Enloquecida, Pino cogió el jarrón con las flores, como para lanzarlo a la cabeza de la niña. José, entonces, sujetó aquella mano y gritó también. Las criadas asomaron sus caras por la puerta de servicio y volvieron a esconderse.
– ¡Me estás pegando! ¡Socorro! ¡Ay, socorro!
– No te estoy pegando, estúpida. Siéntate.
Pino se echó entonces a llorar frotándose la muñeca dolorida.
– Es por el jarro ese maldito con sus flores…, porque no se puede romper ese jarro… ¡Mañana lo estampo contra el suelo!
De pronto le dio el ahogo. Las lágrimas la envolvían, la hacían temblar. Vino, como siempre, la pataleta y el frío nervioso. Como siempre, Marta, con el estómago encogido, la acompañó escaleras arriba hasta su cuarto, casi arrastrándola junto con José. Allí estuvo con ella, mientras su hermano preparaba una inyección en el cuarto de baño.
– No me dejes sola…; háblame.
Marta habló. No sabía por qué siempre encontraba palabras indiferentes que iba diciendo por encima de sus pensamientos. Hablaba de la pequeña vida del Instituto, del profesor de matemáticas, de una niña que había saltado por la ventana a la hora de la clase…
Pino la miraba ensimismada. De pronto rechazó el edredón que la cubría.
– ¡Idiota…! No sabes hablar de otras cosas… Eres una idiota… Es horrible tenerte siempre delante, ¡horrible!
José apareció con la aguja y la jeringa. Hizo una seña a Marta de que se apartara.
Mientras frotaba el lugar de la inyección habló éclass="underline"
– Marta desde mañana va a ir todo el día a Las Palmas. No tendrás que tenerla aquí… Ya hablaré yo con Daniel. Le darán la comida a mediodía sus tíos…; es lo menos que pueden hacer. Además, si tanto te molesta, no hay necesidad de que vaya en el coche conmigo. Puede hacerlo en el coche de hora… Y volverá siempre en él… ¿Estás contenta?
Pino apoyaba la cara en la almohada. Sus pestañas estaban llenas de lágrimas. Hizo un ligero signo de asentimiento.
Más tarde Pino, un poco desmelenada, probando apenas la comida, Marta silenciosa sintiendo cómo latía su sangre acompasada y vivamente, y José inesperadamente charlatán, estaban sentados a la mesa. José habló de Daniel y de sus comportamientos en la oficina. Sonrió apenas.
– Parece una cucaracha.
En el curso de aquella conversación, que Pino casi no escuchaba, Marta se enteró también de que Pablo estaba en Tenerife. Se lo habían dicho los parientes a José.
– ¿Pero volverá?
– No sé -dijo José-. ¿Qué importa? Ese hombre es de los que me parece a mí que no se encuentran bien en ninguna parte; algo marica lo encuentro yo al hombre… Sí, es un tipo raro. Me apuesto a que su mujer le zurraba.
Marta enrojeció. No dijo nada. Recordó el cuarto vacío, y la noche entrando en su limpio abandono. Aquella gabardina le decía que él iba a volver. Pablo era un hombre libre que iba o venía según se le antojase.
– No sé por qué tengo atravesado a ese tipo.
– Es distinto a ti.
Esto lo dijo Marta, pero su voz se perdió en las campanadas del reloj que daba la hora.
La majorera bajó las escaleras, silenciosa, impávida, y dio la vuelta al comedor sin mirarlos. Venía, sin duda, del cuarto de Teresa. José dijo:
– Marta, ¿has visto a tu madre hoy?
– Esta mañana.
– Me parece que te ocupas muy poco de ella, ¿eh? En cuanto termines esos estúpidos estudios tendrás que ayudar a Pino en eso. Es tu obligación.
Hubo un silencio.
– Sí… Ya lo sé.
Tragó saliva y sintió que una vida gris, pesada como el plomo, seca como la arena, se le venía encima.
Mas tarde, en su cuarto, sacó una pequeña agenda que Matilde le había regalado como regalo de Reyes. Había tomado la costumbre de escribir en ella cada día dos o tres líneas. Coloreaba los días según sus impresiones buenas o malas de ellos. Al empezar a escribir, de nuevo llameó aquel crepúsculo solitario en el mar delante de sus ojos… La vida palpitó vivamente dentro de ella: "Día rojo, ardiente", escribió. Y cuando lo recordaba, aquel día le parecía, en efecto, rojo, ardiente, cálido, como su alma.
