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— ¿Qué?

— Ese clavicordio.

Como un positivista lógico, pensaba en la superficie de la mente, mientras en las profundidades se desplegaba el gran Acontecimiento intemporal de luz y sonido. Como un positivista lógico que hablase sobre Plotino y Julie de Lespinasse. La música volvió a cambiar, y ahora era el violín el que sostenía (¡cuan apasionadamente!) la prolongada nota de contemplación, mientras los dos parlantes recogían el tema de la dedicación activa y lo repetían — la forma idéntica impuesta a otra sustancia — en el modo del desapego. Y allí, bailando entre ambos y fuera de ambos, estaba el positivista lógico, absurdo pero indispensable, tratando de explicar, en un lenguaje inconmensurable con los hechos, qué era todo eso.

En la eternidad que era tan real como la m… siguió escuchando los torrentes entretejidos de sonido, continuó contemplando los torrentes entrelazados de luz, siguió siendo (allá, aquí, en ninguna parte) todo lo que veía y oía. Y entonces, de súbito, el carácter de la luz sufrió un cambio. Los torrentes entrecruzados, que eran las primeras diferenciaciones fluidas de una comprensión del lado más lejano de todo conocimiento particular, habían dejado de ser un continuo. En cambio surgía de pronto esa interminable sucesión de formas separadas… formas aún manifiestamente cargadas de la luminosa dicha de ser indiferenciadas, pero ahora limitadas, aisladas, individualizadas. Plata y rosa, amarillo y verde pálido y azul genciana, una sucesión interminable de esferas luminosas subió desde alguna fuente escondida de formas y, al compás de la música, se consteló voluntariamente en disposiciones de increíble complejidad y belleza. Era una fuente inagotable, que fluía en esquemas conscientes, en enrejados de estrellas vivas. Y mientras las contemplaba, mientras vivía: su vida y la vida de esa música que era el equivalente de todas ellas, continuaban disponiéndose en otros enrejados que llenaban las tres dimensiones de un espacio interior y se convertían sin cesar en otra dimensión intemporal de calidad y significación.

— ¿Qué oye? — le preguntó Susila.

— Oigo lo que veo — respondió Will —. Y veo lo que oigo.

— ¿Y cómo lo describiría?

— Tiene el aspecto — contestó Will después de un largo silencio —, tiene el sonido de la creación. Sólo que no es una cosa única. Es una creación ininterrumpida, perpetua.

— Perpetua creación que sale del no-que, de ninguna parte, y llega al algo y a alguna parte… ¿no es eso?

— Eso es.

— Está usted progresando.

Si las palabras hubieran salido con más facilidad y, una vez pronunciadas, hubiesen sido un poco menos carentes de sentido, Will le habría explicado que la comprensión sin conocimiento y la dicha luminosa eran muchísimo mejores que Juan Sebastián Bach.

— Está progresando — repitió Susila —. Pero todavía tiene mucho que andar. ¿Qué opina de abrir los ojos?

Will sacudió la cabeza con énfasis.

— Es hora de que se conceda una oportunidad de descubrir qué es qué.

— Qué es qué es esto — murmuró él.

— No lo es — le aseguró ella —. Todo lo que ha visto y oído y sido es sólo el primer qué. Ahora tiene que contemplar el segundo. Mire, y luego únalos en un sólo qué es qué incluyente. Abra, pues, los ojos, Will. Ábralos de par en par.

