Sin embargo, y sin saber por qué, las manos de ella al atraer su atención le calmaron un poco. No es que fueran unas manos bonitas, pero eran, si esto puede decirse, unas manos llenas de inteligencia, franqueza y desamparo. Unas manos capaces de trabajar, sufrir y sentir. No eran inútiles ni delicadas, ni sensuales. No parecían hechas para acariciar, pero sí para moldear, para recoger en el tacto de sus delgados dedos, un poco ásperos, mil cosas de la vida, del alma de las gentes. Eran espirituales y al mismo tiempo constructivas. Eran capaces de crear algo… A Pablo se le ocurrió que aquellas manos tenían un profundo interés para pintarlas, y una gran dificultad, al mismo tiempo, porque su encanto no residía precisamente en la forma, sino en lo que esta forma sugería. Estos pensamientos disiparon en gran parte su enfado, y sobre todo le hicieron desaparecer la idea de vulgaridad, necedad y sensualidad barata que ahora aplicaba sin querer a la imagen de la sobrinita de Hones.
La hizo salir de la casa, atravesando el patio, por la puerta trasera. La mujer, junto al pozo, lavaba platos en una pileta al aire libre, con el agua negra, donde se reflejaban las estrellas. Pablo le dijo:
– Estaremos aquí mismo… Llámeme si deciden algo para esta noche.
– En último caso, yo me quedo aquí en el patio con una manta o unos sacos -dijo Marta, complaciente. Le parecía agradable la idea de dormir al aire libre.
Los chiquillos en un rincón en sombra la miraban con sus ojos brillantes. Iban muy desarrapados.
El aire caluroso, como una respiración, les envolvió al salir. Salía del mar la luna casi llena con los bordes apenas carcomidos. Extraordinaria luna caliente. Luna sin viento. Las tierras desérticas que alumbraba parecían lunares también, irreales; el mar ardía. Marta se sintió también devastada, quemada como aquella tierra.
Disfrutaron de unos instantes calmados y llenos de belleza, como si al salir al barranco se hubieran encontrado en una enorme, maravillosa iglesia. Después Marta empezó a hablar deprisa, y como el pintor no había entendido bien aquello de sus proyectos de fuga, se los repitió de nuevo. Pero más tarde vio que tampoco esta vez había entendido del todo.
Fueron interrumpidos a la mitad de la explicación de Marta por la cuadrilla de los niños de los tenderos. Ya se había encontrado, dijeron, un lugar apropiado en las chozas para que durmiera la niña. Pablo se volvió a enfadar, y Marta lo vio marcharse a discutir otra vez con el matrimonio. No hubo remedio. En la tienda no querían tenerla a dormir por nada. Al fin, la mujer de Antoñito consintió en alquilar unas sábanas a la pescadora que la iba a albergar. Fuera de ahí, nada. Ni soñarlo.
Con todos estos contratiempos Pablo volvió a coger fuerzas para su propósito de reñir con Marta, y así lo hizo mientras iban hacia las chozas por el sendero lleno de calor, entre las piedras de lava donde los lagartos tomaban su baño de luna y los grandes cardones. Le dijo cuánto le había decepcionado, y qué poco valía a su juicio una criatura como ella que estando dotada de fuerza y de inteligencia se dejaba ir a la deriva de cualquier capricho, como una mujerzuela vulgar, y que ahora quería fugarse con su novio estúpidamente. Pablo no sabía que Marta le escuchaba arrobada, sintiendo ese gran placer que da a veces el que un ser querido se exaspere con nosotros y nos riña. Porque quien castiga así de palabra no tiene indiferencia, al menos, aunque sea algo injusto.
– Yo no me quiero escapar con mi novio. Yo no tengo novio. Quiero irme sola. No quiero quedarme aquí… Usted mismo, Pablo, me dijo muchas veces que debería procurar estudiar, salir de aquí de la isla, ver cosas nuevas…
– ¿Yo…? ¡Bueno…! Entonces de ese chico con quien se te ve a todas horas, ¿no hay nada?
– No… ¡Usted, Pablo, es tan distinto de todo el mundo! Es…, ya se lo dije una vez, para mí un ser superior. Me da vergüenza decírselo porque sé que está mal lo que hice, y que usted puede juzgarme… Yo he besado a ese muchacho sin saber lo que hacía…; pero, de verdad, sé ahora que no lo quiero. Lo que quiero es irme de aquí.
Entonces Pablo se dio cuenta de que Marta estaba verdaderamente avergonzada, y que aunque pareciera imposible no había venido hasta él buscando una aventura del tipo de las que -¡pero de ninguna manera con tal desprecio de las conveniencias extrañas!- sin ir más lejos, buscaba su tía Hones a cada momento. Y Pablo se sintió más molesto todavía de lo que antes había estado, y sin saber ya, por unos momentos, qué decirle a aquella criatura.
