– Son los cardones.
Marta recordaba que a ella los enormes cardones y las enormes rocas de aquellos barrancos le habían dado miedo cuando, de niña, la había llevado el abuelo por aquellos parajes, después de visitar un almacén cercano de empaquetado de tomates. Habían ido a comer a una casita solitaria precisamente en uno de aquellos barrancos… Allí, cerca de la carretera; era una tienda…
– El loco de Pablo dice que se piensa alojar en casa de ese hombre gordo de la tienda donde paramos a comprar gaseosas, y si no puede ser, en unas casuchas de pescadores que hay por allí cerca… Bueno, todos los artistas están chiflados.
– Un día de estos iremos nosotros a verlo entre sus cardones, como dice Marta. Hay que despedirse bien de la isla. Faltan pocos días… Estamos ya a finales de abril.
Marta, haciendo un esfuerzo, se acordó del nombre del aquel hombre gordo de la tienda donde había comido con su abuelo. Debía ser allí donde Pablo quería alojarse. El hombre se llamaba Antoñito. Si sus tíos iban a ver a Pablo, ella deseaba que la llevaran. ¡Cuánto necesitaba ver al pintor! Necesitaba mucho hablarle de sus planes de fuga. Tenía que decírselo a alguien porque, si no, pensaba que se iba a ahogar.
Daniel dijo que Marta tenía muy mala cara. Hones se la llevó aparte, después de comer.
– Quizá hicimos mal en decirle a tu hermano lo del noviazgo… Parece que no le hizo gracia. ¿Te ha dicho algo?
– Sí… no quiere. Pero no tiene importancia.
Había pensado mucho en hacer escenas con los parientes acerca de ello. Pero bien sabía que todo era inútil. A aquellas gentes no les importaba ella lo más mínimo. "¿Me ayudarán cuando me descubran en alta mar con ellos, no me devolverán a mi casa otra vez?" Pablo se iba también el doce de mayo, con ellos. Esto era la única verdadera y grande esperanza. Él se pondría de su parte. Convencería al gordinflón Daniel, a Hones, a todos. Él tenía que saber los proyectos de la chiquilla de antemano…
Pero Pablo también se le había ido. Siempre se estaba marchando a algún sitio.
Por la tarde, antes de ir al Instituto, corrió al puerto, a la Compañía de navegación, para enterarse de si había pasajes de tercera en el barco del día doce de mayo.
– Sí, únicamente de tercera.
– ¿Cuánto cuesta un pasaje hasta Cádiz?
– Se lo dijeron. Era menos de la mitad de aquella cantidad que poseía.
– Quisiera uno.
La miraban con sorpresa. Cuchichearon dos empleados. Un tercero se asomó a verla.
– ¿Para usted? ¿Trae salvoconducto?
– ¿Es necesario para comprar el billete?
– Sí, por estas circunstancias especiales del final de la guerra… No podemos dar pasajes sin salvoconducto.
Marta se sintió angustiada un minuto, como si la hubieran parado de pronto en medio de una carrera loca. Al fin pudo hablar:
– Tardaré unos días… ¿Habrá billete?
– De tercera es fácil que haya pasaje, sí.
Cuando salió a la calle, parpadeando después de la penumbra de las grandes y limpias oficinas, Marta se sintió horrorizada de pensar que algunos de aquellos hombres, que trabajaban tan cerca de la casa comercial de José, conociesen a su hermano y le fueran con el cuento. Había salido de allí a un tiempo oprimida y espoleada por las dificultades. Necesitaba a Pablo para que la ayudase; él sabía cómo había que conseguir el salvoconducto, él le podía facilitar tantas cosas… Pero si él no estaba, lo arreglaría sola. Una persona que se fuga debe saber resolver sus propios asuntos y tiene que arriesgarse…
Metida en las clases, como en una jaula, ansiosa, enfebrecida, daba vueltas a sus ideas dentro de la cabeza, que le ardía, durante toda la tarde.
No se había atrevido a faltar al Instituto; también esto hubiera sido muy fácil de averiguar para José y pensaría tonterías. Sus amigas la molestaban; la charla de ellas se le hacía insoportable, y también las explicaciones de los profesores. Se sentó en los últimos bancos y, cuando pudo, cerca de una ventana desde donde veía el mar, y aquel lejano estruendo, aquella brisa libre, la confortaban.
