De los asientos de atrás llegó, muy desagradable, una risita de Pino.
– ¡Nervios! ¿Qué dices, niño…? ¿Tampoco se puede decir que Teresa está loca? ¡No es ningún secreto!
– ¡Oh! -exclamó, allá atrás, Honesta.
Marta vio que Daniel parpadeaba rápidamente, impresionado. Los ojos de Daniel tenían el mismo color desteñido que los de su sobrino, pero eran más pequeños, menos salientes. Marta pensó qué era lo que José hacía sin hablar. Bien claro se notaba que todos querían tranquilizarse. Por un momento meditó que quizá le fuera posible vencer su salvaje timidez y explicar las cosas ella misma. Pero José ya estaba hablando.
– No se puede decir que Teresa esté loca… Ella iba en el automóvil con mi padre, el día del accidente, cuando él murió. Mi madrastra tuvo una conmoción… Sin embargo, los médicos opinan que lo que Teresa tiene podía haberle ocurrido lo mismo sin el accidente… Hablan de un coágulo en el cerebro. En fin, nadie sabe exactamente lo que pasa. Ella ha perdido sus facultades mentales; no habla nunca y no da muestras de conocer a nadie. Su locura, en caso de que se pueda llamar así, es pacífica. Está siempre en sus habitaciones. Ustedes no notarán su presencia.
El coche, al remontar la montaña, entró en parajes risueños. Valles verdes, con escalonadas plantaciones de plátanos. Casitas floridas. Algunas palmeras.
El aire se hizo mucho más vivo y fino que en la ciudad, aunque en remontar las alturas el automóvil sólo había tardado un cuarto de hora. Marta volvió a su abstracción:
"Si yo no conociese esa alta palmera que en una vuelta da tanta gracia al paisaje, si yo no conociese estos jardines floridos de bugambillas, si yo no conociese la carretera alquitranada, sombreada de eucaliptos, centenarios, ni el telón alto, azulado, de la Cumbre, ¿qué pasaría? ¿Qué sentiría en este momento?"
José introdujo el automóvil por una carretera lateral entre fincas y viñedos. Marta, orgullosa, como recordando algo, volvió la cabeza para anunciar:
– Nosotros vivimos en las faldas de un volcán antiguo.
Vio que Matilde la miraba como asustada. Todos callaron. Pino, que iba sentada entre los dos peninsulares, tenía una sonrisita sarcástica muy suya. Su cara, entre la afilada Matilde, con su nariz de caballete, y la rubicunda Hones, resultaba exótica, algo negroide de rasgos, aunque tenía la piel pálida y blanca. Hablaba dulcísimamente, con tono algo quejumbroso.
– Es horrible vivir aquí, teniendo en Las Palmas una casa cerrada… ¡Ustedes no saben lo que es mi vida!
– Oh, pero esto está muy cerca de la ciudad.
Matilde dijo esta frase porque el coche se metía en aquel momento por un portón de hierro y bajaba una avenida de eucaliptos entre colinas plantadas de viñas. Las vides crecían enterradas en innumerables hoyos, entre lava deshecha, negra y áspera. Este mismo picón producía un curioso chirrido al ser aplastado por las ruedas del automóvil.
La avenida desembocaba en un jardín antiguo, encantador, como una plataforma, en la colina. Había árboles añosos y parterres cargados de flores. La casa no parecía muy grande, pero sí simpática en su falta de pretensiones, con muchas enredaderas adornándola.
José detuvo el coche en una plazoleta delante de la puerta principal. Había allí una fuente. Hizo sonar la bocina, y apareció un jardinero muy joven, pero de talla alta, casi gigantesca, rubio y colorado como un auténtico guanche, con su blanca sonrisa infantil. Iba en mangas de camisa.
Cuando todos se apearon, Chano, el jardinero, se metió dentro del coche y siguió con él por una corta avenida en declive que llevaba al garaje.
Honesta juntó las manos con admiración. Entrecerró los ojos.
– ¡Qué casita para unos recién casados! ¡Qué dicha!
Pino la miraba de reojo.
– ¿Sí?… ¿Les gusta? Yo no sé lo que daría por perderla de vista.
Marta pensó que Hones era afectadísima. Hubo un silencio antes de que aquellas personas entraran en la casa. En el silencio se oyó el zumbar de los moscardones, pareció hacerse más intenso el perfume de los macizos de rosas. Destacaron claramente en la fila de limoneros que limitaba por allí el jardín con la finca los limones amarillos.