Cuando vieron la casita que le habían designado, Marta no se atrevió a decir que hubiera preferido mil veces dormir al aire libre. Había causado ya tantas molestias que sólo le quedó sonreír, diciendo que estaría allí perfectamente. El pequeño poblado olía a cerdos y a excrementos, y a pescado podrido, aunque la proximidad del mar barría y purificaba aquello con su aliento de yodo y de sal. Las casitas estaban hechas de piedras, colocadas unas sobre otras sin unir. Marta dormiría en una de aquellas habitaciones, ocupada casi toda por un catre de viento donde habían puesto las sábanas limpias de la tendera. Dos mujeres dormirían en la misma habitación, sobre una manta, en el suelo. El cuarto se ventilaba por la puerta, que era de tablas, y que tenía una cortina de tela de saco. Junto a esta entrada, por la parte de afuera, había dos dependencias que completaban la casa; una cocina al aire libre tan misérrima como no se podía soñar, y el chiquero del cerdo.
Todas aquellas casas eran por el estilo. Marta miró a Pablo admirada. Pensó que era un hombre de espíritu extraordinario que podía vivir en semejante lugar sólo por su inspiración y su arte; de la misma manera que viven los santos en los desiertos.
Antes de acostarse estuvieron sentados en la playa, que era inmensa y desierta y se prolongaba hasta perderse de vista de ella. En aquel rato casi no hablaron, y para Marta fue de una felicidad extraordinaria, casi divina. Pablo le había explicado ya que él no la iba a ayudar en su fuga para nada, pero que si conseguía llegar al barco, él obtendría de aquella vieja codeante que era Daniel, a juicio del pintor, que se pusiese de parte de la chica.
– No veo que sea muy difícil, no… -¿No?
– A causa de tus buenas circunstancias económicas, señorita. A tus parientes les encanta el dinero. -Pero yo no tengo nada. -Es bastante con que algún día puedas tenerlo. Marta pensó que más adelante tampoco tendría nada, porque no lo deseaba. Sólo deseaba ser como esta noche una criatura solitaria en el mundo, sin más compañía que la de un amigo elegido por su alma, sin bienes que la ataran ni la entorpecieran» No se atrevió a decirlo.
Más tarde, envueltos en aquel ruido pausado del oleaje, en el caluroso canto de los grillos, Pablo manifestó con cierta pereza sus temores por Marta después de la aventura de esta noche. ¿No tenía miedo de las complicaciones que iba a traerle en su casa? Pero ella dijo que de un tiempo a aquella parte sólo pensaba en las cosas malas cuando las tenía encima. Que le alegraba mucho el que él quisiera acompañarla a Las Palmas a la mañana siguiente. Pero que prefería ahora no pensar en eso porque era demasiado feliz. Pablo se levantó con brusquedad del montón de arena donde estaba sentado al lado de ella, cuando Marta no lo esperaba. Fue algo muy repentino y casi doloroso. Un minuto antes parecía tan encantado y tranquilo como la muchacha oyendo el silencio y las lejanas voces de los pescadores.
– Tenemos que dormir. Le sonaba la voz muy seca.
Ella no se atrevió a protestar. Estaba muy apenada. Le parecía que se habían terminado las mejores horas que le había ofrecido la vida.
El poblado estaba aún despierto. Los pescadores hacían su tertulia fuera de las casas. Pablo empujó a Marta hacia la choza donde tenía que dormir y se fue luego a la suya.
Dormía él en el incómodo catre de un pescador, sin ropas de cama, desde hacía días. Había encontrado en esta pobreza absoluta un alivio a sus preocupaciones de aquella temporada. Se llevaba una infinidad de apuntes de aquellos desolados parajes, y hasta casi esta noche había estado contento.
Se echó sobre la cama con cierta desesperación. Su cuerpo joven reclamaba fuertemente cosas a las que no estaba acostumbrado a resistir, y la presencia inocente y sosa de la niña había exacerbado en él aquellos deseos. En la oscuridad empezó a fumar. Se le representó claramente el cuerpo de su mujer, sus gestos y la naturalidad y la gracia un poco ordinarias que ella tenía en algunos momentos íntimos. Jamás encontró a nadie que le aprisionara de tal manera. Vivir con ella había sido un sufrimiento, pero también un placer comparable al que proporcionan algunas drogas. Sabía que de nuevo estaba a su alcance aquella vida con María porque tenía en el bolsillo una carta suya desde Méjico. En ella le contaba con cruel naturalidad cuan desgraciada se sentía, y cuánto necesitaba de él ahora. María no era ninguna estúpida, ni tampoco mala, a pesar de que él se consolase odiándola e insultándola en su interior. Le había hecho daño, pero también le había dado alegrías que ningún ser humano le proporcionó jamás; y si eso valía algo, gracias a ella se había vuelto un ser humano mejor, más comprensivo, menos vanidoso de lo que era antes de conocerla. Aquella noche se preguntó desesperado si la alegría de crear era suficiente para compensar la pérdida de aquel esplendor vital que le daba a todo la presencia de su mujer, y si, en definitiva, él como pintor podía hacer algo tan bueno que mereciera aquel sacrificio de renunciar a su sufrimiento y a su felicidad, porque eso sí, sabía que en cuanto los tuviese de nuevo aquel sufrimiento y aquella felicidad le bastarían, le llenarían todos los momentos, no le dejarían ni respiro ni espacio alguno para su arte. Junto a María era un hombre hundido.