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– ¿María?

La cara de Pablo tomó una curiosa expresión. No miraba a nada ni a nadie. Marta vio en sus ojos una animación, una extraña y apasionada luz.

– Es magnífica… Es muy inteligente y además seductora. Tiene una fuerza grande en ella… Es extraordinaria.

– ¡Oh…! ¡Y dice Honesta que usted no se reunirá con ella nunca más porque ella hace labor a favor de los rojos!

El pintor se puso encarnado. No era lo mismo que cuando enrojecía José. No era aquella ola descarada de sangre. Pablo era moreno como un beduino. Lo rojo casi no afloraba a su cara, pero Marta notó su vergüenza y ella enrojeció también mucho más violentamente.

– Honesta -dijo el pintor reposadamente- no se distingue por su inteligencia, que digamos. No es por ahí por donde la va a coger el demonio, ¿no crees?

Marta sonrió nerviosa y encantada de conspirar contra Honesta con Pablo.

En aquel mes de enero encontró cuatro mañanas al pintor. Cuatro paseos largos con él que le parecieron a la chiquilla increíblemente cortos, desesperadamente fugaces. Nunca se habló en estos paseos de las leyendas de Alcorah. Pablo hablaba durante ellos de aquellas abstracciones del bien y del mal, de la santidad del arte, del horror de la guerra… Marta no supo nunca si él estaba de parte de los rojos o de los nacionales. No sentía aquella pasión a favor de las ideas políticas que en todo el mundo se encontraba en aquellos tiempos y que era una lucha a vida o muerte en cada ser humano. Un efervescer de odios y de nerviosismo. Las cosas que él decía a la niña le sonaban como una música extraña, como si hablara en clave, porque casi nunca eran concretas, casi nunca se podían agarrar ni discutir. Ella no reflexionaba que si otra persona le hubiera hablado así quizá se habría aburrido. No sabía sino que aquellas conversaciones parecían abrirle puertas, mundos.-El peor defecto es ser débil con uno mismo. Esto sí lo entendía Marta.

– Yo soy débil… Una vez casi me emborraché porque estaba angustiada.

– ¿Tú…? ¡No lo creo! Tú eres demasiado joven para hacer esas tonterías.

Después de la conversación en que se habló de su mujer, Marta estuvo varios días sin ver al pintor. No logró encontrarle en aquellos paseos que ella daba a determinada hora hasta cerca de la puerta de su casa; pero de todas maneras esperar este encuentro era ya una alegría que iluminaba enteramente su vida. Una mañana, la mañana del veintiséis de enero, se despertó sabiendo que lo encontraría. Se sorprendió a sí misma cantando al vestirse. Por aquellos días sentía la felicidad y la sangre oprimirla siempre. Salió al jardín a correr cuesta arriba por la avenida de eucaliptos para descargarse algo de esta dicha casi insufrible que la empapaba. Un gato electrizado por aquella vitalidad suya la siguió a grandes saltos. Marta se detuvo al fin con una silenciosa risa y vio a su alrededor el dorado mundo, las azules montañas que oprimían el mar. Hubiera querido seguir carretera arriba hasta la cumbre de Bandama en aquel momento; cruzó los brazos detrás de su cabeza y sintió lo que deben sentir los árboles en primavera, sólo una fuerza divina, una dicha sin pensamiento de florecer.

Un rato más tarde estaba esperando en la carretera de Las Palmas al coche de línea. Aquel lugar bordeado de eucaliptos centenarios se llamaba en la imaginación de Marta "donde cantan los pájaros". En la cuneta de la carretera corría una vieja acequia de agua clara. Como otras veces, Marta metió las manos en aquel agua para sentirla correr entre los dedos, hasta que le dolieran de frío. Marta, como todos los isleños, sentía pasión por el agua, ese elemento de vida que en la isla se recoge avaramente hasta la última gota. Marta no había visto nunca un río. Se asomaba a los estanques fascinada. Las acequias le parecían arroyos vivos. Cuando llovía se sentía feliz, y en los años de abundancia, cuando durante un día o dos corre el Guiniguada, el barranco de Las Palmas, que llega seco al mar, Marta había contemplado asomada al puente de piedra, con otros curiosos, aquella maravilla de agua turbia, del agua que llegaba a sobrar, y corría señorialmente como oro líquido que se dejase escapar a hundirse en las olas…

Quizá por eso aquel sitio del mundo, el trozo de carretera alquitranada que ella llamaba "donde cantan los pájaros", tenía un encanto tan grande, por aquel ruido de agua acompañando a las manchas del sol que temblaban al filtrarse entre las ramas de los eucaliptos cayendo en la carretera azul.

