Y mientras tanto — violín, flauta y clavicordio — el Presto final del Cuarto Brandemburgués trotaba intemporalmente hacia adelante. ¡ Qué encantadora y pequeña marcha de muerte rococó! Izquierda, derecha, izquierda, derecha… ¿Pero cuál era la voz de mando para los hexápodos? Y de pronto ya no fueron hexápodos, sino bípedos. La interminable columna de insectos se había convertido de golpe en una interminable columna de soldados. Marchaban como había visto marchar a los camisas pardas en Berlín, un año antes de la guerra. Miles y miles, con las banderas tremolando, los uniformes reluciendo en la luz infernal, como excremento iluminado. Innumerables como insectos, y cada uno de ellos se movía con la precisión de una máquina, la perfecta docilidad de un perro adiestrado. ¡Y las caras, las caras! Había visto los primeros planos de los noticiosos cinematográficos alemanes, y ahora las veía de vuelta, preternaturalmente reales, tridimensionales y vivas. El rostro monstruoso de Hitler, con la boca abierta, gritando. Y las caras de los que lo escuchaban. Gigantescos rostros de idiotas, inexpresivos y receptivos. Rostros de sonámbulos con los ojos enormemente abiertos. Caras de jóvenes ángeles nórdicos arrobados en la Visión Beatífica. Rostros de santos barrocos a punto de caer en éxtasis. Rostros de amantes al borde del orgasmo. Un Pueblo, Un Reino, Un Líder. La unión con la unidad de un enjambre de insectos. La comprensión sin conocimiento de la insensatez y el diabolismo. Y luego la cámara cinematográfica volvía a las apretadas filas, a las svásticas, las charangas, el aullador hipnotista de la tribuna. Y una vez más, en el fulgor de su luz interior, aparecía la parda columna como de insectos, marchando, infinita, al compás de esa música rococó de horror. Adelante, soldados nazis; adelante, soldados de Cristo; adelante, marxistas y musulmanes, adelante, todos los pueblos elegidos, todos los cruzados y los dirigentes de guerras santas. ¡Adelante, hacia la desdicha, hacia toda la perversidad, hacia la muerte! Y de pronto Will se vio contemplando lo que sería la columna en marcha cuando llegase a su destino: millares de cadáveres en el fango coreano, innumerables paquetes de basura salpicando el desierto africano. Y ahí (porque la escena cambiaba con desconcertante rapidez y repentinidad), ahí estaban los cinco cadáveres cubiertos de moscas que había visto unos meses antes, cara al cielo y con la garganta abierta, en el patio de una granja argelina. Ahí, salida de un pasado de casi veinte años de antigüedad, estaba la anciana, muerta y desnuda, en los escombros de una casa de estuco de St. John's Wood. Y ahí, sin transición, estaba su propio dormitorio amarillo y gris, y en el espejo de la puerta del ropero se reflejaban dos cuerpos pálidos, el de él y él de Babs, copulando ron frenesí al compás de sus recuerdos del funeral de Molly y de la melodía, trasmitida por radio Stuttgart, de la música para Viernes Santo tomada de Parsifal.
La escena volvió a cambiar y, festoneada de estrellas de hojalata y lamparillas de colores, el rostro de la tía Mary le sonrió con alegría y se trasformó, ante sus ojos, en la cara de la maligna y quejumbrosa desconocida que había ocupado el lugar de ella durante las últimas espantosas semanas, antes de la trasformación final en basura. Una radiación de amor y bondad, y luego bajó una cortina, se cerró una ventana, giró una llave y… Y allí estaban los dos: ella en su cementerio y él en su cárcel personal condenado a encierro solitario y, un día cualquiera, a muerte. La Agonía en la Tienda de Oportunidades. La Crucifixión entre adornos de árbol de Navidad. Afuera o adentro, con los ojos abiertos o cerrados, no había huida posible. «No hay huida posible», musitó, y las palabras confirmaron el hecho, lo convirtieron en una horrenda certidumbre que se abría en profundidad tras profundidad de maligna vulgaridad, en infierno tras infierno de sufrimiento absolutamente insensato.
