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— ¿Dónde está ahora? — le preguntó Susila.

Sin volver la cabeza en su dirección, Will respondió:

— En el cielo, supongo — y señaló el paisaje.

— ¿En el cielo… todavía? ¿Cuándo piensa aterrizar aquí?

Otra burbuja de recuerdo surgió de los fangosos bajíos.

— «Algo mucho más profundamente interfundido, Cuya morada es la luz de no sé qué.»

— Pero Wordsworth también hablaba de la tranquila y triste música de la humanidad.

— Por suerte — replicó Will —, en este paisaje no hay;eres humanos.

— Ni siquiera animales — agregó ella con una risita —. Sólo nubes y los árboles más engañosamente inocentes. Por eso será mejor que mire lo que hay en el suelo.

Will bajó la vista. La veta de las tablas del piso eran un mar castaño, y el río pardo era un diagrama remolineante, fluido, de la divina vida del mundo. En el centro de ese diagrama se encontraba su propio pie derecho, descalzo bajo las correas de su sandalia, y sorprendentemente tridimensional, como el pie de mármol, revelado por una linterna, de alguna heroica estatua. «Tablas», «veta», «pie»: a través de las gárrulas palabras explicativas el misterio lo contemplaba, impenetrable y a la vez, cosa paradójica, comprendido. Entendido con una comprensión sin conocimiento a la que, a pesar de los objetos presentidos y los nombres recordados, estaba aún abierto.

De repente, con el rabo del ojo, entrevió un fugaz movimiento veloz. La accesibilidad a la dicha y a la comprensión era también, advirtió, una accesibilidad al terror, a la incomprensión total. Como alguna extraña criatura alojada en su pecho y retorciéndose, angustiada, su corazón comenzó a palpitar con una violencia que lo hizo estremecerse. En la repugnante certidumbre de que estaba a punto de ver al Horror Esencial, Will volvió la cabeza y miró.

— Es uno de los lagartos domesticados de Tom Krishna — lo tranquilizó ella. La luz era tan intensa como siempre, pero la luminosidad había cambiado de signo. Una lumbre de pura malignidad irradiaba de todas las escamas gris verdosas del lomo de la criatura, de sus ojos de obsidiana y del latido de su garganta carmesí, de los bordes acorazados de sus fosas nasales y de su boca que era como una hendidura. Apartó la vista En vano. El Horror Esencial lo miraba desde todas partes. Las composiciones del místico cubista se habían convertido en complicadas máquinas para no hacer nada malévolo. El paisaje tropical en el cual, había experimentado la unión de su ser con la del ser de Dios era ahora, simultáneamente, la más repelente oleografía victoriana y la realidad del infierno. En sus anaqueles, las hileras de libros-joyas fulgían con un millar de vatios de obscuridad visible. ¡Y cuan vulgares se habían vuelto esas gemas del abismo, cuan indescriptiblemente vulgares! Donde antes se veía oro y perlas y piedras preciosas ahora sólo había adornos de árboles de Navidad, sólo el superficial resplandor del plástico y de la hojalata barnizada. Todo continuaba palpitando de vida, pero de vida de una tienda infinitamente siniestra. Y eso, afirmó entonces la música, era lo que la Omnipotencia creaba perpetuamente: un Woolworth cósmico atestado de horrores producidos en masa. Horrores de vulgaridad y horrores de dolor, de crueldad y mal gusto, de imbecilidad y malicia deliberada.

— No es una salamanca — oyó que decía Susila —, no es uno de sus bonitos lagartos caseros. Es un sombrío desconocido de la selva, un chupador de sangre. Es claro, no chupan sangre. Sólo tienen la garganta roja y la cabeza se les vuelve purpúrea cuando se excitan. De ahí el estúpido nombre. ¡Mire! ¡Ahí va!

Will volvió a bajar la vista. Preternaturamente real, el escamoso horror, con sus negros ojos inexpresivos, su boca asesina, su garganta color rojo sangre palpitando mientras el resto del cuerpo permanecía tendido sobre el suelo, inmóvil como si estuviese muerto, se encontraba ahora a veinte centímetros de su pie.

