– Pero, bueno… ¿Me queréis explicar?
Marta se sentía muda, pero Pablo, muy sonriente y quitando importancia, contó con toda amenidad la equivocación de Marta y su aventura. Se reía él sólo, porque los otros estaban muy serios. Hones no parecía la misma de siempre, con aquella expresión de furia. Volvió a mirar a Pablo como si quisiera fulminarlo, y salió sin más de la habitación.
Daniel se dejó caer en una silla, con la boca fruncida. Pablo seguía tan fresco.
– Ya he reñido yo a esta niña, de modo que no la mires de esa manera, Matilde, que aquí no estamos en el cuartel… Lo mejor será decirle a su hermano José que ha dormido con vosotros en Azuaje. Eso quitaría muchas explicaciones innecesarias.
– ¡Innecesarias…! ¿Pero quién te has creído que somos nosotros? Nunca me imaginé de ti… esa…, esa… impertinencia.
Matilde sentía tanta indignación que se ahogaba. Se volvía ahora a Marta. La muchacha se había refugiado en el rincón más lejano, detrás de la gran mesa de despacho. Estaba muy pálida. Se destacaban claramente las pecas de sobre su nariz.
– Bueno, y tú, ¿qué dices? ¿También crees que puedes hacer lo que te dé la gana sin que nadie se meta contigo ni te corrija?
Marta tragó saliva. Luego movió la cabeza en sentido negativo. Le salió una voz muy débil.
– Quizá sea mejor pagar… A mí no me importa pagar lo que he hecho.
– ¡Pagar…! ¡Qué ridiculez! ¿Qué quieres decir con eso de pagar?
– Estoy dispuesta a lo que quieran hacer conmigo. Parecía que se tratase de una sentencia de muerte. Matilde se enfureció más.
– Cualquiera que te oyese pensaría que eres una mártir, y en mi vida vi una chica más descarada… Ni que te fueran a matar en tu casa.
– Pino quiere encerrarme en un correccional.
– ¡Pues es una buena idea, para que te enteres!
– Hijita…, recuerda que eres una dama…; esa palabra correccional es horrible… Pero, Martita, tú has ofendido las buenas formas… ¡Una niña distinguida…! Lo que Pablo quiere es imposible… No cuentes con nosotros.
– No cuento con nadie… Ya estuve una vez encerrada quince días sólo por tener un novio, un muchacho al que conozco de toda la vida… Nadie fue capaz de decir algo a José en mi favor.
Daniel y Matilde se miraron y por encima de ellos, Marta vio que Pablo la miraba a ella como animándola, y sintió un agradable calor en la garganta. Daniel continuaba sentado, con su expresión estúpida, y Matilde, de pie, inquieta, con aquellas manos suyas, tiernas, que eran tan diferentes de todo su cuerpo y que no podía dominar, moviéndosele, frotándose una contra la otra a pesar de ella misma. Pablo remachó:
– Tú sabes que José aprovecharía cualquier ocasión para encerrar a su hermana. Tú misma has comentado que ese hombre quiere tener a la niña bien cogida, y que de ninguna manera permitirá que se case hasta que él la haya despojado de su fortuna o por lo menos de todo lo que pueda.
Daniel se asustó tanto al oír esto que hasta se le olvidó el tic de la cigüeña que tenía en los labios. Matilde también se asustó.
Marta oía estas cosas asombrada. Nunca se le había ocurrido. Vio que Matilde la miraba de reojo.
– No sé con qué derecho dices eso, Pablo. Nosotros jamás… Mira, nos estás ofendiendo.
Dio dos o tres paseos por la habitación. Volvió a encararse con Pablo.
– Y si quieres que te diga la verdad, no sé con qué derecho te metes en nuestras cosas… Tú tienes la culpa de todo este lío por irte a esas chozas sucias a pintar… Me revientan las poses de todas clases, ya lo sabes. Y, mira, sería mucho mejor que te fueras a cambiar de ropa y a afeitarte. Tienes todo el aspecto de un vagabundo…
Daniel murmuró algo así como que estaba malo, y que se iba a tomar un poco de agua de azahar, y salió del cuarto.
