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"Es como si estuviera muerta. Nunca estuviste con ella. Nunca te necesitó… Ni la necesitaste desde que dejó de estar en tu vida. ¿Te habría entendido alguna vez?… Ella era una mujer feliz en su casa. Le gustaban sus pequeñas joyas, sus cositas, como dice la majorera. No leía, no soñaba con otros mundos y no era histérica ni desgraciada como Pino. Sin embargo… ¿Te hubiera detenido de poder hacerlo…? Desde que creciste pensaste, más que en ella, en tu padre, que te dejó un cajón lleno de libros en el desván. La vas a dejar para siempre. Mírala."

Marta se sintió horrorizada. Si Teresa abriera los ojos y dijera: "No te vayas, tienes que estar conmigo, te he llevado dentro de mí, eres mía"… Bien sabía que mucha gente comentaba desfavorablemente su conducta para con su madre enferma, sobre todo al compararla con la de José, que era su hijastro nada más.

Pero Teresa no podía decir eso. No podía detenerla. Marta no era de nadie, no se sentía atada a nadie, y eso le daba fuerzas. Teresa la había abandonado hacía años, más que si estuviera muerta. Si Teresa le hubiera impedido marchar, también de ella hubiese huido, sin piedad, sin volver la cabeza. La cara de Marta tomó una expresión muy dura.

Empezó a recordar mil hogares amigos que conocía, casas llenas de ternura, hasta el punto de que la marcha de un hijo a la Península para estudiar parecía una tragedia, y a las que la guerra había hecho temblar en sus cimientos. En estos hogares ni se hubiera soñado que una hija pensara desgajarse de ellos, como no fuera por el matrimonio.

Con la punta de los dedos tocó una mano de su madre, blanca y abandonada sobre la colcha. Los ojos de Teresa se abrieron espantados, enormes, verdes con las pupilas negras. Luego los cerró fuertemente y volvió la cabeza, hundiéndola en la almohada.

Marta durmió profundamente, agotada. Se despertó muy temprano, pero tuvo la impresión de que antes de dormir había alcanzado a ver el alba; que sólo había cerrado los ojos unos minutos.

Era un hermoso amanecer, y la vida temblaba allá fuera, en los campos. Pensó que en el puerto se reflejaría en el agua la sombra de los barcos.

Delante de la habitación de Pablo nacía el sol, enrojeciendo el agua… El cuarto estaba vacío, como cuando lo vio ella. Muy pronto, ya no sería ni siquiera el cuarto de Pablo… Ella necesitaba verle. Mientras él y su vida extraña, y su capacidad para comprender las cosas hondas, las que en realidad tienen importancia, llenasen la isla, era posible vivir allí; pero si él se iba… Si él se iba daba lo mismo vivir en un convento o en aquella casa o morirse. En aquellos momentos, en que sabía que Pablo se había preocupado de ella, aunque fuera para denigrar su conducta, marchar con él le parecía a la niña ya una cuestión de vida o muerte.

Estaba en el Sur. Marta conocía la casa donde él paraba. Había comido allí con su abuelo, por lo menos una vez, poco antes de empezar la guerra. Tenía idea de que era una tienda humilde, cerca de la carretera. Ni siquiera sabía el lugar en la larga carretera del Sur… Pero podría reconocerlo, estaba segura, aunque desde luego era muy lejos… Al dueño de esta casa le llamaban Antoñito, el barquero. Hacia años que Marta no había salido en coche por la carretera del Sur. Quizá, reflexionó, el viaje no fuera tan largo como le había parecido aquella vez, porque los parientes pensaban ir y venir en el día, cuando fueran a ver a Pablo.

Fue en el momento de pensar estas cosas, mientras se estaba vistiendo, cuando Marta tuvo un sobresalto y vio con claridad en su imaginación que era allí, a casa de Pablo, a donde iban a ir los parientes aquel día de fiesta. Cada vez estaba más segura. ¡Qué estúpida había sido en no dejarles un aviso, pidiendo que la llevaran para aquella excursión! Marta calculó que si se daba prisa, aún los alcanzaría en Las Palmas, y la podrían llevar con ellos. Entonces sí que encontraría ocasión de explicar a Pablo todo lo que le pasaba y todo lo que estaba haciendo aquellos días. Hacía tanto tiempo que no veía al pintor que casi desfallecía de pensar en volver a hablarle. Llevaba días convirtiendo todos sus pensamientos en acción, y terminó de vestirse a la carrera, como si verdaderamente su familia la estuviera esperando para llevarla a ver a Pablo.

