— No olvides — dijo — que yo también estuve allí.
— ¿Viste las caras de la gente?
Susila asintió.
— Y la mía en el espejo. Y, por supuesto, la de Dugald. ¡Cielos, la última vez que tomamos la medicina moksha juntos! AI principio parecía un héroe salido de alguna mitología imposible: de los indios en Islandia, de los vikingos en el Tibet. Y luego, sin previo aviso, era el Maitreya Budha. Evidente, indudablemente Maitreya Budha. ¡Qué luminosidad! Todavía puedo verlo…
Se interrumpió, y de pronto Will se sorprendió contemplando a la Dolorosa con siete puñales clavados en el corazón. Cuando leyó las señales del dolor en los ojos negros, en las comisuras de la boca de labios rotundos, supo que la herida había sido casi mortal y, con una contracción de su propio corazón, que todavía estaba abierta, sangrante. Le apretó las manos. Por supuesto, no se podía decir nada, no había palabras, consuelos filosóficos; sólo ese misterio compartido del tacto, sólo esa comunicación de piel a piel, de fluida intimidad.
— Se vuelve con tanta facilidad hacia atrás — dijo ella por último —. Con suma facilidad. Y muy a menudo. — Inspiró profundamente y cuadró los hombros.
Ante los ojos de Will, el rostro, todo el cuerpo, sufrieron otro cambio. Pudo ver que había suficiente fuerza, en esa figurita, para enfrentar cualquier sufrimiento; una voluntad que vencería todos los puñales con que el destino pudiese atacarla. Casi amenazadora en su decidida serenidad, algo así como una Circe había ocupado el lugar de la Mater Dolorosa. Surgieron recuerdos de la voz tranquila que hablaba en forma tan irresistible sobre los cisnes y la catedral, sobre las nubes y el agua serena. Y mientras recordaba, el rostro que tenía ante sí pareció iluminarse con la conciencia del triunfo. Energía, energía intrínseca; Will vio la expresión de eso, presintió su formidable presencia, y se apartó.
— ¿Quién eres? — preguntó en un murmullo.
Ella lo miró un momento sin hablar; luego dijo, sonriendo alegremente:
— No tengas miedo. No soy la mantis religiosa hembra.
Will le sonrió a su vez; sonrió a una muchacha riente, que tenía debilidad por los besos y la suficiente franqueza como para atraerlos.
— ¡Gracias a Dios! — exclamó, y el amor que había retrocedido, atemorizado, volvió en una marejada de dicha.
— ¿Gracias por qué?
— Por haberte dado la gracia de la sensualidad.
Ella volvió a sonreír.
— De modo que eso ya ha quedado revelado. — ¡Toda esa energía! — exclamó él —, esa admirable, terrible voluntad! Habrías podido ser Lucifer. Pero por fortuna, providencialmente… — Soltó su mano derecha y con la punta del índice extendido le tocó los labios. — El bendito don de la sensualidad… ha sido tu salvación. La mitad de tu salvación — aclaró, recordando el horripilante frenesí sin amor de la alcoba rosada —, una de tus salvaciones. Porque, por supuesto, está esto otro, este saber quién eres en realidad. — Guardó silencio un instante. — María con puñales clavados en el corazón, y Circe y Ninón de Lenclos, y ahora…. ¿quién? Alguien como Juliana de Norwich o Catalina de Génova. ¿De veras eres todas esas personas? — Y además una idiota — le aseguró ella —. Y además una madre preocupada y no muy eficiente. Y además un poco de la pequeña remilgada y soñadora que era de niña. Y además, en potencia, la anciana moribunda que me miró desde el espejo la última vez que tomamos juntos la medicina moksha. Y luego Dugald miró y vio lo que sería él dentro de otros cuarenta años. Y menos de un mes después — agregó —, estaba muerto.
Una se desliza hacia atrás con demasiada facilidad, demasiado a menudo… La mitad sumida en misteriosa obscuridad, la mitad relumbrando misteriosamente con una luz dorada, su rostro se había convertido una vez más en una máscara de sufrimiento. Will pudo ver que, dentro de sus órbitas umbrías, los ojos estaban cerrados. Se había recogido en otra época y estaba sola, en otra parte, con los puñales y su herida abierta. Afuera los gallos cantaban una vez más, y un segundo mynah había comenzado a pedir compasión, medio tono más alto que el primero.
