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Detrás de sus párpados cerrados un océano de felicidad luminosa fluía hacia arriba como una catarata invertida. Fluía hacia arriba, de la unión hacia una unión más completa, de la impersonalidad a una trascendencia aun más absoluta del yo.

— Dios el 14 de julio — repitió, y, desde el corazón de la catarata, lanzó una risita final de reconocimiento y comprensión.

— ¿Y qué hay del 15 de julio? — interrogó Susila —. ¿De la mañana siguiente?

— No existe tal mañana siguiente.

Ella meneó la cabeza.

— Suena sospechosamente a un Nirvana.

— ¿Qué tiene eso de malo?

— El Puro Espíritu, cien por ciento puro… es un trago al que sólo se dedican los más empedernidos bebedores de contemplación. Los Bodhisattvas diluyen su Nirvana con partes iguales de amor y trabajo.

— Esto es mejor — insistió Will.

— Quiere decir que es más delicioso. Por eso constituye una tan enorme tentación. La única tentación a la que Dios podría sucumbir. El fruto de la ignorancia del bien y del mal. ¡Qué celestial exquisitez, qué superfruto del mango! Dios se ha venido atiborrando de él durante billones de años. Y de pronto aparece el Homo sapiens, surge el conocimiento del bien y del mal. Dios tuvo que dedicarse a un tipo de fruto menos apetitoso. Usted acaba de comer una tajada del primitivo superfruto, de modo que puede simpatizar con él.

Crujió una silla, hubo un susurro de faldas, luego una serie de ruiditos atareados que no le fue posible interpretar. ¿Qué estaba haciendo ella? Habría podido contestar la pregunta nada más que con abrir los ojos. Pero en fin de cuentas, ¿a quién le importaba qué podía estar haciendo? Nada tenía importancia alguna, salvo ese llameante ascenso de dicha y comprensión.

— Del superfruto al fruto del conocimiento… Lo haré pasar del uno al otro. — declaró Susila — en etapas paulatinas.

Hubo un chirrido. De las profundidades, una burbuja de reconocimiento llegó a la superficie de la conciencia. Susila había puesto un disco en el plato de un gramófono, y ahora el aparato se encontraba en marcha.

— Juan Sebastián Bach — la oyó decir —. La música más próxima al silencio, más próxima, a pesar de ser tan altamente organizada, al Espíritu puro, cien por ciento puro. El chirrido fue reemplazado por sonidos musicales. Otra burbuja de reconocimiento subió a la superficie; estaba escuchando el Cuarto Concierto Brandemburgués.

Era el mismo, por supuesto, que el Cuarto Brandemburgués que tan a menudo había escuchado en el pasado… el mismo y sin embargo completamente distinto. Ese allegro… lo conocía de memoria. Lo que quería decir que se encontraba en las mejores condiciones posibles para advertir que en realidad nunca lo había escuchado hasta entonces. Por empezar, ya no era él, William Asquith Farnaby, quien lo escuchaba. El allegro se revelaba como un elemento del gran Acontecimiento presente, una manifestación apenas alejada de la luminosa dicha. O quizás eso era decirlo con poca energía. En otra modalidad, el allegro era la luminosa dicha; era la comprensión desconocedora de todo lo percibido gracias a una porción de conocimiento especial; era conciencia indiferenciada fragmentada en notas y frases, y sin embargo autoincluyentemente ella misma. Estaba al mismo tiempo aquí, allá y en ninguna parte. La música que como William Asquith Farnaby había escuchado cien veces, renacía ahora como una conciencia sin dueño. Y por eso la escuchaba entonces como por primera vez. Sin dueño, el Cuarto Brandemburgués tenía una intensidad de belleza, una profundidad de significación intrínseca, incomparablemente mayores que lo que había encontrado hasta entonces en la misma música cuando era su propiedad privada.

