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Pino se volvió, brusca, hacia ella.

Las dos se estuvieron mirando. Vicenta, quieta, con sus gruesos labios color de tierra algo más pálidos que de costumbre. Pino, con los ojos espantados, con una mano en el pecho, allí donde le golpeaba negramente el corazón.

De pronto, Pino pasó por delante de la majorera, con un gesto de desafío en los labios. Abrió la puerta de su cuarto, atravesó el pasillo, y bruscamente, brutalmente, se metió en la habitación de Teresa.

Había que poner la inyección a la enferma. Estaba entendido.

Vicenta, la majorera, entró detrás de ella. Tenía una voz áspera. Aspiraba las eses y las haches, como si una invisible j las hubiese raspado.

– ¡Cuidado, no la lastime…!

Había una sofocada orden, una velada amenaza, en la manera de decir.

IV

Marta llegó a recordar más tarde aquel período de tiempo en que estuvieron sus tíos en la casa, como algo muy nebuloso y extraño. Ella se veía corriendo anhelante de unos a otros en aquella especie de sueño.

El ambiente de la casa se había puesto cargado como cuando va a haber tormenta, desde el día siguiente mismo de llegar aquellas gentes. A Marta, los ambientes de la casa hasta entonces apenas la habían rozado. No le importaba nada la vida de los seres que alentaban en aquellas habitaciones. Pero llegaron tres personas de fuera que sí le importaban, porque las había creado en su propia fantasía, y las cosas que veía la asombraban y a veces la herían.

Pino fue de una grosería insufrible para los parientes en los primeros días. Sólo Dios sabría lo que pasaba en su corazón, pero les molestaba de continuo. Les acechaba. Si Marta se acercaba a alguno de ellos para conversar un rato, indefectiblemente aparecía Pino con sus zapatillas silenciosas y un: "Sigan, si no hablaban de mí…" que los dejaba helados.

Marta contó a sus amigas del Instituto cosas muy vacilantes sobre ellos. Aquellas chicas tenían curiosidad por los peninsulares y ella les dijo que un día las invitaría a su casa para que les conocieran, pero que eran muy extraños, como todos los artistas.

Marta no concebía la vida sin consultar sus preocupaciones a la panda de amigas. Se sentía unida a ellas mucho más que a su familia. Al menos, hasta el momento en que los peninsulares llegaron. Estaban unidas todas por el gusto común de la lectura, por la edad parecida, por la adoración común hacia los creadores de cualquier clase de arte. También se sentían unidas y metidas en una especie de círculo mágico desde donde veían la vida de distinta manera que los demás. Tenían un código moral muy curioso y en honor de ellas hay que decir que si era inflexible para ellas mismas concedía gran tolerancia para las acciones de los otros, o mejor dicho, las otras muchachas que no pertenecían a la pandilla, porque a los hombres no sabían juzgarlos exactamente.

Las personas no pertenecientes a su generación no les parecían, en general, muy dignas de atención. Casi siempre les provocaban una sonrisa suave, indulgente, a no ser que fuesen famosas por algo, o sea dignas de admiración. Pero en verdad, ninguna de ellas, excepto Marta, podía contar con seres extraordinarios en el seno de la familia. Así es que la acribillaron a preguntas.

– ¿Es verdad que tu tío está componiendo una sinfonía sobre la isla?

Marta se sentía sonrojada y confusa. Antes de llegar aquellas gentes nunca había mentido a sus amigas. Se sentía tan fundida con ellas que le parecía ser una misma cosa con todas. No tenía secretos para ellas. Pero ahora era más leal a los recién llegados e inventaba su manera de ser porque tenía miedo de que no les juzgaran bien. Lo de la sinfonía de la isla era una invención hecha en honor de Daniel.

Era verdad que él, continuamente, emborronaba papeles de música, luego se sentaba al piano y se oían desde cualquier sitio de la casa unas notas vacilantes. Volvía a escribir, y al fin terminaba tocando para descansar, algo muy hermoso que Marta, con su terrible incultura musical, estaba convencida que era ya la sinfonía acabada.

Marta había intentado hablarle de cosas de la isla, de Alcorah y de los demonios en forma de machos cabríos. Un día se lo expuso concretamente mientras él la miraba con sus ojillos aguados sin gran interés. Estaba sentado al banquillo del piano y de cuando en cuando tecleaba.

