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Marta, desconcertada por esta explicación incomprensible, dijo que ella buscaba a un señor cojo.

– Sí; ése es el que yo digo…

La mujer se encogió de hombros.

– No me haga caso… Vaya a ver.

La criada entró en la casa, y Marta no pudo pensar más en sus palabras absurdas. Aquel pasillo de puertas verdes la estaba llamando. Entró casi de puntillas, con un cuidado especial, totalmente injustificado, de no hacer ruido. Llamó débilmente a la puerta que le habían indicado. No contestó nadie, pero le pareció oír un susurro, una respiración. Llamó más fuerte. Entonces sintió solamente el silencio. Rozó el picaporte de porcelana blanca, y notó su frío en los dedos al tiempo que la puerta se abría fácilmente, como invitándola a pasar. Sin saber cómo, Marta se encontró dentro apoyándose en aquella puerta que acababa de cerrar a sus espaldas.

Enfrente de los ojos tenía una ventana con una mesita al lado, y detrás de la ventana llameaba el mar en el crepúsculo y se encendía un barco, lejos, junto al espigón del puerto. Era hermosísimo. Aquel colorido marino parecía invadir enteramente la habitación pequeña, anodina, y llenarla de una turbadora atmósfera emocional.

Marta, encantada y conmovida, como siempre que algo muy bello le entraba por los ojos, se fue tranquilizando. Comprendió que era mejor que Pablo no estuviese en su casa. Así podría mirar con más detenimiento todas aquellas cosas suyas.

La habitación era muy simple. Una cama, un armario, un perchero de pie, un lavabo de agua corriente, casi la llenaban. Pablo no había puesto allí ninguna fantasía; ni siquiera se veían papeles con dibujos, ni útiles de pintor. Nada suyo, ni una colilla en el cenicero… Sólo una gabardina colgando flaccidamente de la percha, indicaba que la habitación no había sido abandonada por completo, que desde dondequiera que estuviese aquel hombre volvería a su cuarto y vería otra vez el trozo de mar que Marta estaba mirando.

Marta tenía el ánimo lleno de fervor, como si estuviera en una iglesia. Todas las dudas que su educación le habían hecho sentir mientras llegaba hasta aquella casa quedaron atrás, se quemaron en aquel mar cobrizo que la noche iba rápidamente ensombreciendo. La persona que vivía con tal absoluta sencillez no podía tener esa espesa vanidad de los hombres contra la cual se previene a las muchachas y que enturbia y ensombrece la espontaneidad entre las relaciones de los sexos. Pablo, que era,. según Honesta, rico y famoso, vivía con la sencillez de un monje, y se interesaba por cosas tan nimias como son los poemas que una colegiala puede escribir sin haber salido nunca de su isla. Pablo, en su juventud, había escapado de una casa, seguramente llena de comodidades, para conocer la inquieta y áspera maravilla del mundo. Marta rechazaba la idea de que se hubiese escapado por interés, como le habían dicho, aunque su mujer fuese extravagante y fea, según contaban. Un hombre que ama la riqueza y que la tiene en sus manos, no busca un cuarto así, casi desnudo, junto al mar, para vivir. Entre las sombras que iban invadiendo la habitación, Marta buscó con los ojos alguna fotografía, algún recuerdo de la mujer a la que Pablo se había unido. Por ser mujer suya, Marta la adornaba con una serie de cualidades espirituales. Pablo tenía que haberse enamorado de su espíritu… En el cuarto no había nada de lo que ella buscaba.

La atmósfera de la habitación la llenaba, la calmaba toda. Perdía la noción del tiempo.

Apenas se daba cuenta de que los rojos del agua se ennegrecían, de que las sombras de los muebles se ahondaban en el cuarto. Tuvo como una sensación confusa de toda la ciudad fuera de aquellas paredes. De las calles por donde circulan automóviles, de las que están silenciosas y quietas, de las luces que se encienden detrás de las ventanas y el tañido de las campanas de las iglesias. Sabía que en un cuarto agradable e iluminado sus amigas estarían reunidas. Sabía que ella estaba sola y como desgajada de ellas. Sabía, en fin, que el dueño de esta habitación podía venir de un momento a otro y preguntarle qué hacía allí. Pero luego quizá sonriera. Quizá le pidiese que leyese ella alguna leyenda de Alcorah.

