— Lo mismo que la luz — repitió Lakshmi —. Y sin embargo todo vuelve a estar obscuro.
— Está obscuro porque te esfuerzas demasiado — dijo Susila —. Obscuro porque quieres que haya luz. Recuerda lo que solías decirme cuando yo era niña. «Con suavidad, chiquilla, con suavidad. Tienes que aprender a hacerlo todo con suavidad. Piensa con suavidad, actúa con suavidad, siente con suavidad. Sí, siente con suavidad, aunque sientas profundamente. Deja suavemente que sucedan las cosas, y enfréntalas con suavidad.» En aquella época yo era tan ridículamente seria, una remilgada tan carente de humorismo… Con suavidad, con suavidad… Fue el mejor consejo que jamás me hayas dado. Pues bien, ahora yo te diré lo mismo, Lakshmi… Con suavidad, mi querida, con suavidad. Incluso aunque se trate de morir. Nada importante, ni portentoso, ni enfático. Nada de retórica, ni de trémolos, ni de personas conscientes de sí mismas realizando su célebre imitación de Cristo, Goethe o la Pequeña Nell. Y, por supuesto, nada de teología, nada de metafísica. Nada más que el hecho de morir y el hecho de la Clara Luz. Abandona, entonces, todo tu equipaje, y adelante. Estás rodeada de arenas movedizas, que te tiran de los pies, tratando de hundirte en el miedo, la piedad hacia ti misma y la desesperación. Por eso debes caminar con tanta suavidad. Con suavidad, querida mía. En puntillas de pies; y nada de equipaje, ni siquiera una maleta pequeña. Sin carga alguna…
Sin carga alguna… Will pensó en la pobre tía Mary hundiéndose cada vez más, a cada paso, en las arenas movedizas. Cada vez más, luchando y protestando hasta el final, hasta que desapareció, totalmente y para siempre, en el Horror Esencial. Volvió a mirar el rostro descarnado que reposaba sobre la almohada y vio que sonreía.
— La luz — dijo el ronco susurro —, la Clara Luz. Está aquí… junto con el dolor, a pesar del dolor.
— ¿Y dónde estás tú? — preguntó Susila.
— Allí, en el rincón. — Lakshmi trató de señalar, pero la mano vaciló y volvió a caer, inerte, sobre la colcha. — Puedo verme allí. Y puedo ver mi cuerpo en la cama.
— ¿Puede ella ver la Luz?
— No. La Luz está aquí, donde se encuentra mi cuerpo.
La puerta de la habitación se abrió en silencio. Will volvió la cabeza y pudo ver la enjuta figura del doctor Robert que salía detrás del biombo y entraba en la luz rosada.
Susila se puso de pie y le indicó su lugar junto a la cama. El doctor Robert se sentó e, inclinándose hacia adelante, tomó la mano de su esposa en una de las de él y posó la otra sobre la frente de la enferma.
— Soy yo — murmuró.
— Por fin…
Un árbol, explicó el doctor, había caído sobre la línea telefónica. No había comunicación con la Estación de Altura, a no ser por carretera. Enviaron un mensajero en un auto, y el coche se descompuso. Se habían perdido más de dos horas.
— Pero gracias al cielo — concluyó el doctor Robert —, heme aquí por fin.
La moribunda suspiró profundamente, abrió los ojos un momento y lo miró con una sonrisa; luego los volvió a cerrar.
— Sabía que vendrías.
— Lakshmi — dijo él con suma suavidad —. Lakshmi. — Pasó las puntas de los dedos por la arrugada frente, una y otra vez. — Mi pequeño amor. — Tenía lágrimas en las mejillas, pero su voz era firme y hablaba con la ternura, no de la debilidad, sino de la fuerza.
— Ya no estoy allá — musitó Lakshmi.
— Estaba en el rincón — explicó Susila a su suegro —. Contemplando su cuerpo que se encuentra aquí, en la cama.
— Pero ahora he vuelto. Yo y el dolor, yo y la Luz, yo y tú… todo junto.
El pavo real volvió a gritar y, a través de los sonidos de los insectos que en esa noche tropical equivalían al silencio, lejano pero claro, llegó el sonido de una alegre música, de flautas y cuerdas pulsadas, y del firme palpitar de tambores.
— Escucha — dijo él —. ¿Puedes oír? Están bailando.