– Yo siempre he notado como una música, la música de la isla que los picos altos de las cumbres parecen dirigir. Tú podrías hacer esa música, Daniel. Llamaron a la puerta. Entró Carmela. -La señorita Pino que le duele la cabeza. Que si don Daniel quiere dejar el piano.

Tres veces Pino había mandado tal recado, cuando Marta estaba junto a Daniel. Aquélla fue la última vez. Daniel huía de ella.

– Pequeña, hay que ser prudentes… Cloc, cloc, cloc, ¡perdón…!, hijita, ¿qué sacamos de disgustar a la buena de Pino?

Daniel tenía miedo de Pino, que desde un tiempo a aquella parte estaba tan nerviosa. Cortaba para ella flores en el jardín. La adulaba. Le besaba la mano en cuanto tenía ocasión. De nada servía todo esto porque Pino, que como todos los isleños era sensible al ridículo, lo creía una burla y le dijo al asombrado Daniel que estaba poco dispuesta a dejarse tomar el pelo.

Marta, el día en que sus amigas exigían una contestación sobre la sinfonía de Daniel, sintió que le salía una voz débil al decir que sí. Sí, Daniel escribía la sinfonía, pero naturalmente era una cosa muy difícil que exigía mucho tiempo.

– Y de tus poemas de Alcorah ¿qué dicen tus parientes?, ¿les gustan?

– No me he atrevido a enseñárselos.

Como estaba mintiendo, a Marta le fastidió el corro de caras que la contemplaban allí, en el patio del Instituto. Por primera vez hubiera querido estar sola, lejos de ellas. Sus amigas conocían las leyendas, las juzgaban con imparcialidad. Opinaban que no eran buenas aún, pero prometían mucho. Marta debía enseñarlas.

Era muy fastidioso. Sus amigas le habían reprochado siempre tomar demasiado en serio aquel afán literario y no ocuparse de las cosas de la vida, como decían ellas. Pero en el momento de llegar aquellos peninsulares artistas, para las "niñas" resultaban un orgullo las habilidades de Marta.

De todas las amigas, Marta prefería a una. Todas la preferían: se llamaba Anita, y era la cordura en persona. Ella a su vez se preocupaba por todas y un día llevó a Marta aparte.

– Mira, yo he pensado que tus parientes se deben preocupar ahora por ti, en muchas cosas. Mi madre dice que tu hermano no se ocupa mucho y que tu cuñada no es gran cosa la pobre…

Marta dijo, muy agitada:

– Pero si se preocupan mucho. Quieren saberlo todo de mí. Me quieren mucho. Ya se han dado cuenta de que Pino y José no son simpáticos y quieren llevarme con ellos cuando vuelvan a Madrid…

Anita quedó pensativa.

– No te hace falta que te lleven a Madrid. ¿No te daría pena dejar la isla? Lo que tú debías hacer es buscar un buen chico y casarte. Tú no eres fea, ¿sabes? Sixto, el hermano de María, dice que le gustas… Ahora va a venir con permiso del frente porque lo han herido… Tus parientes te pueden ayudar para eso, ya que tu hermano no te saca nunca a ningún lado y además dice mi padre, no sé por qué, que se llevará un disgusto cuando te cases.

Marta se encogió de hombros. Explicó vagamente que Hones también le había dicho que tenía que buscar un novio… Pero inmediatamente se sintió triste, porque no era esto lo que esperaba ella de los parientes.

Cuando pensaba en la manera como Matilde le había rechazado, hasta tenía ganas de llorar. Nunca se lo diría a sus amigas. Había ido detrás de Matilde como un perrillo, en todas ocasiones le había insinuado sus grandes deseos de que hablaran las dos de Literatura, y su tía siempre había encontrado el medio de escabullirse.

Un día, cuando Matilde, como siempre, tomaba el sol en el jardín, la abordó.

– Yo quería enseñarte lo que escribo…

– ¿Por qué no vas a tu profesor?

– Creo más en ti porque has escrito también -la miró y continuó muy de prisa-: además, tú estás equivocada conmigo, crees que soy feliz y me desprecias. Crees que soy una tonta metida en esta finca sin enterarme de la vulgaridad de Pino y de José…

– No sabes lo que dices. Me parece de mal gusto hablar mal de tus hermanos.

– Sí… pero, ¿no quieres leer lo mío?

– No.

Matilde, detrás de las gafas negras que se ponía para el sol, vio la cara de Marta llena de desencanto. No se compadeció. Aquella niña la irritaba.