Quizás era desdichado y pobre. ¡Qué podía saber Honesta de él! No parecía nadar en la abundancia, su ropa era deslucida. Si ella de alguna manera pudiese ayudarle a no estar solo, se consideraría muy feliz de haber nacido y crecido en la isla para esperarle.

Se encendió una luz eléctrica en el jardín; el agua del mar ennegreció totalmente bajo los últimos grises del cielo. En el piso de arriba se oyeron pasos. Una voz cruzó el silencio de la casa. Marta se asustó.

Con cuidado sacó de su carterón el bloc de notas y lo dejó tímidamente en la mesita. Luego se acercó a la gabardina colgada en la percha y rozó con su cara la fría tela impermeable. El espejo de sobre el lavabo le devolvió su figura furtiva entre sombras. La gabardina parecía el espectro del pintor.

No se asustaba de sus sentimientos ni le parecían extraños. Sabía su pureza y su desinterés.

Le empezó el miedo al alejarse del cuarto cerrando suavemente la puerta detrás de ella. Se le hizo interminable el pasillo oscuro, larguísimo el pequeño jardín, y se encontró en la calle barrida de viento temblando como una hoja seca entre el gran aliento marino.

Tuvo el sentimiento de la hora, de los minutos; imaginó la cara de José y de Pino si volvía un poco más tarde que de ordinario.

Por las noches nunca volvía con José a su casa; tomaba él coche de hora.

Aquella noche, sin embargo, cuando iba agitada hacia la parada de los autos de línea, encontró a José, que detuvo el automóvil. -¿Vas a casa? Sube. Marta subió.

No hablaron una palabra mientras el coche salía de la ciudad en la noche calmada, tibia. -¿Has ido a ver a tus tíos? -No.

Los tíos vivían independientes desde unos días antes. José estaba contento con este arreglo, o al menos lo parecía; Marta dejó pasar unos cuantos kilómetros sin atreverse a indicar una cosa que llevaba en su pensamiento. A veces cerraba los ojos, veía una ventana y un mar llameando en el crepúsculo. Este pensamiento le daba fuerzas, no sabía por qué.

– ¿Sabes que tendré que bajar ahora todas las mañanas a Las Palmas?

– ¿Cómo es eso? ¿Han cambiado las clases? -No. Pero tengo que estudiar con mis amigas. Todas lo hacen.

José no contestó en seguida. El coche seguía avanzando. Grandes ramas de eucaliptos cubrían la carretera; entre aquellas ramas el cielo desgarrado enseñaba puñados de estrellas. Bajo ellas, los faros del automóvil bañaban de luz amarilla el alquitrán.-Ya veremos -dijo al fin José. "¡Qué difícil es todo! -pensó Marta-. Hay seres que salen y se mueven sin consultar con nadie estos movimientos. Si yo fuera un muchacho, a nadie le extrañaría que yo saliese por las mañanas. No importaría que me alistase en la Legión si me diera la gana, como ha hecho Chano el jardinero. Quizá podría escaparme de casa, como Pablo. Su cara junto a la ventanilla estaba pensativa cuando llegaron a la casa.

Pino salió a recibirles, iluminada por la luz del comedor.

– ¿Venís juntos?

Parecía haber recibido un golpe extraño con esta novedad de que Marta viniera en el coche con José.

– Nos encontramos por casualidad… Pino no contestó. Entró en el comedor, donde la mesa ya aparecía preparada para la cena. José, que desde que Chano se había ido a la guerra encerraba él mismo el automóvil en el garaje, entró más tarde frotándose las manos.

– Bueno…, ¿qué hay?

José quería la cara de su mujer risueña. La vio enfurruñada, pálida. -¡No te acerques!

José miró a Marta. Ella estaba sentada, indiferente a todo. Volvió hacia su mujer. Se enfadó.

– ¿Se puede saber qué pasa? ¿Se puede saber por qué un hombre que vuelve de su trabajo encuentra caras desagradables aquí?

Pino se volvió, furiosa también, temblando. -Sí, puede saberse. Puede saberse… Estoy harta, harta, para que te enteres. Harta de vivir, harta de que no me hagas caso, harta de que tú recibas a tus parientes y a mí casi no me dejes ir a ver a mi madre… ¡Que yo esté encerrada con una loca y tú te pasees en mi coche con tu hermanita…!

Marta miró, sorprendida. Nada más. Estaba acostumbrada a no intervenir. Pino se fue hacia ella.

– ¡Te odio, estúpida; te odio! ¡No te puedo soportar todo el día mirando y riéndote…! ¡Si te ríes más…!