– ¡Qué poco tiempo tengo! Aún no he hecho nada…
Habló a media voz, sin saberlo, en un momento determinado. Una compañera, a su lado, le contestó que tampoco ella sabía nada y que faltaba muy poco para los exámenes. Marta la miró con aire salvaje, dándose cuenta de que debía estar muy loca para haber hablado así.
– Pero tú eres lista, Marta. Tú siempre sales bien. Espero que me soples en Literatura.
Marta, admirada, se fue calmando. Era muy normal que aquella chica dijera estas cosas. Era una criatura vestida de negro, encorsetada y triste, que jamás había pensado en fugarse y a la que los estudios le parecían una de esas cosas horribles que tiene la vida y que caen sobre uno como cae la lluvia o el calor… ¡Qué extraño le parecía todo a Marta ahora! Ella no estaría allí para los exámenes si todo le salía bien. Pero le pareció de buena suerte lo que le había dicho la amiga y le oprimióla mano. La otra muchacha manifestó un ligero asombro por tal cordialidad, y más tarde quiso empezar a hacerle confidencias sobre un ahijado de guerra del que se había hecho novia y que ahora quería dejarla.
Empezaron a pasar los días, mientras Marta se iba enterando de los trámites que tenía que hacer para sacar su salvoconducto, y llegó el uno de mayo. Se dio cuenta con desesperación de que aún no tenía nada arreglado… ¡Y al día siguiente era fiesta! Eso significaba otra pérdida de tiempo. Le habían dicho que necesitaba certificados de vacuna para el salvoconducto, y perdió la mañana en el Instituto de Higiene. También se hizo unas fotos de carnet, al minuto, que reflejaron una imagen suya, casi irreconocible, de gesto feroz.
A mediodía llegó a casa de sus tíos rendida y con cara de fantasma. Afortunadamente no estaban, porque les habían invitado a comer unos conocidos, como despedida. Era un descanso aquella casa silenciosa y fresca, donde no tenía que esforzarse en hablar.
– Mañana, desde tempranito, también se marchan sus tíos al campo para todo el día. Me dijeron que mañana no viene usted tampoco, porque es fiesta. Yo me voy a mi casa, y me quedo allí a dormir.
La criada trataba de darle conversación, porque quizá le daba pena verla tan sola en el comedor oscuro, con aquella cara febril que ahora tenía la niña. Esta criada era una mujer gorda, con un ojo torcido, que daba gritos de pena al ver que Marta dejaba intactos los platos.
– ¡Jesús! Eso son las cosas de la línea. ¿Usted sabe, mi niña, que se está poniendo muy flaca? La señorita Hones también quiere adelgazar, pero ella no deja de comer por nada del mundo.
Marta no atendía. Estaba cansada, pero no podía quedarse quieta un minuto. Recorrió la casa vacía, los silenciosos patios, las alcobas. Por allí, durante muchos años, había corrido, despreocupada. ¿Recordaría ella alguna vez estas grandes habitaciones, estos muebles oscuros, cuando estuviera lejos?… En el convento varias veces se había despertado llorando, porque no estaba ya en la casa del abuelo. Allí había sido feliz, sin duda.
Junto a la cocina, en la galería del patio trasero, había una pila de agua. Una piedra hueca, sobre un soporte, la destilaba gota a gota dentro de una panzuda taya roja. La piedra estaba cubierta de las frescas plantas del culantrillo, con su intenso color verde. En el campo, en el porche de la cocina, había otra pila igual.
Estuvo a punto de emocionarse. Estos pequeños detalles de la casa cobraban una vida profunda, un quieto encanto, una significación hogareña y tierna… Pero era -pensó- porque iba a dejarlos. Sí, los recordaría… Sin embargo, si se quedase sujeta a ellos, sentía que podría aborrecerlos.
La muchacha bizca vio con asombro cómo aquella niña tan rara se quedaba mucho rato junto a la pila de agua, viendo formarse aquellas gotas cristalinas que se futraban por la piedra y que caían lentamente.
Por la noche pensó Marta en Teresa, y entró en su habitación de puntillas. Hacía rato que la habían acostado.
Sobre la cómoda ardía siempre una lamparilla de aceite y aquella luz iluminaba apenas la cara de la mujer dormida entre las almohadas. En las mejillas se le proyectaba la sombra de las pestañas. La hija se inclinó, algo demudada, sobre aquel rostro.