— Ha visto su cena — dijo Susila —. Mire allá, a la izquierda, al borde de la alfombra.

Will volvió la cabeza.

— Gongyilus gongyloides — continuó ella —. ¿Se acuerda?

Sí, se acordaba. La mantis religiosa que se había posado en su cama. Entonces sólo había visto un insecto de aspecto extraño. Ahora veía un par de monstruos de tres centímetros de largo, exquisitamente horribles, en el acto del acoplamiento. Su palidez azulada estaba cruzada de barras y venas rosadas, y las alas que se agitaban continuamente, como pétalos en una brisa, tenían en los bordes una sombra de un violeta intenso. Un remedo de flores. Pero las formas de los insectos resultaban inconfundibles. Y ahora los propios colores de flores sufrieron un cambio. Las alas temblorosas eran los apéndices de dos aparatos brillantemente esmaltados de la tienda de artículos de oportunidad, dos modelos funcionales de una pesadilla, dos máquinas en miniatura para la copulación. Y en ese momento, una de las máquinas de pesadilla, la hembra, volvió la cabecita chata, toda boca y abultados ojos, ubicada en el extremo del largo cuello… La volvió y (¡ Dios!) comenzó a devorar la cabeza de la máquina macho. Primero mascó un ojo purpúreo, luego la mitad de la cara azulada. Lo que quedaba de la cabeza cayó al suelo. No contenido ya por el peso de los ojos y las mandíbulas, el cuello seccionado se agitaba locamente. La máquina femenina mordisqueó el muñón del que rezumaba un líquido y, mientras el macho decapitado continuaba sin interrumpirse su parodia de Ares en brazos de Afrodita, prosiguió mascando metódicamente.

Con el rabillo del ojo Will percibió otro acceso dé movimiento, volvió la cabeza de golpe y pudo ver el lagarto arrastrándose hacia su pie. Más cerca, cada vez más cerca. Volvió los ojos, aterrorizado. Algo le rozó los dedos de los pies y siguió, haciéndole cosquillas en el empeine. Las cosquillas cesaron, pero pudo sentir un peso en el pie, un seco contacto escamoso. Quiso gritar, pero no tenía voz y, cuando trató de moverse, los músculos se negaron a obedecerle.

Intemporal, la música había entrado en el Presto final. Horror en vivaz marcha hacia adelante, horror de vestimenta rococó dirigiendo la danza.

Absolutamente inmóvil, a no ser por el latido de su garganta roja, el horror escamoso que le pesaba sobre el empeine permaneció contemplando con ojos inexpresivos su presa predestinada. Entrelazados, los dos pequeños modelos funcionales de una pesadilla se estremecían cómo pétalos acariciados por el viento, y se sacudían espasmódicamente por los tormentos simultáneos de la muerte y la cópula. Pasó siglo intemporal; compás tras compás, la alegre danza de la muerte proseguía. De pronto su piel fue arañada por minúsculas garras. El chupador de sangre había descendido del pie al suelo. Durante una vida entera se quedó allí, inmóvil. Luego, con increíble velocidad, se precipitó a través de las tablas del piso y subió a la estera. La boca-hendidura se abrió y volvió a cerrarse. Sobresaliendo de las mandíbulas, el borde de un ala teñida de violeta continuó vibrando, como un pétalo de orquídea en la brisa; un par de patas se agitaron locamente un instante, para desaparecer en seguida.

Will se estremeció y cerró los ojos. Pero a través de la frontera de las cosas intuidas y las cosas recordadas, de las cosas imaginadas, el Horror lo perseguía. En el resplandor fluorescente de la luz interior, una columna interminable dé brillantes insectos y relucientes reptiles ascendía en diagonal, de izquierda a derecha, saliendo de una oculta fuente de pesadilla, hacia una consumación monstruosa y desconocida. Millones de Gongylus gongyloides, y en el centro de ellos innumerables chupadores de sangre. Comiendo y comidos… eternamente.