— Pobre idiota — subió una burbuja de comentario irónico. El pobre idiota no había querido aceptar un sí por respuesta en terreno alguno que no fuese el estético. Y mientras tanto se había estado negando, por el solo hecho de ser él mismo, toda la belleza y la significación a las que con tanto apasionamiento deseaba decirles sí. William Asquith Farnaby no era más que un filtro barroso, a ambos lados del cual los seres humanos, la naturaleza y aun su amado arte surgían borrosos y manchados, más pequeños, más distintos y más feos de lo que eran. Esa noche, por primera vez, su conciencia de una pieza de música era totalmente libre. Entre la mente y el sonido, entre la mente y la estructura, entre la mente y la significación, no existía ya babel alguna de impertinencias biográficas para ahogar la música o crear una discordancia sin sentido. Esa noche el Cuarto Brandemburgués era un puro dato… no, un bendito donum, no corrompido por la historia personal, por ideas de segunda mano, por las estupideces arraigadas con las que, como toda persona, el pobre idiota que no quería (y en arte era evidente que no podía) aceptar un sí por respuesta había recargado los dones de la experiencia inmediata.

Y esa noche el Cuarto Brandemburgués no era sólo una Cosa en Sí, sin dueño; era, además, en cierto modo imposible, un Acontecimiento Presente de duración infinita. O más bien (y en forma más imposible aun, dado que tenía tres movimientos y era tocado en su velocidad habitual) carecía de duración. El metrónomo presidía cada una de sus frases, pero la suma de éstas no era un lapso de minutos y segundos. Había tempo, pero no tiempo. ¿Y qué había entonces?

— Eternidad — se vio obligado a contestar Will. Era una de esas feas palabras metafísicas que ningún hombre decente soñaría con pronunciar siquiera para sus adentros, y menos aun en público —. Eternidad, hermanos — dijo en voz alta —. Eternidad, bla, bla. — El sarcasmo, como estaba seguro de que sucedería, surgió completamente desinflado. Esa noche las cuatro sílabas eran no menos concretamente significativas que las cuatro letras de otra clase de palabras tabú. Volvió a reír.

— ¿Dónde está la gracia? — interrogó Susila. — La eternidad — respondió él —. Créalo o no, es tan real como la m…

— ¡Excelente! — aprobó ella.

Will permaneció inmóvil, siguiendo con el oído y el ojo interiores los entrelazados torrentes de sonido, los entrelazados torrentes de luces congruentes y equivalentes, que fluían, intemporales, de una secuencia a la otra. Y cada frase de esa conocidísima música familiar era una revelación de belleza sin precedentes, que manaba hacia arriba, como una fuente múltiple, en otra revelación tan novedosa y sorprendente como ella misma. Torrente dentro de torrente… el del solo de violín, los múltiples del clavicordio y la pequeña orquesta de cuerdas. Separados, distintos, individuales… y sin embargo cada uno de los torrentes era una función de todos los demás, cada uno era en virtud de su relación con el todo del cual formaba parte. — ¡Cielos! — se oyó musitar.

En una secuencia intemporal, los dos parlantes sostenían una sola nota prolongada. Una nota sin parciales superiores, clara, trasparente, divinamente vacía. Una nota (la palabra subió burbujeando) de pura contemplación. Y he ahí otra obscenidad inspiracional que ahora adquiría significado concreto y que podía ser pronunciada sin sentimiento de vergüenza. Contemplación pura, despreocupada, ajena a las contingencias, exterior al contexto de los juicios morales. A través de las luces ascendentes entrevió un vistazo, en el recuerdo, del rostro radiante de Radha cuando hablaba del amor como contemplación, y de Radha otra vez, sentada con las piernas cruzadas, en la concentrada intensidad de la inmovilidad, al pie de la cama donde Lakshmi yacía moribunda. Esa larga nota pura era el significado de sus palabras, la expresión audible de su silencio. Pero siempre, fluyendo a través y junto con el celestial vacío de esa pulsación contemplativa, estaba el rico sonido, vibración dentro de apasionada vibración, del violín. Y rodeándolos, rodeando las notas de desapego contemplativo y las notas de apasionada dedicación, estaba esa red de secos tonos agudos arrancados de las cuerdas del clavicordio. Espíritu e instinto, acción y visión… y en torno de ellos la red del intelecto. Eran abarcados por el pensamiento discursivo, pero resultaba evidente que lo eran sólo desde afuera, en términos de un orden de experiencias radicalmente diferente de lo que el pensamiento discursivo pretende explicar. — Es como un positivista lógico — dijo.