellas es tan pálido, tan delicado, tan exquisitamente tierno…

Tierno, repitió él, el tierno cielo azul del fin de semana de abril que había pasado allí, con Molly, antes del desastre del matrimonio, Entre la hierba había margaritas y dientes de león, y al otro lado del agua se erguía la gigantesca iglesia, como un desafío de su austera geometría contra la locura de las suaves nubes de abril. Un desafío a la locura y al mismo tiempo un complemento de ella, una concordancia con ella en perfecta reconciliación. Así habría debido de ser entre él y Molly…. así había sido entonces.

— Y los cisnes — canturreó, soñadora, la voz —, los cisnes…

Sí, los cisnes. Cisnes blancos cruzando el espejo de jade y azabache… un espejo palpitante que se movía y temblaba, de modo que las argentadas imágenes se quebraban a cada rato y volvían a formarse, se desintegraban y recomponían.

— Como las invenciones de la heráldica. Romántica, imposiblemente bellos. Y sin embargo, helos ahí… aves de verdad en un lugar real. Tan próximos a mí, ahora, que casi puedo tocarlos… y sin embargo tan lejanos, a miles de kilómetros de distancia. Lejos, en esas aguas quietas, moviéndose como por arte de magia, suave, majestuosamente…

Majestuosamente; moviéndose majestuosamente, y el agua se levantaba y se partía ante el avance de los blancos pechos curvos; se levantaba y se partía, retrocediendo en ondulaciones que se ensanchaban detrás de ellos en una reluciente punta de flecha. Podía verlos cruzar su espejo obscuro, y oía los grajos en el campanario, y percibía, a través de esa mezcla más cercana de desinfectantes y gardenias, el frío, uniforme, herboso olor del foso gótico del lejanísimo valle verde.

— Flotando sin esfuerzo alguno — se dijo Will —. Flotando sin esfuerzo alguno. — Las palabras le proporcionaron una profunda satisfacción.

— Yo me sentaba allí — decía ella —; me sentaba, a mirar y mirar, y al cabo de un rato yo misma me encontraba flotando. Flotaba con los cisnes en la suave superficie, entre la obscuridad de abajo y el cielo tierno y pálido de arriba. Y al mismo tiempo floto en la otra superficie, entre el aquí y la lejanía, entre el entonces y el ahora. — Y entre las dichas recordadas, pensó, y la insistente, atormentadora presencia de una ausencia. — Flotaba en la superficie, entre lo real y lo imaginado, entre lo que nos viene de afuera y lo que nos llega de adentro, de muy, muy adentro.

Se llevó la mano a la frente y de pronto las palabras se trasformaron en las cosas y los sucesos que representaban; las imágenes se convirtieron en hechos. Él flotaba realmente.

— Flotaba — insistió la voz con suavidad —. Flotaba como un ave blanca en el agua. Flotaba en un gran río de vida… un gran río liso y silencioso, que fluye con tanta, tanta serenidad, que una casi podría pensar que el agua está dormida. Un río dormido. Pero fluye irresistiblemente. La vida fluye silenciosa e irresistiblemente hacia una vida cada vez más plena, hacia una paz viviente, tanto más profunda, tanto más rica y fuerte y completa cuanto que conoce todos sus dolores y desdichas, los conoce y los acoge y los convierte en una sola cosa con su propia sustancia. Y hacia esa paz está flotando usted ahora, flotando sobre ese río liso y silencioso, que duerme pero que es irresistible, y es irresistible precisamente porque duerme. Y yo floto con él. — Hablaba para el desconocido. Y hablaba, en otro plano, para sí. Floto sin esfuerzo alguno. No tengo que hacer nada. Me abandono, permito que me arrastre, pido a ese irresistible río dormido de la vida que me lleve adonde va… y sé que adonde él va es adonde yo quiero ir, adonde debo ir; hacia una vida más plena, hacia una paz viviente. Por el río dormido, irresistiblemente, hacia la reconciliación absoluta.