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— En rigor — respondió Susila con serenidad —, tiene servicio nocturno. Pero si no fuera así, ¿qué habría de malo en pasar del yoga de la muerte al yoga del amor?

Will no contestó en seguida. Pensaba en lo que había sucedido entre él y Babs la noche del funeral de Molly. El yoga del antiamor, el yoga de la adicción rechazada, del apetito carnal y de la repugnancia consigo mismo que refuerza al yo y lo hace más repugnante aun.

— Lamento haber tratado de mostrarme desagradable — dijo al cabo.

— Es el fantasma de su padre. Tendremos que ver si podemos exorcizarlo.

Habían cruzado el mercado y ahora, al extremo de la breve calle que salía de la aldea, llegaron al espacio abierto donde se encontraba estacionado el jeep. Cuando Susila entró en la carretera, la luz de los focos iluminó un pequeño vehículo verde que tomaba, colina abajo, por el atajo.

— ¿No es ese el Austin Baby real?

— Es — contestó Susila, y se preguntó adonde iban la rani y Murugan a esa hora de la noche.

— Seguro que no están por hacer nada bueno — supuso Will. Y en un repentino impulso le habló a Susila de su misión viajera encomendada por Joe Aldehyde, de sus tratos con la reina madre y con Mr. Bahu.

— Si mañana me deportaran, estarían muy justificados.

— Ahora que ha cambiado de idea, no — le aseguró ella —. Y de cualquier manera, nada de lo que hubiese podido hacer habría modificado el verdadero problema. Nuestro enemigo es el petróleo en general. No hay diferencia alguna para nosotros en el hecho de que nos explote la South East Asia Petroleum o la Standard de California.

— ¿Sabían que Murugan y la rani conspiraban contra ustedes?

— No hacen ningún secreto de ello.

— ¿Y entonces por qué no los expulsan?

— Porque inmediatamente habrían sido traídos de vuelta por el coronel Dipa. La rani es una princesa de Rendang. Si la expulsáramos, eso se convertiría en un casus belli.

— ¿Y qué pueden hacer entonces?

— Tratar de mantenerlos en orden, hacerlos cambiar de idea, esperar un final feliz y estar preparados para lo peor. — Luego, después de un silencio, preguntó —: ¿Le dijo el doctor Robert que usted podía tomar la medicina moksha — Y cuando Will asintió —: ¿Le agradaría probarla?

— ¿Ahora?

— Ahora. Es decir, si no le molesta estar toda la noche despierto.

— Nada me gustaría más.

— Puede que descubra que nada le ha gustado menos — le previno Susila —. La medicina moksha puede trasportarlo al cielo, pero también puede llevarlo al infierno. O a los dos, al mismo tiempo o alternativamente. O (si tiene suerte o se ha preparado para ello) más allá de los dos. Y luego más allá del más allá, de vuelta al punto de partida… de vuelta aquí, de vuelta a Nueva Rothamsted, de vuelta a las ocupaciones de costumbre. Sólo que ahora, por supuesto, las ocupaciones de costumbre son totalmente distintas.

XV

Uno, dos, tres, cuatro… El reloj de la cocina dio las doce. ¡Cuan absurdo, ahora que el tiempo había dejado de existir! Las campanadas ridículas, importunas, habían resonado en el corazón de un Acontecimiento intemporalmente presente, de un Ahora que se convertía, en forma incesante, en una dimensión, no de segundos y minutos, sino de belleza, de significación, de intensidad, de misterio cada vez más profundo.

«Luminosa bienaventuranza.» De los hondones de su mente surgieron las palabras como burbujas, llegaron a la superficie y desaparecieron en los infinitos espacios de luz viva que ahora palpitaban y respiraban detrás de sus párpados cerrados. «Luminosa bienaventuranza.» Eso era todo lo que podía uno acercarse a la descripción de la experiencia. Pero eso — ese Acontecimiento intemporal y sin embargo continuamente cambiante — era algo que las palabras sólo podían caricaturizar y reducir, pero jamás expresar. La comprensión de todo, pero sin conocimiento de nada. El conocimiento implicaba un conocedor, y toda la infinita diversidad de cosas conocidas y cognoscibles. Pero allí, detrás de sus párpados cerrados, no existía espectáculo ni espectador. Estaba sólo su hecho experimentado de sentirse dichosamente unido a la unidad.