Y ese sufrimiento (se le ocurrió con la fuerza de una revelación), ese sufrimiento no sólo era insensato; además era acumulativo, se perpetuaba por sí mismo. Por cierto, sin duda alguna, tal como había llegado para Molly y la tía Mary y los demás, k muerte también llegaría para él. Llegaría para él, pero nunca para ese temor, para ese enfermizo disgusto, para esas laceraciones de remordimiento y repugnancia. Inmortal en su carencia de sentido, el sufrimiento continuaría eternamente. En todo otro sentido uno era grotesca, despreciablemente finito. Pero no en lo referente al sufrimiento. Ese obscuro, denso y pequeño coágulo que uno llamaba «yo» era capaz de sufrir hasta el infinito, y a pesar de la muerte el sufrimiento continuaría por siempre jamás. Los dolores de la vida y los de la muerte, la rutina de los sucesivos tormentos en la tienda de oportunidades y la crucifixión final en una llamarada de vulgaridad de plástico y hojalata… en repercusión, continuamente amplificada… eso siempre existiría. Y los dolores eran incomunicables, el aislamiento completo. La conciencia de que uno existía era la conciencia de que uno estaba siempre solo. Tan solo en la almizclada alcoba de Babs como en su dolor de oídos o en su brazo fracturado, como lo estaría en su cáncer final, cuando pensaba que todo había terminado, con la inmortalidad del sufrimiento.
De pronto sintió que algo le había sucedido a la música. El tempo había cambiado. Rallentando. Era el final. El final de todo para todos. La airosa marchita de muerte había llevado a los bailarines al borde del risco. Y ahora se tambaleaban sobre el abismo. Rallentando, rallentando. La mortífera caída, la caída hacia la muerte. Y puntuales, inevitables, los dos acordes anticipados, de consumación, la dominante expectante y luego, finís, la fuerte tónica inequívoca. Hubo un chirrido, un seco chasquido y, después, silencio. A través de la ventana abierta se podían escuchar las ranas distantes y el agudo y monótono ruido de los insectos. Y sin embargo, en alguna forma misteriosa, el silencio permanecía intacto. Como moscas en un bloque de ámbar, los sonidos estaban incrustados en un silencio trasparente que eran impotentes para destruir o aun modificar, y al cual eran en todo sentido ajenos. Intemporal, de intensidad en intensidad, el silencio se hizo más hondo. Silencio emboscado, un silencio vigilante, conspiratorio, más siniestro que la espantosa marcha rococó de la muerte que lo había precedido. Ese era el abismo a cuyo borde lo había llevado la música. Al borde, y ahora, por sobre el borde hacia ese silencio eterno.
— Infinito sufrimiento — susurró —. Y no se puede hablar, ni siquiera se puede gritar.
Crujió una silla, hubo un frufrú de sedas, sintió el viento de un movimiento sobre su rostro, la proximidad de una presencia humana. Detrás de los párpados cerrados sintió, quién sabe cómo, que Susila estaba arrodillada a su lado. Un instante más tarde sintió las manos de ella tocándole la cara… las palmas sobre las mejillas, los dedos en las sienes.
El reloj de la cocina produjo un ruidito chirriante y luego comenzó a dar la hora. Uno, dos, tres, cuatro. Afuera, en el jardín, una brisa arrafagada susurraba, intermitente, entre las hojas, Un gallo cantó y un momento más tarde, desde muy lejos, llegó una respuesta, y casi simultáneamente otra y otra. Después una respuesta a las respuestas, y más respuestas. Un contrapunto de desafíos desafiados, de retos retados. Y entonces un tipo distinto de voz se incorporó al coro. Articulada pero inhumana. «Atención — llamó, entre los cantos de gallos y los ruidos de insectos —. Atención. Atención. Atención.»
— Atención — repitió Susila, y mientras hablaba Will sintió que los dedos de ella se movían sobre su frente. Muy ligeros, ligerísimos, de las cejas hacia el cabello, de las sienes hacia el entrecejo. Arriba y abajo, de un costado a otro, alisando las contracciones de la mente, los pliegues del desconcierto y el dolor —. Atención a esto. — Y aumentó la presión de las palmas sobre los pómulos de él, de las yemas de los dedos sobre las orejas de Will. — A esto — repitió —. A ahora. Su rostro entre mis dos manos. — La presión disminuyó, los dedos volvieron a moverse sobre la frente.