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— Atención. — Por encima de un disperso contrapunto de cantos de gallos, el mandato era repetido con insistencia. — Atención. Atención. Aten…. — La voz inhumana se interrumpió en mitad de la palabra.

¿Atención a las manos de ella en su cara? ¿O atención a ese espantoso resplandor de luz interior, a ese vertiginoso ascenso de estrellas de plástico y hojalata, y, a través de la cortina de vulgaridad, a ese paquete de basura que otrora había sido Molly, al espejo del prostíbulo, a los incontables cadáveres en el barro, al polvo, a los escombros? Y ahí estaban otra vez los lagartos, y millones de Gongylus gongyloides, y las columnas en marcha, los rostros arrobados, devotos, de los ángeles nórdicos.

— Atención — llamó otra vez el mynah desde el otro costado de la casa —. Atención.

Will sacudió la cabeza.

— ¿Atención a qué?

— A esto. — Y le clavó las uñas en la piel de la frente. — A esto. Aquí y ahora. Y no es nada tan romántico como el sufrimiento o el dolor. Es nada más que el contacto de uñas. Y aunque fuese mucho peor, no podría ser eterno, infinito. Nada es eterno, nada es infinito. Salvo, quizá, la naturaleza de Buda.

Movió las manos, y el contacto ya no era con las uñas, sino con la piel. Las yemas de los dedos se deslizaron por las cejas de él y se detuvieron, ligeras, sobre los párpados cerrados. Durante el primer momento, espantado, Will tuvo un miedo mortal. ¿Se disponía a arrancarle los ojos? Permaneció sentado, dispuesto a echar la cabeza hacia atrás y ponerse de pie al primer movimiento de Susila. Pero no sucedió nada. Poco a poco sus temores se apaciguaron; la conciencia de ese contacto íntimo, inesperado, potencialmente peligroso, siguió en pie. Una conciencia tan aguda y — como sus ojos eran supremamente vulnerables — tan absorbente, que no le quedó nada que dedicarle a la luz interior o a los horrores y vulgaridades que ésta le revelaba.

— Preste atención — cuchicheó ella.

Pero era imposible no prestar atención. Sin embargo, con suavidad y delicadeza, los dedos de Susila habían hurgado hasta el fondo mismo de su conciencia. ¡Y cuan intensamente vivos, advirtió, eran esos dedos! ¡Qué extraño y hormigueante calor fluía de ellos!

— Es como una corriente eléctrica — se maravilló.

— Pero por fortuna — replicó ella — el cable no trasmite mensajes. Uno toca, y en el acto de tocar es tocado. Comunicación completa, pero nada comunicado. Nada más que un intercambio de vida, eso es todo. — Luego, después de una pausa, continuó —: ¿Se da cuenta, Will, que en todas estas horas que hemos estado sentados aquí — en todos estos siglos, en su caso; en todas estas eternidades — no me miró una sola vez? Ni una. ¿Tiene miedo de lo que podría ver?

Él meditó en torno de la pregunta y finalmente asintió.

— Quizá sea eso — dijo —. Miedo de ver algo en lo cual tendría que complicarme, algo acerca de lo cual tuviese que hacer algo.

— Y por lo tanto se aferró a Bach y a los paisajes y a la Clara Luz del Vacío.

— Que usted no quiso dejar que siguiera contemplando — se quejó Will.

— ¡Porque el Vacío no le servirá para nada si no puede ver su luz en los Gongylus gongyloide! Y en la gente — agregó —. Cosa que a veces resulta considerablemente más difícil.

— ¿Difícil? — Pensó en las columnas en marcha, en los cuerpos reflejados en el espejo, en todos los otros cuerpos caídos boca abajo sobre el fango, y meneó la cabeza. — Es imposible.