Desde un muro blanco se veía el valle de viñedos, tembloroso de luz, alguna palmera, colinas, su propia casa lejana, y mucho más lejos aún, un trozo de mar. Como siempre, el silencio aquel, lleno de pájaros, llegó a mortificarla. Le trajo como todos los días una idea tan fuerte de lo que es la paz del mundo, que había que acordarse por contraste de la guerra y la muerte pendiente sobre las cabezas de todos. No podía librarse de un oscuro remordimiento por aquella plenitud física, aquella dicha incontenible que sentía. Parecía que ella sola en España estuviese protegida contra el fantasma desolado de la guerra civil y de las pasiones y los heroísmos y las tragedias que provoca. Hasta Pablo sufría por su mujer, lejana. Marta ahora sabía que Pablo estaba sufriendo. Él no era como otros hombres que, según comentaban Honesta y Pino, están encantados de la vida lejos de su mujer. Él la amaba. Este hecho a Marta le producía turbación y casi dicha porque le parecía aumentar para ella el grado de finura y sensibilidad que notaba en su amigo. Sus tíos estaban desplazados también por la guerra. Daniel, siempre nervioso, casi enfermo. Temían por otros familiares, por amigos, por aquella ciudad, Madrid, que sabían hambrienta y destrozada. Aquella ciudad, Madrid, que los ojos de Marta querían ver algún día… Hasta Chano el jardinero se había ido al frente antes de que lo llamaran a filas, y eso que su padre, un comunista, estaba en un campo de concentración… Todo el mundo había dicho que Chano era muy valiente. Él se había ido como para un paseo glorioso con su cara de niño grandullón. Todo el mundo metido en la guerra. Hasta José, que hablaba de catástrofes y ruinas en los negocios. Pero ella estaba libre, sana y feliz. Se sintió aquella mañana tan angustiada por su despegado egoísmo que tuvo un miedo supersticioso y salvaje de que algo, alguien, fuera a estropearle de pronto la dicha nueva y mágica de aquellos días suyos.

Allí, entre los troncos claros de los eucaliptos, Marta tenía el aire de un duende. Muy pequeña parecía con sus sandalias y su chaqueta roja. Su cabeza rubia se inclinaba para escuchar. Desde lejos se oía ya una larga bocina. Luego una trepidación que asustó a la mañana. Apareció al fin un monstruoso coche amarillo cargado de campesinas madrugadoras que iban al mercado con cestas de huevos, gallinas y los quesos tiernos llamados de flor, y con el ruido de las cacharras de la leche que tintineaban al entrechocar sobre el techo del vehículo. El coche se detuvo y Marta trepó a él en un momento.

Al llegar a Las Palmas, aquel ligero desasosiego que tuvo, aquel miedo indefinible se le disipó. Abajo, el sol ya era templado y suave. Al acercarse a la ciudad olían ásperamente las plataneras. De entre su masa de verdor salían palmeras altas, y las torres de la catedral navegaban en aquel cálido verde. Detrás de ellas se veía la línea azul del mar mañanero. Luego el coche se metía entre un montón de calles soñolientas. Marta tenía todo el día por suyo.

Se fue como solía hacia el barrio del mercado, que ya estaba despierto. En el viejo puente de Palo sobre el Guiniguada las vendedoras de flores empezaban a instalar sus puestos. Marta vio el oleaje marino lleno de luz verde, que allí, bajo aquel puente, intentaba tragar el rio, inmóvil de piedras, con sus polvorientas tuneras, tabaias y llorones.

La vida de la plaza había empezado. Campesinas acababan de llegar en los coches de hora, sirvientas madrugadoras se movían ya por allí. Ella las miraba. A veces pensaba: "Soy yo, yo, Marta Camino, quien estoy libre en este día." Y era como si hubiera comenzado a vivir gracias a aquel permiso debido a los celos de Pino, de marcharse muy temprano y sola por las mañanas. "A veces he sido mezquina, a veces he estado angustiada -pensaba con asombro-; una vez sentí envidia…" Le parecía que todos los malos sentimientos sólo pueden criarse en la oscuridad, en la opresión; un ser libre en el maravilloso mundo de Dios es bueno siempre. No se decía esto exactamente, pero lo sentía. Pasaba delante de casas conocidas. Muchas de sus amigas no se habrían levantado aún.