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"Doce de mayo… -pensó Marta rápidamente-. Me quedan dos semanas poco más o menos. Si sale todo bien, me veré libre de esto muy pronto. Nunca más veré estos ataques de nervios. Nunca más oiré el tictac de este reloj. Nunca más…" Estas palabras, "nunca más", le regaban el espíritu, se lo vigorizaban, lo hacían hervir al pensarlas. Y estaba allí junto a la mesa, un poco pálida, muy seria, con los ojos brillantes.

Al día siguiente, después de tantos días de pensarlo, súbitamente adelgazada por el nerviosismo, iba intranquila por las calles de Las Palmas.

Se fijaba, por primera vez, en las tiendas de la ciudad. Siempre había sentido timidez de entrar en ellas y nunca había sabido comprar nada. Admiraba a sus amigas cuando disfrutaban palpando telas, combinándolas en su imaginación para futuros trajes, deseando pequeñas cosas fáciles de obtener y sintiéndose luego felices de sus adquisiciones. Ella nunca había deseado nada concreto en la vida, al menos nada de lo que se obtiene a cambio de unas monedas. Le pareció siempre que tenía trajes de sobra para cubrirse, demasiada comida en la mesa, demasiadas chucherías en sus cajones. Nunca había mirado los escaparates de los comercios. Y ahora ella misma tenía algo que vender, y se le hacía muy difícil. Para algunas cosas de la vida se sentía incapaz, absurda, débil. Necesitaba convertir en dinero las únicas cosas de valor que poseía en el mundo, pero las apreciaba tan poco, que hasta tenía miedo de que se riesen de ella al enseñarlas.

Pero las gentes compran. Veía señoras con paquetes. Muchachas airosas con tacones altos, y muchas con blancas y graciosas mantillas canarias. Marta no había tenido nunca gracia para usar la mantilla canaria de lana fina. No sabía sacar partido de sus manos, pintando cuidadosamente las uñas, ni sabía perfilar bien sus labios, ni arreglar sus ojos, ni alhajarse. Para todo esto se necesita tiempo, deseo de agradar, paciencia… Todas aquellas mujeres que encontraba, y que se iban llevando las miradas de los hombres, parecían poseer esas cualidades… Sus amigas también. Por eso florecían y se sentían felices en la intimidad de sus casas, en la suave paz de la ciudad, entre los campos cerrados por el mar. Tenían lo que querían, y no deseaban fugarse.

Las tiendas olían a encajes, a telas nuevas. Los bazares de los indios presentaban mantones de Manila y elefantes de marfil, y expandían a la calle un olor de seda y maderas caras. Todo aquello podía ser una tentación fuerte como la que las sirenas de los barcos, saliendo en la noche, le ponían a ella en el alma…

Encontró a dos amigas del Instituto que la besaron en las mejillas y trataron de que se detuviese con ellas en una tienda de radios y gramófonos, para oír las últimas novedades en discos. Entonces sintió aquella impaciencia brutal, desesperada, que la agobiaba, y se deshizo de ellas casi a la fuerza. Oyó el cañonazo de las doce y comprendió que se le acababa la mañana. Había necesitado habilidad y calma para salir temprano de la casa. Por la noche, cuando Pino ya estaba acostada, había pedido a José dinero para venir a Las Palmas por la mañana en el coche de hora.

– Porque no creo que a Pino le guste que vaya contigo.

– Con ir al Instituto por la tarde tienes de sobra.

– Tengo que preparar mis clases. He perdido mucho tiempo en estos días. Iré a casa de Anita…

– Acuérdate de lo que me has prometido -dijo al fin José.

– No me verás más con Sixto.

Después de esta conversación, la libertad… Y ahora perdía tanto tiempo sin atreverse a entrar en una tienda, expuesta a que José pasase con su coche y la cogiese vagabundeando por la calle.

Era necesario entrar en un comercio que había ya escogido, y por cuya puerta había pasado varias veces. Era una tienda pequeña, donde infinidad de relojes marchaban acompasados. Un hombre, provisto de una gran lupa, trabajaba detrás del mostrador. A través del escaparate de cristal Marta había contemplado mucho rato a este hombre. Le atraía a la muchacha la soledad y el silencio de la pequeña tienda. El sol hacía brillar la bisutería, y cuando un reloj daba una hora, los otros, acompasadamente, persiguiéndose en intervalos de segundos, la daban también. El hombre había echado alguna ojeada indiferente a aquella cabeza rubia que tan insistentemente estaba aquella mañana pegada a sus cristales. Por fortuna no la miró demasiado. Marta pudo vencer su timidez y meterse en aquel cuartito limpio que olía a metales y que era la tienda. El silencio se hacía muy grande.