En una sucesión de revelaciones, la luz se hizo más intensa, la comprensión se ahondó, la dicha se tomó más imposible, más insoportablemente viva. «¡Dios! — se dijo —. ¡Oh mi Dios querido!» Luego, desde otro mundo, oyó el sonido de la voz de Susila.

— ¿Tiene ganas de decirme lo que está ocurriendo?

Pasó mucho tiempo antes de que Will le contestara. Hablar resultaba difícil. No porque existiese impedimento físico alguno, sino porque las palabras parecían tan fatuas, tan totalmente carentes de sentido.

— Luz — susurró al cabo.

— ¿Y usted está ahí, contemplando la luz?

— No contemplándola — respondió después de una larga pausa reflexiva —. Siéndola. Siéndola — repitió con énfasis.

Su presencia era la ausencia de él. William Asquith Farnaby: en definitiva y en esencia esa persona no existía. En definitiva y en esencia sólo había una luminosa bienaventuranza, sólo una comprensión sin conocimiento, sólo unión con la unidad en una conciencia ilimitada, indiferenciada. Ese, por supuesto, era el estado natural de la mente. Pero no menos evidentemente también había existido el testigo profesional de ejecuciones, ese adicto de Babs que se odiaba a sí mismo; también existían tres mil millones de conciencias aisladas, cada una colocada en el centro de un mundo de pesadilla, en el cual era imposible que nadie que tuviese ojos en la cara o un poco de honestidad aceptase un sí por respuesta. ¿Por qué siniestro milagro el estado natural del espíritu se había convertido en esas Islas del Diablo de miseria y delincuencia?

En el firmamento de dicha y comprensión, como murciélagos dibujados contra el horizonte del ocaso, había un entrecruzamiento de ideas recordadas y los restos de sentimientos anteriores. Pensamientos-murciélagos de Plotino y los gnósticos, del Uno y sus emanaciones, hundiéndose, hundiéndose cada vez más en un espeso horror. Y luego sentimientos-murciélagos de cólera y disgusto, cuando los espesos horrores se convertían en los recuerdos específicos de lo que el Will Asquith Farnaby esencialmente inexistente había visto y hecho, infligido y sufrido.

Pero detrás y en torno e incluso dentro de esos fugaces recuerdos estaba el firmamento de felicidad y paz y comprensión. Puede que hubiera algunos murciélagos en el cielo del ocaso; pero seguía en pie el hecho de que el espantoso milagro de la creación se había invertido. De persona preternaturalmente desdichada y delincuente, había sido desintegrado en un espíritu puro, en un espíritu en su estado natural, ilimitado, indiferenciado, luminosamente dichoso, desconocido.

Luz aquí, luz ahora. Y porque estaba infinitamente aquí e intemporalmente ahora, no había nadie fuera de la luz para mirar la luz. El hecho era la conciencia; la conciencia, el hecho. De otro mundo, de algún lugar situado a la derecha, le llegó otra vez el sonido de la voz de Susila.

— ¿Se siente feliz? — le preguntaba.

Una oleada de radiación más fuerte barrió todos los fugaces pensamientos y recuerdos. Ahora no quedaba nada más que una cristalina trasparencia de dicha.

Sin hablar, sin abrir los ojos, sonrió y asintió.

— Eckhart lo llamó Dios — continuó ella —. «Una felicidad tan arrobadora, tan inconcebiblemente intensa, que nadie puede describirla. Y en medio de ella Dios resplandece y llamea sin cesar.»

Dios resplandece y llamea… Era tan asombrosa, tan cómicamente exacto, que Will se sorprendió riendo.

— Dios como una casa en llamas — jadeó —. Dios el 14 de julio. — Y una vez más estalló en carcajadas cósmicas.