— Karuna.
— Atención. Atención.
— Karuna.
Will volvió a levantar la mano y le tocó los labios.
— ¿Oyes lo que dicen?
Pasó un largo rato antes de que Susila respondiera. Luego, levantando la mano, tomó el dedo extendido de él y lo oprimió contra su labio inferior.
— Gracias — dijo, y abrió los ojos.
— ¿Por qué me» agradeces? Tú me enseñaste a hacerlo.
— Y ahora eres tú quien enseña a tu maestra.
Como un par de gurús rivales exhibiendo su marca particular de espiritualidad, los mynah gritaban «Karuna, atención»; luego, cuando se ahogaron mutuamente la sabiduría en competencia superpuesta: «Runatenkaratunción.» Proclamando que era el dueño jamás impotente de todas las hembras, el invencible desafiante de todos los espurios pretendientes a la masculinidad, un gallito del huerto cercano anunció chillonamente su divinidad.
Una sonrisa quebró la máscara de sufrimiento; de su mundo privado de puñales y recuerdos, Susila había regresado al presente.
—.¡Quiquiriquí! — dijo —. ¡Cómo lo quiero! Igual que Tom Krishna cuando va de un lado a otro pidiéndole a la gente que vea qué músculos tiene. Y estos ridículos pájaros mynah, que con tanta fidelidad repiten el buen consejo que no pueden entender. Son tan adorables como mi gallito pigmeo.
— ¿Y qué me dices del otro tipo de bípedos? — preguntó él —. ¿De la variedad menos adorable?
En respuesta Susila se inclinó, lo tomó de un mechón de cabellos e, inclinándole la cabeza hacia adelante, lo besó en la punta de la nariz.
— Y ahora es hora de que muevas las piernas — dijo. Poniéndose de pie, le tendió la mano. Él la tomó y ella lo levantó de la silla.
— Cantos de gallo negativos y parloteos contrarios a la sabiduría — dijo Susila —. Eso es lo que les gusta a algunos de los otros bípedos.
— ¿Quién me garantiza que no volveré a mis vómitos? — preguntó él.
— Probablemente volverás — le aseguró ella con tono alegre —. Pero también es probable que vuelvas a esto.
A los pies de ellos hubo un torbellino de movimiento. Will rió.
— Ahí va mi pobre y pequeña encarnación del mal.
Ella lo tomó del brazo y juntos se dirigieron a la ventana abierta. Anunciador de la proximidad del alba, un vientecillo removía a ratos las hojas de las palmeras. Debajo de ellos, hundida, invisible, en la tierra húmeda y acre, había una mata de hibisco… una profusión de brillantes hojas suaves y de trompetas color bermellón, destacadas de la doble obscuridad de la noche y los árboles por una lanza de luz proveniente de la lámpara de la habitación.
— No es posible — dijo Will con incredulidad. Estaba otra vez con Dios 14 de julio.
— No es posible — convino ella —. Pero como todas las otras cosas del universo, es un hecho. Y ahora que por fin has reconocido mi existencia, te daré permiso para mirar a tu gusto.
Will permaneció inmóvil, mirando, mirando a lo largo de una sucesión de crecientes intensidades y de significaciones más profundas aun. Las lágrimas le llenaron los ojos y cayeron por fin sobre sus mejillas. Sacó el pañuelo y se las enjugó.
— No pude evitarlo — se disculpó.
No podía evitarlo porque no tenía otra forma de expresar su agradecimiento. Agradecimiento por el privilegio de estar vivo y de ser testigo de ese milagro; de ser, en verdad, algo más que un testigo: un participante, un aspecto del milagro. Agradecimiento por esos dones de luminosa dicha y esa comprensión sin conocimiento. Agradecimiento por ser a la vez esa unión con la unidad divina y al mismo tiempo esa criatura finita entre otras criaturas finitas.