VIII
Pablo vio aparecer a Marta varias veces cuando él salía de su casa. Veía su figurilla graciosa viniendo hacia él, recortándose en la acera que bordeaba el mar, al brazo su chaqueta y su carterón de estudiante. No sabía él qué era lo que la niña tenía que hacer por allí a media mañana; ella siempre le decía que iba hacia el puerto a ver los barcos. Siempre volvía con él andando hacia el casco de la ciudad, olvidada de su primer propósito. A veces atravesaba la Ciudad Jardín y subían al paseo que desde lo alto es una pasarela de la calle León y Castillo: el paseo de Chile, solitario y bello, nuevo, recién trazado, con sus palmeras reales creciendo en los bordes.
A Pablo le gustó hablar con la niña en estas ocasiones. Nunca había encontrado un oyente más atento. A veces se sentaban juntos en un banco y Pablo fumaba un cigarrillo.
– Bueno, ¿tú no tienes nada que hacer? -le preguntaba al verla abstraída y con aire de poder estarse allí siempre, sentada entre el aire lleno de sol y calma. -Tendría que estudiar… No diga nada a mi familia… Ya estudio por las noches. Pero para mí es algo tan estupendo andar sola por las calles, verlo todo… No sé, me parece que es la primera vez en mi vida que no estoy encerrada. Estuve en un convento, ¿sabe?, casi dos años.
– Tú debías salir de la isla. No estás hecha para estar metida entre cuatro paredes. Tú tienes algo de vagabunda.
Marta le miraba muy complacida cuando él decía estas cosas. A Pablo le hacía gracia ver la luz que le subía a los ojos verdosos. Luego esta luz se apagaba. -Nunca lo lograré.
– Todo se alcanza cuando se desea… Lo importante es desear sólo una cosa. ¿No crees? -No sé.
Ella no sabía nada. Todo lo que Pablo le decía se le grababa en la imaginación, sin embargo. Pensaba en ello… No sabía exactamente lo que deseaba. Salir de la isla, desde luego, pero también siempre y sobre todo ver a Pablo. Si él quedaba en la isla para siempre, ella no quería salir. Pero esto, claro está, no podía decirlo. -He hecho un dibujo de tu cara. Te pareces mu cho a esas campesinas del interior, con tu boca ancha y tus ojos claros.
Cuando Pablo le enseñó el dibujo, Marta sufrió una decepción.
– No parece que sea yo, sino Honesta… Honesta más joven.
Pablo reflexionó, risueño. -Os parecéis mucho. -¡No!
Pablo se echó a reír.
– No. En cierto modo, no. Honesta no tiene tu frente y tus bonitas cejas rectas… No, señora; Honesta no tiene ningún rasgo de tu inteligencia en su fisonomía y tú sí… Pero yo no he buscado eso.
Algunos días Pablo no era simpático, sino abrumador. Daba negros consejos sobre lo que las mujeres deben hacer para que los hombres puedan vivir a gusto. Las mujeres deben estar metidas en casa, sonreirles a ellos en todo, no estorbar para nada, no manchar jamás su pureza, no producir inquietudes.
– Yo no quiero manchar mi pureza, pero no me gusta estar en casa siempre.-Tú crees que te digo estas cosas de broma. Entonces Marta se inquietaba. -No lo sé…
Él era un hombre hablador, de los que necesitan explicar en voz alta sus propios problemas; de modo que Marta recibió de su boca muchas teorías sobre la vida y el arte. El arte, según Pablo, era el único camino de salvación personal. El único consuelo de la vida.
Marta no entendía bien aún. No sabía por qué es necesario salvarse ni de qué, como no fuese del infierno en la otra vida.
– Eso -decía Pablo en un tono que podía ser de broma-, la salvación del infierno… El arte salva del infierno de esta vida. Todos los demonios que están dentro de uno se vuelven ángeles por el arte.
– No todo el mundo tiene demonios dentro. Usted no los tiene. No he conocido a nadie como usted.
De pronto el pintor veía aquella cara anhelante, tan infantil aún, aquellos ojos estrechos que se esforzaban por comprender. Se avergonzaba un poco. Se frotaba ligeramente la nariz, perplejo, y decía modestamente: -Procuro ser bueno… a mi manera; pero no es gran cosa lo que consigo, no creas. Un día le dijo:
– A ti te gustaría mucho hablar con mi mujer… Ella se reiría contigo, le harías gracia. Ella también es algo vagabunda.
A Marta empezó a latirle el corazón. Siempre había deseado preguntarle a Pablo cosas de su mujer, de aquella señora que ella imaginaba enorme y feroz fumando un puro. Nunca se había atrevido, sin embargo. Miró la cara de Pablo. Estaban los dos al borde de la carretera de Chile, sentados a la sombra de un árbol. Bajo ellos, la Ciudad Jardín y el mar. Se veía el puerto extendido como en un mapa; se veían las peladas montañas de la isleta. Y todo aquello tenía un ritmo dorado, cálido, un ritmo que Marta sentía intensamente. -¿Cómo es su mujer?