— Bailando — repitió Lakshmi —. Bailando.
— Bailan con tanta suavidad — susurró Susila —, que parece como si tuvieran alas.
La música creció hasta hacerse audible otra vez. — Es la Danza del Galanteo — continuó Susila. La Danza del Galanteo, Robert, ¿te acuerdas? — ¿Acaso podré olvidarlo alguna vez? Sí, se dijo Will, ¿podría alguno olvidar? ¿Podía uno olvidar aquella otra música distante y, más próximo, artificialmente rápido y superficial, el sonido de jadeo de agonía en los oídos de un chico? En la casa de enfrente alguien practicaba uno de esos valses de Brahms que a la tía Mary tanto le había gustado tocar. Uno, dos y tres y Uno-dos y tres y U-u-uno dos tres, Uno… y Uno y Dos-Tres y… La odiosa desconocida que alguna vez fue la tía Mary salió de su estupor artificial y abrió los ojos. Una expresión de la más intensa malignidad apareció en el rostro amarillo, demacrado.
— Vé a decirles que dejen de tocar — chilló casi la voz áspera, irreconocible. Y luego las líneas de malignidad se convirtieron en las líneas de la desesperación, y la desconocida, la lamentable y odiosa desconocida rompió en sollozos incontenibles. Los valses de Brahms eran, de su repertorio, las piezas que más le gustaban a Frank.
Otra bocanada de aire fresco trajo consigo una frase más fuerte de la alegre y vibrante música.
— Todos esos jóvenes bailando juntos — dijo el doctor Robert —. Todas esas risas y esos deseos, esa dicha sin complicaciones. Está todo aquí, como una atmósfera, como un campo de fuerza. Su alegría y nuestro amor… el amor de Susila, el mío… todos trabajando juntos, todos reforzándose el uno a los otros. El amor y la alegría rodeándote, mi querida; el amor y la alegría llevándote a la paz de la Clara Luz. Escucha la música. ¿Pueden oírla, Lakshmi?
— Se ha ido otra vez — dijo Susila —. Trate de traerla de vuelta.
El doctor Robert deslizó un brazo por debajo del enflaquecido cuerpo y lo sentó. La cabeza cayó de costado, sobre el hombro.
— Mi amor — susurraba él continuamente —. Mi amor… Los párpados de Lakshmi se agitaron y se abrieron un momento.
— Más luminosa — dijo el susurro apenas audible —, más luminosa. — Y una sonrisa de dicha intensa hasta el júbilo trasformó su rostro.
A través de sus lágrimas, el doctor le sonrió. — De modo que ahora puedes soltarte, mi querida. — Le acarició el canoso cabello. — Ahora puedes soltarte. Suelta — insistió —. Abandona este pobre y viejo cuerpo. Ya no lo necesitas. Deja que se desprenda de ti. Abandónalo aquí como un montón de ropas gastadas.
En el rostro descarnado, la boca había quedado abierta, y de pronto la respiración se hizo estertorosa.
— Mi amor, mi pequeño amor… — El doctor la apretó más contra sí. — Suéltate ahora, suelta. Déjalo aquí, ese cuerpo gastado, y sigue adelante. Sigue, mi querida, avanza hacia la Luz, hacia la paz, hacia la viva paz de la Clara Luz…
Susila tomó una de las fláccidas manos y la besó; luego se volvió hacia la pequeña Radha.
— Es hora de irnos — susurró, tocando el hombro de la joven.
Interrumpida en sus meditaciones, Radha abrió los ojos, asintió y, poniéndose de pie, se dirigió en silencio, en puntillas de pies, hacia la puerta. Susila hizo una señal a Will, y ambos la siguieron. En silencio, los tres caminaron por el corredor. En la puerta batiente Radha se despidió. — Gracias por dejarme estar con ustedes — musitó. Susila la besó. — Gracias a ti por ayudarnos a hacerlo todo más fácil para Lakshmi.
Will siguió a Susila a través del vestíbulo y a la cálida y fragante obscuridad exterior. En silencio comenzaron a bajar hacia el mercado.
— Y ahora — dijo él al cabo, hablando bajo una extraña compulsión de negar su emoción, en una exhibición del tipo de cinismo más vulgar — supongo que ella correrá a hacer una pequeña maithuna can su amante.