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Después de aquel estallido de Pino, todos los de la casa parecieron serenarse. Se decidió que desde enero vivirían los tíos en Las Palmas, en la casa ahora cerrada, donde durante parte de su infancia había vivido Marta con su abuelo. José daría a Daniel un empleo bien pagado.

Fuy muy raro para Marta ver como Pino se sintió desde entonces infeliz, porque los parientes que tanto habían parecido molestarla se iban. Decía que iba a quedar horriblemente sola y abandonada.

Llegó a hacerse muy amiga de Hones, que era muy amable y subía muchos ratos a su cuarto para hacerle compañía y cuchichear con ella interminablemente.

Marta pasaba unos días de desconcierto entre todas estas vidas indiferentes junto a ella. También se sentía distinta junto a sus amigas. Su antigua y absoluta intimidad con ellas no le parecía posible ya. En los últimos días de la estancia de los huéspedes, Pino llegó hasta a estar animada como en los tiempos en que Marta la conoció, cuando estaba recién casada. Iba y venía a Las Palmas con mucha frecuencia para ayudar a Hones a preparar la casa de la ciudad. A pesar del buen humor de Pino, José no pareció muy contento de estas salidas. Un día, delante de todos, le planteó la cuestión:

– Si sigues dejando la casa con frecuencia, tendremos que buscar una enfermera para Teresa. No estoy dispuesto a que Vicenta crea que tiene derecho y libertad para manejar completamente a la enferma… El mejor día nos encontraremos un curandero en casa… Ya ha sucedido.

El tono de José fue muy seco. Estaban todos tomando café debajo de los ventanales del comedor. Pino se había puesto su traje nuevo y estaba dispuesta a ir a Las Palmas aquella tarde. Escuchaba, rabiosa, a su marido. Marta, que estaba en un rincón, salió al jardín, como hacía siempre ahora, cuando presentía que se preparaba alguna discusión. Los peninsulares no despegaron los labios. Solamente Daniel se quemó con el café. Pino empezó a agitarse. José la miraba.

– No quiero escenas… Aquí todos son testigos de que no te impido hacer tu capricho, pero tiene que ser dejando a Teresa en buenas manos.

– Para tú acostarte con la enfermera que traigas. ¡Gracias…! No quiero.

Las caras de todos los que les rodeaban eran difíciles. Matilde, impaciente, no entendía bien estos celos furibundos de Pino. Se encogió de hombros fastidiada. "Si recordaran estas gentes que había guerra -pensó-, que había tantas cosas de que ocuparse en vez de perder el tiempo en discusiones ridículas…" Miró por los cristales de la ventana y vio a Marta en el jardín sentada con la gata en la falda. También le molestó la actitud de aquella chica. Se sentía profundamente descontenta con todo y con todos. A veces le parecía que jamás volvería a ser la mujer animosa de antes de la guerra.

La discusión entre José y Pino terminó como era de esperar. Pino se quedó en casa fastidiada y rabiando. Daniel se sintió mal y pidió que le hicieran tila. José marchó a su oficina llevando en el automóvil a Honesta y a Marta.

Los sollozos de Pino se oyeron mucho rato aquella tarde. Se había encerrado en su cuarto. Matilde, que no tenía gran cosa que hacer, había subido también a su propia alcoba y la oía desde lejos. Se acercó a la ventana y se dedicó a mirar el firmamento, como si estuviese enjaulada. Muchas veces hacía esto mismo. Así vio cómo unas nubes ligeras cubrían la cumbre y se iban espesando rápidamente, y cómo luego se volvieron tempestuosas y terribles. Aquel espectáculo del cielo la iba cargando a ella de una extraña electricidad.

Daniel, que no se atrevía a tocar el piano por no molestar a Pino, daba vueltas en aquella misma habitación, y Matilde lo sentía, nerviosa. De pronto empezó a llover. Relampagueaba y llovía brusca y torrencialmente.

– ¡Dios mío! -decía Daniel!- se me parte la cabeza… Pero ¿no estamos en invierno…? Este clima me sienta mal a los nervios… Yo tenía entendido que en invierno no había tempestades.

– Aquí en la isla, sólo hay tempestades en invierno.

Daniel miró la figura de su mujer, tan seca, recortada contra los cristales de la ventana.

– Pareces una profesora hablando así.

– ¿No lo soy?

Matilde se había vuelto hacia él, desdeñosa.

– Eres una dama… No lo olvides. Te has casado conmigo.

Matilde tuvo ganas de reírse, como si ella también estuviese histérica. Aquel hombre, su marido, le parecía un monigote.

– Ojalá no lo hubiera hecho nunca.

– ¡Qué manera de hablar…! ¿Te ha contagiado Pino…? cloc, cloc…, ¡ejem!