— Muy bien — respondió él al cabo, a desgana, con una aprensiva sensación de inminente desdicha, y abrió los ojos. La iluminación interior fue devorada por otro tipo de luz. La fuente de formas, los orbes coloreados, en sus disposiciones conscientes y sus esquemas voluntariamente cambiantes, fueron sustituidos por una composición estática de verticales y diagonales, de planos y cilindros, todo ello compuesto de un material que parecía ágata viva, y todo surgido de una matriz de madreperla viva y palpitante. Como un ciego recién curado, que se ve por primera vez ante el misterio de la luz y el color, miró con asombro e incomprensión. Y entonces, después de otros veinte intemporales compases del Cuarto Brandemburgués, una burbuja de explicación apareció en la conciencia. De pronto se dio cuenta de que estaba viendo una mesita cuadrada, y más allá de la mesa una mecedora, y más allá de ésta una pared desnuda de yeso enjalbegado. La explicación fue tranquilizadora, porque en la eternidad que experimentó entre el momento de abrir los ojos y el conocimiento emergente de lo que estaba viendo, el misterio que tenía ante sí se había hecho más hondo, trasformándosé, de una inexplicable belleza en una consumación de esplendorosa alienación que, mientras miraba, lo llenó de una especie de horror metafísico. Y bien, ese aterrador misterio estaba compuesto nada más que de dos muebles y un trozo de pared. El temor se apaciguó, pero el asombro no hizo más que aumentar. ¿Cómo era posible que cosas tan familiares y comunes pudieran ser eso? Resultaba evidente que no era posible; y sin embargo ahí e» taba, ahí estaba.

Su atención se trasladó de las construcciones geométricas de ágata parda al fondo perlino de las mismas. Conocía el nombre de ese fondo: «pared», pero en el hecho experimentado era un proceso vivo, una serie continuada de transustanciaciones de yeso y cal en la materia de un cuerpo sobrenatural… en una divina carne que, mientras la observaba, se modulaba continuamente, pasando de gloria en gloria. En lo que las burbujas-palabras habían tratado de explicar como compuesto de cal, cierto espíritu modelador formaba una interminable sucesión de los matices más delicadamente discriminados, al mismo tiempo débiles e intensos, que salían de la latencia y rozaban la piel divinamente radiante del cuerpo divino. ¡Maravilloso, maravilloso! Y debía de haber otros milagros, nuevos mundos que conquistar y por los cuales ser conquistado. Volvió la cabeza hacia la izquierda y allí (las palabras adecuadas subieron burbujeando casi en seguida) estaba la gran mesa de tapa de mármol en la que habían cenado. Y ahora, densas y veloces, subieron más burbujas. Ese palpitante apocalipsis llamado «mesa» habría podido ser considerado un cuadro de algún cubista místico, algún inspirado Juan Gris con el alma de un Traherne y un talento para pintar milagros con joyas conscientes y con los mutables talantes de pétalos de lirio acuático.

Volvió la cabeza un poco más hacia la izquierda y lo sorprendió una llamarada de gemas. ¡Y qué extraña joyería! Estrechas losas de esmeralda y topacio, de rubí y zafiro y lapizlázuli, refulgentes, hilera sobre hilera, como otros tantos ladrillos en una muralla de la Nueva Jerusalén. Entonces — al final, no al principio — llegó la palabra. Al principio fueren las joyas, las vidrieras de colores, las murallas del paraíso. Sólo después, mucho después, se presentó la palabra «anaquel de libros» para ser considerada en sí misma.

Will apartó la mirada de los libros-joyas y se encontró en el seno de un paisaje tropical. ¿Por qué? ¿Dónde? Y recordó que cuando (en otra vida) entró por primera vez en la habitación, había advertido, sobre los anaqueles, una acuarela grande y de pésima calidad. Entre dunas de arena y grupos de palmeras, un estuario se alejaba hacia el mar abierto, y sobre el horizonte enormes montañas de nubes se erguían en un cielo pálido. «Débil», subió la palabra-burbuja. La tela, y ello resultaba muy evidente, era la obra de un aficionado no muy talentoso. Pero eso no tenía importancia ahora, porque el paisaje había dejado de ser un cuadro para convertirse en el tema del cuadro: un verdadero río, un mar de verdad, verdadera arena relumbrando al sol, auténticos árboles sobre el fondo de un cielo real. Real a la enésima potencia, real hasta el punto de lo absoluto. Y ese río real que se mezclaba a un mar de verdad era su propio ser que se hundía en Dios. «¿Dios entre comillas?» preguntó una burbuja irónica. «¿O Dios (¡) en un sentido modernista, pickwickiano?» Will meneó la cabeza. La respuesta era Dios a secas… el Dios en el cual no se podía creer, pero que era evidentemente el hecho que tenía ante sí. Y sin embargo el río seguía siendo un río, el mar era el océano Indico. No otra cosa disfrazada. Eran inequívocamente ellos. Pero, al mismo tiempo, inequívocamente Dios.