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Matilde, asustada, vio que la chica tenía los ojos llorosos, un puchero infantil en la boca.

– ¡Dios mío! ¡Tú has bebido!

– Sí, y el humo… Me voy; me voy a casa, a la de ustedes… Telefoneen. Voy a despedirme de…

Sin cansancio alguno cruzó el local hacia ellos. Hacia Pablo, en verdad. Debía estar completamente mareada porque sentía que andaba sin control alguno, como si tiraran de ella desde muchos sitios a la vez.

Cuando llegaba cerca, después de ir sorteando a la gente que le impedía el paso, presenció una escena que la dejó petrificada, y que la serenó completamente. Un hombre borracho como una cuba, que había estado mirando mucho hacia aquella mesa y dando grandes risotadas entre varios amigos en la barra del bar, se acercó tambaleándose hasta llegar frente a Pablo; se apoyó en el mármol del velador, sin que nadie tratara de impedírselo, porque a todos les tomó por sorpresa, y le lanzó a la cara unas palabras como jugo de ortigas, brutales, sucias, inesperadas.

– ¡Cabrón! ¡Cornudo! ¡Emboscado!

El hombre quería bronca. Marta, horrorizada, miró a Pablo, que resultaba un hombrecito insignificante y pálido que se movía.

Hubo como un revuelo. Alguien empujó al borracho, que se debatía.

– Te conozco, amigo. Celebrando la victoria, el rojo consorte… ¡Emboscado! A ti te digo, ¡emboscado…! Tu mujer acostándose con un rojo, se sabe hasta en Pekín, y tú celebrando la…

Se lo llevaron.

Pablo tenía pegada al cuerpo la camisa, mojada por un repentino sudor, que le chorreaba también por la frente. Los que se llevaron al que le había insultado así, le pedían disculpas, muy tartajosos.

– Perdónelo, cristiano -oyó-. Está alumbradito, el hombre.

Todos los hombres de la mesa se habían puesto en pie, menos el pintor. A Marta le dio la sensación angustiosa de que Pablo no se enteraba de nada, ni veía. Eso fue un momento. Luego le vio sonreír con trabajo.

– No conozco a ese tipo.

Estas palabras no las oyó Marta, pero vio cómo se movían los labios de él, murmurándolas. Luego Pablo se sacó un pañuelo y se secó la cara. Se despedía… Hones le miraba inquieta. Se iba del café… Marta fue detrás de él, como si le perteneciese.

Al llegar a la calle lo perdió entre la gente. Era muy difícil abrirse paso entre tanto alboroto. Marta tenía mucha angustia, se libraba difícilmente de las voces, de los empujones, de los piropos aburridos y sucios de los hombres.

Al fin vio a Pablo otra vez. Le llevaba mucha ventaja, pero al menos ya sabía ella la dirección que tomaba. Cuando llegó a encontrarlo, se detuvo un momento llena de desconcierto y casi de repulsión. Pablo había llegado hasta los muros del Guiniguada; junto al puente de Palo, devolvía en una esquina. También él estaba borracho. Se incorporó angustiado y se limpió la cara con el pañuelo. Luego echó a andar de nuevo. Entonces Marta corrió hacia él y le cogió del brazo.

Al cabo de unos minutos, cuando iban ya saliendo del gentío, Pablo miró a la niña… Estaba allí, a su lado, pero no se había fijado hasta entonces al parecer, aunque iban camino del barrio antiguo, donde vivían los tíos de ella.

– Bueno, hija… tú dirás adonde vamos…

Aunque su aspecto era normal, la voz resultaba velada y un poco hiposa. Si se hubiera tratado de otra persona, que hablara de aquel modo, Marta se habría reído quizá. Pero estaba ahogada de pena, porque era Pablo el que parecía tan pobre hombre, y tan desdichado. Marta se echó a llorar furiosamente, como un niño chico, soltándose del brazo de él, para taparse la cara y contener aquella catarata de lágrimas.

– Niña… Está bueno… Tú estás borracha.

Marta negó con la cabeza. Él, con el bastón colgado al brazo, trató de quitarle aquellas manos de la cara. Entonces le miró toda sollozante.

– Le insultaron… A usted. ¡Yo habría matado a ése!

– ¿Esperabas que le hubiera matado yo…? ¿O que fingiera que iba a matarle…? ¡Qué niña eres!

– Usted es un santo… Y ahora se reirán.

– Vaya por Dios… Vamos, niña, a tu casa… ¡Qué importa que se rían!

No, no parecía borracho ahora. Su cara bondadosa y fea, estaba triste, nada más. Andaba un poco despacio. Su bastón sonaba pesadamente, porque ahora entraban por calles solitarias, con viejos balcones de madera en las calladas casas antiguas. Con un hermoso cielo arriba, cuyo resplandor no vencían los tímidos faroles eléctricos, que después de un cerco de luz hacían más misteriosos y encantados las esquinas y los rincones.