Matilde sentía aquella electricidad y aquel desbordar de la lluvia dentro de ella misma.

– Sí, eso es. Me he contagiado. Cuando las gentes viven encerradas en un círculo absurdo, terminan contagiándose.

Daniel, al ver que Matilde temblaba, se quedó mirándola con curiosidad, con cierta avidez también.

Matilde le apartó. A veces tenía ella impulsos extraños, pero ninguno como el que le cogió en este momento. La tempestad la conmovía, removía en ella una serie de sentimientos y de impulsos.

Salió de la habitación, corriendo, delante del asombrado Daniel. Había decidido permanecer apartada de todas las cuestiones de esta familia con la que ahora vivía, pero iba en este momento hacia el cuarto de Pino para consolarla. Era la primera vez en mucho tiempo que sentía un movimiento de simpatía hacia un ser humano. Sintió que le desbordaba una curiosa solidaridad por todas las mujeres del mundo, en el impulso que la llevaba hacia Pino. Ella no lo analizaba. Jamás había sentido simpatía por los seres de su propio sexo, pero, en este momento, aquella simpatía y aquella solidaridad, convergiendo hacia Pino, fueron tan grandes en ella que le hacían golpear el corazón y temblar las manos. Recordó vívidamente que, en un tiempo, ella también había llorado como Pino, encerrada en un cuarto, después de discutir con su marido.

Pino se había encerrado con llave. Cuando Matilde llamó a su puerta, le contestó con una palabrota. No quiso abrirle, de ninguna manera.

V

Me parece que equivocaste tu vocación. Esto se lo decía José a Daniel. Estaban los dos en las oficinas de la casa comercial. Por la ventana se veía el puerto lleno de sol, entraba el olor de los barcos y el aire del mar. Los empleados acababan de marcharse. Daniel venía dócilmente ahora, todos los días, acompañando a José.

– ¿Mi vocación…? No sé qué quieres decir.

José inclinó su larga nariz hacia él.

– Que hubieras sido un buen oficinista en vez de un músico mediocre, eso quiero decir.

José tenía un aspecto singular, mirando a Daniel, que acababa de entregarle un trabajo.

José estaba de muy buen humor aquel día. Había estado haciendo un balance de sus cuentas particulares y las cosas le iban bien. Hasta había calculado la posibilidad de que el tiempo en que él debiera tener un hijo se iba acercando. No quería esto hasta que verdaderamente pudiese ofrecer a aquel hipotético hijo suyo ciertas cosas de las que él había carecido en su infancia. Sobre todo la seguridad en el porvenir. Acababa de hacer una pequeña "faena", como él decía, y habían pasado a su cuenta algunos billetes más… Cada vez que estas cosas ocurrían, aquellos pensamientos de sucesión, de continuidad, venían a él con más fuerza.

Su tío Daniel sudaba. No tenía idea de por qué José se complacía en mortificarle y al mismo tiempo en tratarle bien. Sus labios se fruncieron de modo que la boca parecía minúscula.

– Hijo mío… sólo sé que te he tenido en mis rodillas de pequeño y que podías… No sé, tenerme un poco más de respeto…

José miró al viejo con cierta chispa en los ojos.

– Tú mismo me pronosticaste a mí un porvenir de oficinista. ¿No te acuerdas…? "Este pobre chico, este…" ¿Cómo decías…? Ahora soy tu jefe. Has sido un adivino.

Daniel tenía un aspecto tan afligido en aquel despacho, que José tuvo al fin que sonreírse. Desde que sus tíos escribieron hablando de su desesperada situación, José había pensado en muchas cosas, pero sobre todo en devolver una por una mil humillaciones antiguas, almacenadas debajo del aburrimiento de toda una vida. Recordaba la horrible casa de su abuela; el insoportable señor que era Daniel, siempre chillando con una voz aflautada contra el padre de José y sus dispendios y su hijo medio tonto. Toda la vida había llevado aquellas palabras: "este tonto", metidas en los oídos. Pero en el momento de tener en sus manos a este mismo Daniel que en sus recuerdos era odioso, le resultaba como si fuera otra persona: un pobre viejo ridículo y, sin embargo, no carente de dignidad, que se esforzaba por hacer lo mejor posible el trabajo que él le encomendaba. Además, le demostraba admiración, y a esto José era sensible… Si es verdad que, en la casa, Pino estropeaba con sus tonterías el conjunto feliz que él había querido presentar a aquellas gentes, también era verdad que sus tíos se mostraban muy prudentes, casi con el rabo entre piernas, y nunca se habían mezclado en sus discusiones. Ahora no podía menos de sonreír delante de aquella cara desconcertada.