— No, no es imposible — insistió ella —. Sunyata implica karuttd. El Vacío es luz, pero es también compasión. Les contemplativos ávidos quieren apoderarse de la luz sin preocuparse de la compasión. La gente simplemente buena trata de ser compasiva y se niega a molestarse por la luz. Como de costumbre, se trata de aprovechar lo mejor de dos mundos. Y ahora — agregó — es hora de que abra los ojos y vea qué aspecto tiene un ser humano.

Las yemas de los dedos pasaron de los párpados a la frente, a las sienes, bajaron por las mejillas hasta los ángulos de las mandíbulas. Un instante después Will sintió el contacto en sus propios dedos, y Susila le apretaba las dos manos entre las propias.

Will abrió los ojos, y por primera vez, después de haber tomado la medicina moksha, se encontró mirándola directamente a la cara.

— Dios mío — musitó él al cabo. Susila rió.

— ¿Es tan feo como el chupador de sangre? — preguntó. Pero no era cosa de broma. Will meneó la cabeza con impaciencia y continuó mirando. Las órbitas de los ojos eran una sombra misteriosa y, aparte de una pequeña media luna de iluminación en el pómulo, lo mismo sucedía con todo el costado derecho de la cara. El costado izquierdo brillaba con una radiación viva, dorada… preternaturalmente refulgente; pero una luminosidad que no era el fulgor vulgar y siniestro de la obscuridad visible, ni la bienaventurada incandescencia revelada, en la lejana aurora de su eternidad, detrás de sus párpados cerrados y, cuando abrió los ojos, en los libros-joyas, en las composiciones de los místicos cubistas, en el paisaje trasfigurado. Lo que ahora veía era una paradoja de contrarios indisolublemente fundidos entre sí, de luz brillando en la obscuridad, de obscuridad en el corazón mismo de la luz.

— No es el sol — dijo por último —, y no es Chartres. Ni la infernal tienda de oportunidades, gracias a Dios. Es todo eso junto, y usted reconociblemente usted, y yo reconociblemente yo… Aunque, ni hay por qué decirlo, ambos somos en todo sentido distintos. Usted y yo por Rembrandt, pero por un Rembrandt unas cinco mil veces más él. — Guardó un instante de silencio; luego, asintiendo en confirmación de lo que acababa de decir, continuó —: Sí, eso es. El sol en Chartres, y vidrieras de colores en la tienda de oportunidades. Y esta última es también la cámara de torturas, el campo de concentración, el matadero con adornos de árbol de Navidad. Y ahora la tienda de oportunidades se invierte, recoge a Chartres y una tajada de sol y se convierte en esto… en usted y yo por Rembrandt. ¿Le encuentra algún sentido?

— Todo el sentido del mundo — le aseguró ella.

Pero Will estaba demasiado atareado mirándola como para prestar demasiada atención a lo que le contestaba.

— Es usted tan increíblemente hermosa — dijo al cabo —. Pero no importaría que fuese increíblemente fea; igual sería algo pintado por un Rembrandt cinco veces más él. Hermosa, hermosa — repitió —. Y sin embargo no quiero acostarme con usted. No, no es cierto; me gustaría acostarme contigo. Me gustaría muchísimo. Pero si no lo hago nunca no importará en modo alguno. Seguiré amándote… amándote en la forma en que se supone que uno tiene que amar a la gente cuando es cristiano. Amor — repitió —, amor… Otra de esas palabras feas. «Enamorado», «hacer el amor»: éstas están bien. Pero el «amor» liso y llano es una obscenidad que no podía pronunciar. Pero ahora, ahora… — .Sonrió y sacudió la cabeza. — Créalo o no, ahora entiendo qué se quiere decir cuando se afirma «Dios es amor». ¡Qué manifiesta tontería! Y sin embargo es verdad. Entretanto, ahí está ese extraordinario rostro tuyo. — Se inclinó hacia adelante para mirarlo más de cerca. — Como si se mirase en una bola de cristal — agregó, incrédulo —. Algo nuevo continuamente. No puedes imaginarte…

Pero ella podía imaginarse.