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Sin quererlo, sin tener conciencia de ello, Will Farnaby exhaló un profundo suspiro. ¡Cuan silencioso se había vuelto el mundo! Silencioso, con un silencio profundo y cristalino, aunque los loros seguían atareados, más allá de las persianas, y aunque la voz continuaba canturreando a su lado. Silencio y vacío, y a través del silencio y el vacío fluía el río, dormido e irresistible.

Susila contempló el rostro que reposaba sobre la almohada. De pronto parecía muy joven, infantil en su perfecta serenidad. Había desaparecido el ceño. Los labios tan fuertemente cerrados de dolor estaban ahora entreabiertos, y la respiración surgía con suavidad y lentitud, casi imperceptible. Recordó de pronto las palabras que habían acudido a su pensamiento cuando contempló, una noche de luna, la trasfigurada inocencia del rostro de Dugald: «Otorgó reposo a su amado.»

— Duerma — dijo en voz alta —. Duerma.

El silencio pareció tornarse absoluto, el vacío más enorme.

— Dormido en el río que duerme — decía la voz —. Y por sobre el río, en el cielo pálido, hay enormes nubes blancas. Y cuando uno las mira comienza a flotar hacia ellas.

Sí, flota hacia arriba, hacia ellas, y el río es ahora un río en el aire, un río invisible que lo lleva hacia arriba, cada vez más alto.

Hacia arriba, más y más, a través del vacío silencioso. La imagen era la cosa, las palabras se convertían en la experiencia.

— Y sale de la calurosa llanura — decía la voz —, sin esfuerzos, y va hacia la frescura de las montañas.

Sí, estaba el Jungfrau, deslumbradoramente blanco contra el azul. Y estaba el Monte Rosa…

— ¡Cuan fresco es el aire cuando uno lo inspira! ¡Fresco, puro, cargado de vida!

Will inspiró profundamente y una nueva vida fluyó por su cuerpo. Y entonces un vientecillo cruzó los campos cubiertos de nieve, fresco sobre la piel, deliciosamente fresco. Y como un eco de sus pensamientos, como describiendo su experiencia, la voz dijo:

— Frescura. Frescura y sueño. A través de la frescura, hacia una vida más rotunda. A través del sueño, hacia la reconciliación, hacia la integridad, hacia la paz viviente. Media hora más tarde Susila volvió a entrar en la sala. — ¿Y bien? — preguntó su suegro —. ¿Tuviste éxito? Ella asintió.

— Le hablé de un lugar de Inglaterra — dijo Susila —. Se aferró a él con más rapidez de lo que esperaba. Después de eso le hice algunas sugestiones acerca de su temperatura…

— Y sobre la rodilla, supongo. — Es claro.

— ¿Sugestiones directas?

— No, indirectas. Siempre son mejores. Logré que tuviera conciencia de la imagen de su cuerpo. Y entonces hice que lo imaginara mucho más grande que en la realidad cotidiana… y su rodilla mucho más pequeña. Una cosita desdichada, en rebelión contra una cosa gigantesca y espléndida. No cabe duda alguna en cuanto a cuál de las dos vencerá. — Miró el reloj de pared. Caramba, tengo que darme prisa. De lo contrario llegaré tarde para mi clase en la escuela.

V

El sol comenzaba a salir cuando el doctor Robert entró en la habitación de su esposa en el hospital. Un resplandor anaranjado, y contra él la silueta dentada de las montañas. Y enseguida, de pronto, la enceguecedora hoz incandescente entre dos picos. La hoz se convirtió en un semicírculo y las primeras sombras largas, las primeras lanzas de luz dorada cruzaron el jardín, al otro lado de la ventana. Y cuando miraba hacia las montañas veía toda la insoportable gloria del sol naciente.

El doctor Robert se sentó junto a la cama, tomó la mano de su esposa y la besó. Ella le sonrió y se volvió otra vez hacia la ventana.

— ¡Cuan rápidamente gira la tierra! — susurró, y luego, al cabo de un silencio —: Una de estas mañanas veré mi última aurora.

A través del confuso coro de gritos de pájaros y ruidos de insectos, un mynah canturreaba: «Karuna, Karuna…»

— Karuna — repitió Lakshmi —. Compasión…

— Karuna. Karuna — insistió desde el jardín la voz de oboe de Buda.

— Ya no la necesitaré mucho tiempo más — prosiguió Lakshmi —. ¿Pero y tú? Mi pobre Robert, ¿y tú?