Lejanos cohetes que se oían estallar, daban allí, en aquel barrio, una sensación de reposo aún más grande. Hasta se oía el mar, el fresco y pesado aliento del mar, que se arrastraba siseando entre las calles, entre los gruesos muros coloniales. Parecía un sueño.

– Pablo -dijo Marta muy bajito- yo… si supiera… si supiera qué amiga suya soy. Nadie en el mundo, nadie, es tan amiga suya como yo…

Se habían detenido en una placita, un pequeño rincón entre calles, para dejar pasar a un grupo de jóvenes que cantaban.

Después, se vio que, según aquellos pasos, aquellas voces se iban perdiendo, el farol de la esquina daba con más seguridad su luz amarillenta, como si sólo luciera para ellos. Las sombras se hicieron más negras. Una iglesia sencilla inspiraba ideas de perennidad, pureza, ensueño. Una iglesia de cal, y oscura piedra… Una ventana, encendida en una callejuela lateral, apagó su luz; entonces brilló sobre la azotea de aquella casa un cielo estrellado.

Pablo se había apoyado en una pared. Con sus manos, no muy seguras, trataba de encender un cigarrillo. Tenía una boca ancha, con las comisuras bajas. No parecía la boca de un hombre cobarde, pero no había querido pelear con un matón aunque había insultado a su mujer ausente. Marta pensó que sólo ella en el mundo era capaz de no encontrar ridícula su actitud.

No se sabía, cuando pasaba el aire, de dónde llegaba un olor a flores, tan caliente y primaveral. Las azoteas, todas, suelen estar llenas de macetas… Luego, la brisa del mar lo barría todo, y olía solamente a invierno.

– Le gustan como a mí estas calles, ¿verdad, Pablo? Mire la placa: en esta iglesia fue en donde oró Colón… ¿Le gusta?

– ¿Qué dices…? Eres una niña muy buena. Sí, me gusta estar contigo, aquí, un momento… ¿sabes cómo te llamo yo? La niña de la isla… No salgas nunca de aquí, quédate quieta entre tus calles y tus campos… ¿Para qué quieres irte…? En Tenerife conocí a unos ingleses que fueron para unas vacaciones a la isla, hace treinta años y todavía están.

– Y ¿usted?

– Yo me iré cualquier día. Cuando pueda… Cuando sepa lo que quiero hacer. Puedes reírte, Marta Camino, de un hombre que ni siquiera sabe ser hombre. Cuando ese pobre tipo dijo aquello, ¿tú crees que me indignó…? Yo sé que es verdad… No, no sé si es verdad, pero todos los días me lo pregunto. Todos los días desde hace dos años… Si ella hubiera querido, estaría hoy conmigo.

– No. No,.,Marta estaba espantada.

– Sí, sí… Verdad. ¿Para qué está María allí… para qué?

Pablo se exaltaba, sin moverse mucho, sin embargo. Marta le oía, fascinada.

– Claro que para mí… ¡mucho me importa que no esté! Cruz y raya. Todo lo que ha hecho, perdonado… olvidado. No deseo verla más, sólo que pienso que quizá haya muerto. Entonces me siento destrozado, niña… porque yo sé que es mejor para mí no verla más, que volveré a pintar de aquella manera, con alma y vida, que a ella le gustaba… Pero es que necesito recuperar mi prestigio para ella. Al lado suyo, no, pero para que ella sepa que soy capaz… Junto a ella, yo dejé de ser un hombre, un monigote he sido, un loco… llorando… ¿O es que te crees que los hombres no lloran? Llorando de celos y sin atreverme a dejarla, porque es tan desvalida… Es así, me necesita siempre. Nada mejor en el mundo que verla llorar a ella. Pero con quien se quiere así no se puede vivir, no hagas nunca tal locura. No se puede… Yo tenía otras cosas que valen más que ese cuerpo de una mujer que uno quiere para besarlo y para maltratarlo y que envenena los minutos, uno a uno… Ahora no me volverá a coger más… No, ni aunque me pida de rodillas que vuelva. Jamás lo haría… ¿Tú qué crees? No, aunque me escriba, no iré. Desde que estoy aquí, ni una línea. Los amigos, sí, escriben: María está bien… Cuando quiera, ella me escribirá para que vuelva… No puede estar sola, me necesita en cuanto le falle lo que ahora tiene… Pero mi alma inmortal también necesita ser salvada, ¿no te parece? Hay muchos cuerpos hermosos que no aprisionan… Y un arte único, una pasión que no se debe prostituir ni olvidar. He sido desgraciado, desgraciado hasta la muerte por no poder pintar. Ahora puedo…