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Avisaría a sus tíos… O a Pablo. A todos les parecería bien el noviazgo. A pesar de lo que había dicho Daniel, ellos no eran monstruos como José. ¿A quién le va a parecer mal el noviazgo de dos jóvenes que se conocen desde niños? ¡Qué disparate! Se llevó las manos a las sienes, que le latían. Nunca le había dolido la cabeza hasta entonces. Quizá debería llorar, para que se le quitase aquel mareo…, porque resultaba que Marta y Sixto no eran novios. Y Marta tampoco quería que lo fuesen jamás. Seguramente Sixto tampoco querría, aunque su padre dijese tonterías. No tenían nada común ellos dos. Nada común. Él quería quedarse en la isla. Había vuelto a la isla después de su guerra y de su herida, y Marta quería salir de allí. De ninguna manera podría vivir allí cuando las ventanas de aquella casa junto al mar dejasen de tener un significado.

Quería con toda el alma marcharse con ellos. Los cuatro: Hones, Daniel, Matilde y Pablo… Lo habían dicho. Dentro de un mes. Ella encontraría un pasaje para dentro de un mes. Una vez fuera, ¿cómo se iba a atrever José a dar el espectáculo de mandarla buscar? Es verdad que era menor de edad, una chiquilla de la que todo el mundo tenía derecho a disponer. Pero Daniel era un pariente suyo tan cercano como José. Podía acogerse a él. Si ella combinaba bien las cosas, los tíos se enternecerían. Con verdadera ironía vio la cara vieja y pecosa de Daniel diciendo aquello de guardar las formas. Bueno, pues las iba a guardar, iba a disimular las verdaderas intenciones. A ella le habían salido mal las cosas siempre por ir con el alma abierta, confiándose demasiado.

Sus pensamientos iban tan desquiciados que tuvo miedo de estar enloqueciendo.

Necesitaba sobre todo ver a Pablo. También el pintor se había escapado una vez de su casa, y, en un momento de gravedad tan grande, él no se negaría a ayudarla. O por lo menos no la delataría, de eso estaba segura, si ella le pedía silencio. Porque concretamente lo que había decidido era fugarse para siempre de la isla. Quería atreverse a bajar a la cocina, donde estaba el teléfono. José lo había relegado allí porque lo odiaba. Lo tenían en casa sólo en atención a la enfermedad de Teresa. Marta pensaba que Pablo tendría teléfono en el hotel. Sus tíos también lo tenían en la casa de Las Palmas. Necesitaba que alguien la ayudara a salir de la casa. Necesitaba que sus tíos la ayudasen a escapar… Al menos a escapar por aquellos días del castigo impuesto por José de permanecer encerrada en la casa. Eso dificultaba todos los planes.

Empezó a pasear por la habitación. Las sandalias crujían en el entarimado y se descalzó. Notó que estaba temblando. Era tremendo aquello que se le había ocurrido, de pensar en fugarse. Pero lo haría, ya lo creo. Lo extraño era no haberlo pensado antes, siempre.

Aquella bofetada en su mejilla había despertado en ella algo hondo, un instinto de defensa y de lucha. Supo que nadie la vencería a la fuerza bruta, jamás, jamás. Estaba excitada y temblando.

El temblor llegó a ser tan grande que no la dejaba pensar. Se asomó a la ventana para apoyar los codos allí hasta que le dolieran. Se mordió como una fiera; se hizo hasta sangre en su afán de serenarse. Al fin el dolor físico la calmó como quería y fue ya una persona reposada, escuchando, inmóvil, los últimos ruidos de la casa. Mirando las estrellas, como si estuviese encargada de contarlas. Esperando.

José y Pino subieron a acostarse; oyó sus pasos. Marta no se había ocupado nunca en pensar en José y Pino; y, sin embargo, a su manera eran bien singulares. Quizá todas las personas llevan algo extraño dentro, hasta las que más grises le parecen a uno. ¿Cómo había dicho Pablo en una ocasión? Llevan sus demonios… José esta noche tuvo en los ojos una frialdad, un odio. No podía pensar en aquello sin revolverse, sin aborrecerlo también. Pero a ella no se le alcanzaba el por qué la noticia de un noviazgo suyo podía despertar en aquellos ojos tal aversión.

"No quiero pensar en José. Tengo que pensar en mi fuga. Me queda poco tiempo y el pasaje hay que sacarlo muy pronto."