Las criadas acababan de levantarse, espabiladas por la majorera, y José y Pino dormían aún, cuando Marta escribió unas líneas para Pino en una hoja de cuaderno, porque ahora se había vuelto muy precavida y consciente. No quería irritar a su familia demasiado, ni tampoco exponerse a una posible negativa.

"Salgo temprano porque me olvidé de decir que los tíos me invitaron a ir con ellos de excursión. Si volvemos tarde, me quedaré en Las Palmas esta noche. Dile a José, si desconfía, que puede averiguar dónde está Sixto. Yo no me veo con él."

Rompió dos o tres avisos parecidos y al fin quedó contenta con éste. Buscó a su alrededor un sitio para dejarlo bien visible y luego se le ocurrió otra cosa mejor y llamó a Lolilla. De las tres sirvientas, ésta le parecía la mejor. Era una chiquilla muy bondadosa y sentimental, siempre espantada y risueña a un tiempo. Desde que llegó la noticia de la muerte de Chano, el jardinero, no hacía más que llorar por los rincones, sorbiéndose los mocos, siempre en medio de aquella sonrisa suya que desarmaba. Vicenta le decía, a modo de consuelo, que bien podía dar gracias a Dios de no ser ella la que hubiese muerto.

– Oye, Lola. Le das este papel a la señorita, pero después que mi hermano se vaya a Las Palmas… ¡No te olvides! Después de que se vaya él. Pero no dejes de dárselo. Si lo haces bien, te hago un regalo…

¡Otra vez aquella sensación de vida, aquella prisa, aquella llama!

Cuando llegó a casa de sus tíos, encontró solamente a la criada, que la miró esta vez sin simpatía, como si pensase que la iba a dejar sin vacaciones. Se apresuró a explicarle con bastantes malos modos que estaba recogiendo la casa para marcharse, porque tenía todo el día libre. A los señoritos les vinieron a buscar en dos coches cuando todavía era oscuro. No le podía decir más. Además, ya se lo había dicho el día antes. -¿Dónde se fueron?

– Si le digo la engaño, mi niña… A mí no me dijeron nada… ¡Oh! Yo, ¿qué quiere que sepa?

Marta tuvo la certeza absoluta de que habían ido a ver al pintor. Su deseo era tan fuerte, que se engañaba a sí misma; llegó hasta a imaginar que había oído de boca de Hones que era este día precisamente, el dos de mayo, cuando pensaban ellos dar una sorpresa a Pablo presentándose allí, en aquel paraje medio desierto donde se había refugiado con sus pinceles.

De pronto le pareció que si no iba ella también a ver a Pablo quedaba chasqueada y fallida. Si no lo hacía, no tendría fuerzas para seguir su plan y salir de la isla. Necesitaba un amigo que la ayudase, únicamente él, en el mundo, podía tenderle una mano… Decidió marchar a verle por sus propios medios, porque nada es difícil cuando se desea de veras, nada es imposible, y eso el mismo Pablo se lo había dicho… Salió de casa de sus tíos dispuesta a ir a los barrancos a toda costa, aunque fuese a pie y tardase días.

Era muy temprano. Por las calles tranquilas se oían campanillas. Unas beatas, con sus mantillas negras, iban hacia la iglesia cercana. Pasaban unas cabras. Se detuvieron arracimadas frente a un portal. El cabrero llamó a la puerta cerrada, hasta que una criada soñolienta apareció llevando en la mano una vasija que tendió al hombre. Luego se apoyó en el quicio para ver ordeñar la leche.

Detrás de las casas el mar olía, azul, espléndido.

XIII

Con las piernas colgando en el asiento altísimo y saltarín, Marta se notaba ensordecida por el ruido del motor del coche de línea.

Estaba cayendo la tarde. La carretera que va al sur por la costa este de la isla se había ido desenrollando en largas horas, con infinitas paradas. Marta, que, con la emoción de aquel viaje, había olvidado comer, se sentía mareada y liviana. Tenía media cara quemada por el sol y polvo en la nariz y en la garganta.

El viaje había comenzado a primera hora de la tarde. Sólo un coche de hora llegaba hasta el fin de aquella carretera en todo el día. Éste era el que Marta había cogido por fuerza. Empleó toda la mañana de inactividad en casa de una amiga y tuvo que hacer un esfuerzo para no contarle sus proyectos, tan metida estaba en ellos. Le había costado mucho prestar atención a lo que la otra muchacha le decía. Y eso que también se trató en la conversación de cosas suyas, de su noviazgo con Sixto y de si su familia la dejaba o no la dejaba "hablar" con él.