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— ¿Por qué habría uno de llorar cuando se siente agradecido? — dijo mientras guardaba el pañuelo —. Sólo el cielo lo sabe. Pero así sucede. — Una burbuja-recuerdo surgió del fango de las lecturas pasadas. — «La gratitud es un cielo en sí» — citó —. ¡Puras tonterías! Pero ahora veo que Blake no hacía otra cosa que registrar un simple hecho. Es el cielo en sí.

— Y tanto más celestial — continuó ella — cuanto que es el cielo en la tierra y no el cielo en el cielo.

Asombrosamente, a través de los cantos de gallos y el croar de las ranas, a través de los ruidos de los insectos y el dúo de los gurús rivales, llegó el sonido de disparos distantes.

— ¿Qué será eso? — se preguntó ella.

— Los muchachos jugando con fuegos de artificio — repuso él, alegre.

Susila meneó la cabeza.

— No permitimos ese tipo de fuegos de artificio. Ni siquiera los poseemos.

De la carretera, al otro lado de los muros del cercado, un rugido de vehículos pesados ascendiendo en primera se hizo cada vez más fuerte. Por sobre el ruido, una voz a la vez estentórea y chillona gritaba cosas incomprensibles por un altavoz.

En su marco de sombra aterciopelada, las hojas eran como delgadas virutas de jade y esmeralda, y del corazón de su caos, con brillo de joyería, rubíes fantásticamente esculpidos estallaban en estrellas de cinco puntas. Gratitud, gratitud. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.

Trozos de gritos chillones se convirtieron en palabras reconocibles. Contra su voluntad, se sorprendió escuchando.

— Pueblo de Pala — oyó; luego la voz se hinchó en incoherencia amplificada. Chillido, rugido, chillido. Y después —: Habla vuestro raja:., permaneced tranquilos… dad la bienvenida a vuestros amigos del otro lado del estrecho…

Entendió.

— Es Murugan.

— Y está con los soldados de Dipa.

— El progreso — decía la voz insegura y excitada —. La vida moderna… — Y luego, pasando de Sears Roebuck a la rani y a Koot Hoomi, chillo —: La verdad… los valores… auténtica espiritualidad… petróleo…

— ¡Mira — exclamó Susila —, mira! Entran en el cercado.

Visibles en una brecha entre dos grupos de bambúes, los haces de luz de una procesión de focos brillaron un momento en la mejilla izquierda del gran Buda de piedra de junto al estanque de los lotos y pasaron de largo, insinuaron una vez más la bendita posibilidad de liberación y volvieron a pasar.

— El trono de mi madre — mugió el chillido enormemente ampliado —, unido al trono de los antepasados de mi madre…. Dos naciones hermanas marchan hacia adelante, de la mano, hacia el futuro… En adelante se las conocerá como Reino Unido de Rendang y Pala… El primer ministro de ese Reino Unido, ese gran dirigente político y espiritual, el coronel Dipa…..

La procesión de focos desapareció detrás de una larga hilera de edificios y los chillones mugidos volvieron a convertirse en incoherencia. Luego las luces reaparecieron y una vez la voz se hizo coherente.

— Reaccionarios — gritaba, furiosa —. Traidores a los principios de la revolución permanente…

Con tono de horror, Susila musitó:

— Se detienen ante la choza del doctor Robert.

La voz había pronunciado su última palabra, los focos y los rugientes motores estaban apagados. En el obscuro y expectante silencio, las ranas y los insectos continuaron sus insensatos soliloquios, los mynah reiteraron sus buenos consejos. «Atención, Karuna.» Will contempló su encendido arbusto y vio la Talidad del mundo y su propio ser ardiendo con la clara luz que era también (¡cuan evidente, ahora!) compasión… la clara luz a la que, como todos los demás, había preferido ser ciego, la compasión a la que siempre había preferido sus torturas, soportadas o infligidas en una tienda de oportunidades, sus viles soledades con las Babs vivientes o las Molly agonizantes en primer plano, con Joe Aldehyde en la distancia media y, en el fondo más remoto, el gran mundo de fuerzas impersonales y de números en proliferación, de paranoias colectivas y diabolismo organizado. Y siempre, en todas partes, existirían los hipnotistas aulladores o tranquilos y autoritarios; y a la zaga de los imperiosos dadores de sugestiones, siempre y en todas partes, las tribus de bufones y mercachifles, los embusteros profesionales, los proveedores de divertidas impertinencias. Condicionadas desde la cuna, incesantemente atenazadas, sistemáticamente mesmerizadas, sus víctimas uniformadas continuarían marchando, obedientes, de un lado a otro, y seguirían, siempre y en todas partes, matando y muriendo con la perfecta docilidad de perritos amaestrados. Y a pesar de la negativa de todo punto de vista justificada a aceptar un sí por respuesta, seguía y seguiría siempre en pie el hecho — en todas partes — de que incluso en un paranoico existía esa capacidad de inteligencia, esa capacidad de amar en un adorador del diablo; el hecho de que la base del ser total podía ser absolutamente manifiesta en un arbusto en flor, en un rostro humano; el hecho de que había luz y de que esa luz también era compasión.

Se oyó un disparo; luego varios de un rifle automático.

Susila se cubrió el rostro con las manos. Temblaba y no podía dominarse.

Él la abrazó y la apretó contra sí.

La labor de cien años destruida en una sola noche. Y sin embargo seguía en pie el hecho… el hecho de la terminación de la pena así como el hecho de la pena misma.

Los arranques chirriaron; motor tras motor rugieron al encenderse. Reaparecieron los focos y, luego de un minuto de ruidosas maniobras, los coches comenzaron a regresar con lentitud por la carretera por la que habían llegado.

El altavoz bramó los primeros compases de un himno marcial y al mismo tiempo lascivo, que Will reconoció como el himno nacional de Rendang. Luego el Wurlitzer fue desconectado y volvió a escucharse la voz de Murugan.

— Habla vuestro raja — proclamó la excitada voz. Después de lo cual, da capo, repitió el discurso sobre el Progreso, los Valores, el Petróleo, la Verdadera Espiritualidad. Bruscamente, como antes, la procesión desapareció de la vista y el oído. Un minuto más tarde reaparecía, con su vacilante contralto mugiendo las alabanzas del primer ministro del nuevo reino unido.

La procesión avanzó y entonces, esta vez desde la derecha, los focos del primer coche blindado iluminaron el rostro serenamente sonriente del esclarecimiento. Sólo un instante, y el haz de luz siguió de largo. Y allí estaba el Tathagata por segunda, tercera, cuarta, quinta vez. Pasó el último de los vehículos. Olvidado en la obscuridad, el hecho del esclarecimiento seguía en pie. El rugido de los motores se fue apagando, la chillona retórica se convirtió en un murmullo inarticulado, y a medida que los ruidos intrusos se alejaban volvían a destacarse las ranas, los ininterrumpibles insectos., los mynah.

— Karuna. Karuna.

Y en un semitono más bajo.

— Atención.

FIN

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