Poco a poco se sintió llena de serenidad. Cuando hay una tarea que hacer, las dudas desaparecen. Una vez le sucedió algo parecido, hacía mucho tiempo, le parecía que hacía años ya…, cuando Pino una noche tuvo un ataque de histerismo y ella la cuidó. Fue la noche antes de la llegada de los tíos. Hasta entonces ella había sido una verdadera criatura. Luego le habían sucedido cosas.

"Nada de recuerdos. Piensa en lo que te importa."

Marta, de cuando en cuando, se interrumpía en aquella disparada facilidad de sus pensamientos… Hacía algún tiempo que había dos Martas dentro de ella. Una que ordenaba a la otra, que se dejaba ir…

"Ahora, ahora mismo, bajarás a la cocina a telefonear. Al menos en esto de que te tienen encerrada avisarás a tus tíos… Esto les va a ayudar a entender, más tarde, que te hayas escapado", pensó por milésima vez.

Ahora se descubría un gran entusiasmo. ¡Qué suerte enorme que José hubiese perdido de tal manera los estribos! Sin eso quizás ella no se habría decidido a escapar para siempre. Su aborrecimiento por José se esfumaba, tomaba un sentido distinto. Le daba miedo y horror, pero esto la ayudaba y la espoleaba.

Parada en medio del cuarto sonrió a las sombras. Una curiosa sensación de triunfo le quemó el cuerpo como una llama. La vida estaba de su parte. Era joven, fuerte, decidida. Ahora todos sus deseos se habían fundido en uno: escapar.

Al abrir la puerta de su cuarto después de haber sentido retumbarle en el cerebro el ruidito que hizo el pestillo al descorrerse, volvió a sentir miedo y desfallecimiento. Se deslizó, a pesar de eso, hacia las escaleras. Allá abajo relucía el comedor, con el esplendor nocturno de sus ventanas; sonaba el reloj de pie, acompasado.

Atravesó aquella gran habitación, alargada, grandísima. Empujó la puerta de muelles que conducía al servicio y respiró aliviada. Descansó un momento en el pequeño antecomedor. Frente a ella brillaba la nevera y, a los lados, las puertas de la despensa y la cocina.

La cocina era enorme. Una especie de salón con baldosas encarnadas. Tenía una ventana y una puerta abiertas al porche, y se veía por ellas el huerto con las pitas que lo cercaban. Sobre la colina, una luna naciente empezaba a poner su raya de luz y hacía palidecer el brillo de las estrellas. Casi tuvo ganas de pararse para escuchar el rumor del aire allá fuera, entre las púas agudas de las pitas.

La cocina estaba limpia y tibia, se metía en ella la noche bienoliente. Allí en la penumbra Marta sintió una absoluta seguridad, como el animal que llega a su establo…; le pareció innecesario encender la luz y cruzó la habitación para acercarse al teléfono. Al llegar quedó sorprendida por aquel artefacto antiguo. No se había acordado de que allí en el campo el teléfono no era automático. Aunque fuera extraño, no había utilizado nunca aquel teléfono de su casa. Se encontró desconcertada un momento, y luego llamó furiosamente a la central. Esperó… ¿Habría servicio allí a aquellas horas? Tenía que haberlo.

No se dio cuenta de que la habían seguido desde el piso alto. Ahora que estaba apurada con aquel aparato entre las manos no pensaba nada más que en obtener su comunicación. Así que sintió un deslumbramiento y un espanto muy grande cuando bruscamente se encendió la luz. Marta dejó caer el auricular y miró parpadeando, aterrada, hacia la puerta.

Era José. Estaba en pijama y con zapatillas. Largo y tieso como un palo. No tenía el aspecto de rabia salvaje con que Marta le recordaba, pero estaba enfadado.

– ¿Se puede saber a quién llamas? ¿Es que te has vuelto loca o qué? Ya me temía yo algo de eso.

El auricular, pendiente de su hilo, golpeaba la pared. Marta estaba asustada, aunque ahora, pasada la primera sorpresa, no sentía aquel miedo horrible de un rato antes en el comedor. Luego pestañeó con un profundo alivio al oír la puerta del cuarto de las criadas, que se abría. Estaba allí pared por medio y abría bajo el mismo porche de la cocina. José escuchó también y se detuvo en su camino hacia ella mientras aquella puerta rechinaba. Se oyeron unos pasos descalzos sobre la piedra de debajo del porche y apareció Vicenta en la ventana. Llevaba un extraño atuendo interior. Una trenza canosa, enroscada, le caía sobre el hombro… Los ojos eran vivos como siempre.

– ¿Está mala, señorita Teresa?