– Esta paz es un poco agobiante -dijo Matilde-. Parece mentira que haya guerra, que España esté en plena guerra civil.
La puerta de la casa, muy sencilla, se abrió dejando paso a un señor enorme, de aspecto tristón y bondadoso, con una gran panza cruzada, al estilo antiguo, por la cadena de un reloj. -Bienvenidos, señores…
Pino se sintió ceremoniosa. Se notaba su falta de naturalidad.
– Tengo el gusto de presentarles a mi padrino. Ha venido a comer hoy con nosotros y conocerles a ustedes.
– También es padrino mío -dijo Marta, inútilmente, porque nadie la escuchaba.
José añadió, mientras el caballero grande y tripudo estrechaba las manos de todos:
– Don Juan es el médico de casa. Era el mejor amigo desde la infancia del abuelo de Marta… Hoy día es como nuestro pariente más cercano.
– Pasen, mis hijos -dijo familiarmente don Juan, como si, en efecto, fuera el dueño de la casa-. Pasen y tomen posesión…
Todos fueron entrando; Marta quedó detrás, sin decidirse a seguirles. Se fijó por primera vez en la casa donde había nacido. La miró críticamente como pudiera hacerlo una desconocida. En el jardín crecían ya los crisantemos y seguían floreciendo las dalias. Por las paredes del edificio trepaban los heliotropos, madreselvas, bugambillas. Todos estaban en flor. Sus olores se mezclaban ardorosamente.
Marta se sintió satisfecha de aquella belleza, de aquel lujoso desbordamiento.
"En otros países, ya en esta época del año hace frío. Se caen las hojas de todos los árboles, nieva quizá…"
Trató de imaginarse que ella venía de un país muy frío, lleno de tinieblas, y llegaba a esta casa… Se sentó en el escalón de la entrada y puso la palma de su mano en el cálido picón que jamás había recibido la caricia de la nieve.
El sol le daba en los ojos y tuvo que guiñarlos. Enfrente de ella las montañas ponían su oleaje de colores; la alta y lejana cumbre central lucía en azul pálido, parecía navegar hacia la niña, como horas antes había navegado el gran buque en la mañana.
Marta pensó en las tres personas que acababan de desembarcar. Por el ventanal abierto oía sus voces.
A lo lejos se oía un rastrillo arañando el picón de los paseos. La voz potente del jardinerillo Chano se dejó oír en una canción de notas largas, profundas. Se detuvo un momento, y en el silencio se oyó el grito de una criada llamándolo a la cocina para el almuerzo.
Todo esto era suficientemente plácido y encantador, como ella quería que lo fuese para los refugiados de guerra que habían llegado. Pero Marta no estaba tranquila. Dentro de los muros de la casa esta placidez y tranquilidad desaparecían. Allí dentro no había felicidad, ni comprensión, ni dulzura.
Marta frunció el ceño.
Por el ventanal llegaba la voz de su cuñada contestando a una insinuación de Hones:
– ¡No, qué va!… La niña no es ninguna compañía para mí. Está siempre con sus estudios. Y además… ¡si viera cómo es! ¿Quieren creer que esta mañana la encontraron durmiendo en el comedor con una botella de vino en la mano?
El corazón de Marta latió desagradablemente, porque lo que decía Pino era verdad. No había medio de defenderse de ello. La noche anterior Pino y ella, que habían vivido indiferentes la una a la otra durante algunos meses, se habían encontrado frente a frente. Marta estaba resentida aún, y más que por nada, porque había sido muy cobarde y muy tonta. La voz de Pino la hería. Pero algún día estas gentes recién llegadas sabrían que ella, Marta, había sufrido entre los recelos y la vulgaridad que escondían aquellos muros, y este pensamiento la consolaba infantilmente.
"He sufrido."
Murmuró esto y sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos. Entonces supo que alguien la estaba mirando.
Volvió la cabeza y vio, separada de ella por varios macizos de flores, la figura de una mujer, vestida con un traje de faldas largas, como las campesinas viejas. Llevaba un pañuelo negro a la cabeza y sobre él se había colocado un gran sombrero de paja, como siempre que salía algún momento al jardín o al huerto. Era Vicenta, la cocinera de la casa. Comúnmente la llamaban allí la majorera, porque majoreros y majoreras se les llama a los habitantes de Fuerteventura, y ella era oriunda de esta isla.