Cuando el hombre se quitó la lupa para mirarla interrogativamente, Marta sacó de su carterón de cuero una cajita de plata repujada y la abrió. Con unas manos algo temblorosas fue extendiendo sobre el mostrador de cristal lo que ella llamaba sus baratijas, y que jamás se ponía: dos pares de pendientes de oro, muy infantiles; unas pulseras de plata, gruesas; una cadena de oro, también bastante pesada; un anillito de sello, del mismo metal, con sus iniciales; otro con un pequeño rubí; un medallón gordo, que había recibido como herencia directa de su abuela y que a ella le parecía muy feo, pero que estaba adornado con brillantes, y una medallita de platino con brillantitos pequeños y su cadena. Esto era un regalo de su primera comunión.

Asustada, oyó el frío ruidito de aquellas joyas al extenderlas sobre el mostrador de cristal. Se sentía casi incapaz de hablar. Cada vez le parecían más miserables. ¿Era posible que valiesen algo?

– Quisiera saber cuánto vale esto.

El hombre, al ponerse en pie, resultaba alto, con un largo guardapolvo. Marta tuvo la impresión de que la miraba severamente con aquel ojo que hacía un momento tenía la lupa puesta, y que, aun sin ella, parecía más grande que el otro. Luego examinó cuidadosamente los objetos, volvió a colocarse la lupa, rascó los metales… Al fin pronunció una sentencia algo vacilante:

– Por esto se le podrían dar trescientas pesetas. Incluida la caja.

Marta dijo apresurada, sintiendo que enrojecía:

– Se lo doy sólo por cincuenta duros.

El hombre se enfadó.

– Le estoy ofreciendo trescientas pesetas. Ya se lo he dicho.

– ¡Ah! Sí… Pues, muy bien. Quédeselo.

Marta estaba casi desfallecida de alegría. Era muy fácil vender. Había temido interrogatorios molestos y hasta amenazas de denunciarla a la familia. Pero por fortuna al comerciante no le interesaba su familia ni se dejaba seducir por una rebaja de precio. Se notaba -pensó Marta- que era un nombre honrado; su cara aburrida e indiferente le pareció bañada de una crónica bondad cuando le tendió el dinero.

Trescientas pesetas eran una cantidad fabulosa para ella. Tenía miedo de que se le perdieran, porque jamás había poseído tanto dinero.

Salió como borracha a la calle, que le pareció más hermosa que nunca, más llena de vida, aunque a aquella hora de mediodía se iba quedando desierta. Tenía conciencia de haber dado el primer paso importante para seguir sus planes.

A la hora de comer empezó a atormentarla la duda de que si aquel dinero alcanzaría para un pasaje. No podía tragar. Comía a la fuerza, bebiendo mucha agua para que le pasasen los bocados por la garganta oprimida. Le era imposible hablar o atender a lo que decían sus tíos, que parecían muy contentos de volverla a ver después de su "enfermedad". ¿Era posible que hubiesen creído de veras que ella estuvo enferma quince días? Sólo escuchó cuando comentaron que Pablo se iba aquella misma tarde al Sur.

– Es un loco ese Pablo… No sé qué puede ver para pintar en los barrancos de lava. José le advirtió el otro día que no iba a encontrar alojamiento.

Marta supo que uno de los días que estuvo ella castigada habían hecho todos una excursión a la playa de Maspalomas, en la punta sur de la isla. Habían ido en el coche de José. Marta estaba enterada, naturalmente, de esta excursión, a la que no la habían llevado siguiendo el programa de castigo establecido para ella. Había visto salir a Pino muy veraniega, con zapatos de lona, con gafas negras, y había visto preparar la cesta de la merienda. Ni se le había ocurrido pedir que la llevaran, y cuando Pino volvió con la nariz despellejada, quejándose del calor sufrido, de los pinchos que le habían desgarrado el traje, de la arena que había penetrado en la comida, Marta estuvo riéndose silenciosamente. Pino aborrecía las excursiones campestres.

Pero ahora se enteraba Marta de que también Pablo había ido a la excursión aquella y que estaba entusiasmado.

– Comprendo que quisiera pintar Maspalomas, porque esa playa, con su bosque de palmeras y su laguna de agua dulce, es ideal. Parece una cosa de ensueño… Pero los barrancos de lava, con esos bosques de cactos tremendos, son horribles. Nunca había visto yo cactos más que aquí, tan enormes… Parecen de esos candelabros antiguos, esas lámparas enormes de velas, que se ponían en los salones… ¿Cómo se llaman esos cactos, Marta?