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El alba lo encontró como él era siempre, un hombre débil, atormentado por sus dudas, enormemente triste; un hombre que a Marta le parecía un santo.

Marta, mientras tanto, había caído sobre un colchón durísimo de paja y a su cuerpo le costaba trabajo adaptarse a los hoyos que había en él. El calor dentro de aquella sofocante habitación humana era horrible, y horribles los malos olores. La chica, en la oscuridad, tenía que rascarse a cada momento porque al parecer aquello estaba invadido por las pulgas. Le daba risa de pensar en la cara horrorizada que sus amigas hubieran puesto si por un agujero hubiesen visto su situación.

De ninguna manera podía dormir. No sólo por las incomodidades que la rodeaban, sino por aquella alegría inquieta que la recorría toda entre los tormentos de la picazón de las pulgas que invadían la cama, el espeso olor de pescado en putrefacción que parecía estar adherido fuertemente a cuanto la rodeaba y el calor ahogante. No pudo resistir más, y cuando las dueñas del cuarto entraron en él, dijo que quería salir un momento.

Nadie se lo impidió. Una vez fuera trató de fijar bien en su imaginación la forma de aquella choza, y su situación para orientarse más tarde, y se fue a la playa alejándose del poblado.

El aire cálido y el mar lleno de luz plateada la llamaban. Se desnudó rápidamente en aquella profunda soledad de la arena con luna, y se metió en el agua.

El mar guardaba el calor del día y Marta jamás había nadado así, con tal delectación, entre aguas cálidas llenas de luz. La vida le parecía irrealmente hermosa. Tendida sobre el mar, sintiendo flotar sus cabellos, empezó a reírse suavemente. Nunca nadie comprendería el encanto de esta aventura contándola con las limitadas palabras que tenemos para expresarnos. ¿Qué podría decir? "Así ha sido el más hermoso día de mi vida: no comí y me fui en un coche polvoriento a buscar a mi familia a un sitio donde no estaba. Encontré a una persona a quien quiero mucho que estuvo riñéndome de la manera más agria. Dormí en un cuarto horrible lleno de pulgas, y cuando no lo pude resistir más salí a bañarme al mar yo sola, desnuda, en la noche."

Y, sin embargo, ésta era la felicidad. Profunda, plena, verdadera. Cada uno tiene una manera distinta de sentir la felicidad, y ella la sentía así.

Y tuvo un temor grande y supersticioso de que el destino le guardara algo muy malo para vengar esta alegría que ella había alcanzado quizás indebidamente. Le parecía que jamás había oído contar a nadie que una muchacha de su edad hubiera tenido tal plenitud de dicha como la que ella sentía entre las aguas del mar del Sur, esta noche, sin merecerla.

XIV

Aún había estrellas en el cielo; apenas una raya de luz aparecía sobre el mar, cuando Marta y Pablo se dirigieron a la carretera. No era cosa de perder el único coche de hora. Marta estaba mucho más asustada que por la noche.

– Aunque no sé por qué. No he hecho nada malo, en realidad.

Pablo la miró. Él tampoco sabía por qué le conmovía tanto, ahora, a aquella luz naciente, la cara de la niña.

– Has ido contra las conveniencias sociales, querida, como diría tu tío Daniel… Van a pensar muy mal de ti. ¿Tienes miedo?

– Sí, pero sólo porque creo que me encerrarán y será muy difícil arreglar mis cosas para fugarme. Ante aquella energía, Pablo se sintió cansado. -Querida Marta… ¿Y si yo te aconsejara que dejases todo eso? Debías quedarte aquí, casarte, tener hijitos en tu tierra y ser feliz.

– Hay tiempo para todo. ¿No cree usted? Esto era difícil de contestar, porque, en efecto, Marta tenía mucho tiempo delante de ella. Aún no había cumplido diecisiete años.

– No sé… Puedes tropezarte gentes en tu camino que te destrocen la vida. No sé… Tengo miedo por ti porque eres una chiquilla loca, Marta Camino. No sé lo que esperas encontrar en el mundo. Marta se sonrió.

– Quiero encontrar gentes como usted; gentes maravillosas, distintas, a las que no les importen las conveniencias sociales, sino el espíritu… Gentes de ideas elevadas… Y otras tierras, otras caras desconocidas. Pablo se enfadó.

– No hay gentes maravillosas. Yo no soy maravilloso ni elevado. No te das cuenta de lo ridículo que me haces sentir. No sé qué tonterías pude decirte una noche que estaba borracho; a veces me he preguntado qué era para que desde entonces andes con esas manías.

Marta le miró con una gran dulzura que la hacía parecer mayor.

– Me explicó que quería mucho a su mujer. Que le perdonaba el que ella no le dejase pintar… Y que si no quería volver con ella no era por las cosas que ella le hubiese hecho o por lo que pudiera decir la gente, o porque no la quisiese, que la quiere mucho, sino porque usted es un artista, y primero es su arte…

Había poca claridad y Marta casi no miraba a Pablo mientras decía estas cosas, de modo que no pudo ver que bajo su piel morena él se ponía rojo.

Después de esto quedaron un rato callados, en la carretera. El día brotó rápidamente de las tinieblas, y estaba todo lleno de luz y olor marino cuando apareció el coche de hora que iba a Las Palmas.

Cayeron en casa de los tíos, en Las Palmas, de la misma manera que puede caer un demonio oliendo a azufre en una reunión de ateos. El desconcierto fue enorme al verlos aparecer cogidos de la mano… Porque Marta se aferraba sin darse cuenta a aquella mano como a una tabla de salvación.

Los tíos acababan de llegar también de su excursión. Habían ido a casa de unos amigos, en un pueblo llamado Azuaje, un lugar de maravilla lleno de verdor, flores y aguas murmurantes, lo más diferente que se pudiera soñar, de los barrancos de lava. Allí habían pasado la noche, y llegaron de excelente humor aquel mediodía, para encontrarse a la criada asustada diciéndoles que José había llamado varias veces por teléfono para preguntar por su hermanita, y que parecía muy enfadado.

– Pero es usted estúpida, mujer -decía Matilde a la criada-. ¿Cómo se le ha ocurrido decirle a don José que la niña se fue con nosotros…? Pero, ¿no sabe usted que eso no es cierto?

– ¡Oh, señora, no ofenda, vaya…! Yo al caballero no le dije nada; yo al caballero le dije: "Si le digo, le engaño, don José". Yo no se adonde fueron todos ustedes…

Estaban todos en el antiguo despacho del abuelo de Marta, en la parte baja de la casa, junto a la cancela de entrada. Aún no habían subido a cambiarse los trajes, que conservaban las arrugas y el polvo de la excursión, y Daniel estaba nervioso porque sentía las manos llenas de polvo y microbios. Hablaban todos a la vez, cuando sonó la campanilla de la cancela y aparecieron Marta y Pablo cogidos de la mano. Hubo un silencio de unos segundos y en el silencio se oyó la cigüeña de Danieclass="underline"

– Cloc cloc cloc cloc…

Matilde le miró furiosa. Honesta a quien miraba era al pintor y a la niña, con los ojos muy abiertos, ruborizada y ofendida. Aquello duró medio minuto, hasta que Matilde se repuso.