— De una manera o de otra, uno encuentra la fortaleza necesaria — respondió él.

— ¿Pero será la fortaleza adecuada? ¿O será la fuerza de la coraza, la fuerza del encierro en sí mismo, la fuerza de absorberte en tu trabajo y en tus ideas, y de no preocuparte de nada más? ¿Recuerdas cómo solía ir a tironearte del cabello y obligarte a prestar atención? ¿Quién lo hará cuando yo me vaya?

Entró una enfermera con un vaso de agua azucarada. El doctor Robert deslizó una mano bajo los hombros de su esposa y la ayudó a incorporarse. La enfermera le llevó el vaso a los labios. Lakshmi bebió un poco de agua, tragó con dificultad, y luego bebió una y otra vez más. Apartándose del vaso, miró al doctor Robert. El rostro demacrado estaba iluminado por una chispa extrañamente incongruente de picardía.

— Yo, la Trinidad ilustrada — citó la voz débil y ronca —. Sorbo aguada pulpa de naranja; en tres sorbos, el ario frustrado… — Se interrumpió. — Qué cosa tan ridícula para recordar. Pero yo siempre fui bastante ridícula, ¿no es así? El doctor Robert hizo lo posible para sonreírle. — Bastante ridícula — convino.

— Tú decías que era como una pulga. En un instante dado estaba aquí, y de pronto, de un salto, en cualquier otra parte, a kilómetros de distancia. ¡No es extraño que jamás pudieses educarme!

— Pero tú me educaste a mí — le aseguró él —. Si no hubiese sido porque ibas a tironearme del cabello y me hacías contemplar el mundo y me ayudabas a entenderlo, ¿qué sería hoy? Un pedante con antiparras… a pesar de toda mi cultura. Pero por suerte tuve la sensatez de pedirte que te casaras conmigo, y por fortuna cometiste la locura de aceptarme y la inteligencia de convertirme en algo aceptable. Después de treinta y siete años de educación adulta, soy casi un ser humano.

— Pero yo sigo siendo una pulga. — Lakshmi meneó la cabeza. — Y sin embargo lo intenté. Me esforcé. No sé si te diste cuenta de ello, Robert; siempre estaba en puntas de pies, siempre me esforzaba por llegar a la altura en que te encontrabas con tu trabajo, tu pensamiento y tus lecturas. En puntas de pies, tratando de llegar, de alcanzarte ahí arriba. ¡Cielos, cuan fatigoso fue eso! ¡Qué interminable serie de esfuerzos! Y todos ellos completamente inútiles. Porque yo no era más que una pulga tonta que saltaba de un lado a otro entre la gente, las flores, los gatos y los perros. Tu tipo de mundo intelectual era un lugar al cual yo jamás podía ascender, y menos aun encontrar una puerta de entrada. Cuando sucedió esto — se llevó la mano al pecho ausente —, ya no tuve que seguir intentando. No más escuela, no más deberes. Tenía una excusa permanente.

Hubo un largo silencio.

— ¿Qué hay de beber otro sorbo? — preguntó al cabo la enfermera.

— Sí, tendrías que beber un poco más — convino el doctor Robert.

— ¿Y arruinar la Trinidad? — Lakshmi le lanzó otra de sus sonrisas. A través de la máscara de la edad y la enfermedad mortal, el doctor Robert vio de pronto a la muchacha riente de la cual, media vida antes, y sin embargo apenas ayer, se había enamorado.

Una hora después el doctor Robert se encontraba en su cabaña.

— Esta mañana se quedará solo — anunció después de cambiar el vendaje de la rodilla de Will Farnaby —. Yo tengo que ir a Shivapuram, para una reunión del Consejo Privado. Una de nuestras estudiantes-enfermeras vendrá a eso de las doce para darle su inyección y traerle algo de comer. Y por la tarde, en cuanto haya terminado su trabajo en la escuela, Susila volverá a pasar por aquí. Y ahora tengo que irme. — El doctor Robert se puso de pie y posó por un instante la mano en el brazo de Will. — Hasta esta noche. — A mitad de camino hacia la puerta se detuvo y se volvió. — Casi me olvido de darle esto. — De uno de los bolsillos laterales de su abultada chaqueta extrajo un librito verde. — Es las Notas sobre qué es qué y acerca de lo que sería razonable hacer respecto de qué es qué, del Viejo Raja.