Sólo quedaban ellos tres. Matilde, nerviosísima; Pablo, siempre risueño y al parecer dispuesto a no marcharse de allí hasta que todo se arreglara, y Marta, tan conmovida por su actitud que hasta había olvidado su miedo. Matilde se dejó caer al fin en una silla mirando al suelo, pensativa, con un codo apoyado en la mesa del despacho. Fue en aquel momento cuando sonó el timbre del teléfono. Pablo lo cogió. Matilde se puso en pie de un salto mirándole, furiosa, pero se tranquilizó, como vencida, al ver que él se lo tendía inmediatamente.
– Es tu sobrino José. Quiere saber qué tal os ha ido en la excursión.
Matilde tomó el aparato, y casi inmediatamente frunció el ceño y cambió de actitud.
– Sí…, hemos ido a Azuaje… Hombre, no creíamos que tuviésemos que avisarte de todas nuestras salidas, me parece a mí, vamos… Ah, ¡la niña…! -Matilde vacilaba-. La niña…, sí, me parece mal… ¿Sólo un papel? Sí, eso está mal. ¡Yo no podía imaginarme…! Sí, está aquí, sana y salva… ¿De modo que Pino…? ¡Pobre Pino! Llámala para tranquilizarla… Si quieres la llamaré yo… Sí; Marta piensa ir al Instituto esta tarde, como todos los días, si tú no dispones otra cosa… Daniel, regular. Esta tarde irá por ahí… Adiós.
Mientras Matilde había ido hablando, su cara se había dulcificado; por ella parecían vagar sombras, dulzura, bondad. Colgó el auricular con un suspiro, como quien se rinde al fin.
Pablo la había mirado a ella, y también a Marta que parecía como indiferente a aquella conversación, muy quieta y serena.
Pablo empezó a reírse silenciosamente.
– Matilde, ¡eres estupenda!
Daniel apareció en la puerta.
– ¿Qué pasa? Decidme, por favor… ¡Si vierais los ruidos que hace mi vientre!
Marta empezó a reírse entonces, nerviosa, sin poderse contener, y Matilde, en vez de enfadarse, se rió también y también Pablo.
Al cabo de un rato se despidió el pintor, y la niña, muy bajito, muy conmovida, le dio las gracias cuando le acompañaba a la puerta.
– No me des las gracias. Hacía tiempo que no me divertía tanto… Ah, te voy a decir una cosa. Estos días no se te ocurra venir a verme. No conviene. Pero si logras tus planes, ya sabes…
Sonreía, muy cariñoso, en buen ánimo, como tienen las personas después de reír con ganas. Los ojos de Marta brillaban, cálidos, verdes, en sus estrechas rayitas oblicuas. No sabía, claro, cuando miraba alejarse al pintor, que aquellas palabras que se habían dicho eran las últimas que iban a cruzarse entre ellos.
Pablo pensó en Marta con una sonrisa durante los dos días siguientes. Casi deseaba que ella lograse sus proyectos de fuga y embarque, por el regocijo que le suponía pensar en la cara de los Camino cuando se les presentase a bordo su sobrina, con aquella cara emocionada e inocente que tenía siempre y que desarmaba. Pero estos pensamientos del pintor surgían sólo de tarde en tarde. Sus propias preocupaciones y fastidios eran muy grandes y lo absorbían.
El viernes 5 de mayo, Pablo se despertó, sudando, en su cama. Por la ventana abierta vio el mar en calma chicha, de un color rojizo bajo un cielo sucio y polvoriento.
No corría ni un soplo de aire. Su patrona le informó que había venido un tiempo de Levante. Esto quiere decir que se paran los vientos de la isla y sólo llega el soplo del desierto africano. Le informó también que por fortuna este tiempo no duraría. Quizás a la mañana siguiente ya habría pasado.
– Quiera Dios que no venga una plaga de langosta como otras veces pasa.
Aquel tiempo tuvo a Pablo desganado y rabioso con él mismo. Le pareció, mientras el insoportable día se deslizaba, que había sido absurdo el venir a esta isla de Gran Canaria y el pasar en ella tantos meses inútiles. Inútil también aquella tontería de haber vivido unos días en las cabañas de los pescadores. Era un histrión ante él mismo. No tenía nada que hacer con los pinceles en la mano. Jamás sería un gran artista, jamás… La ciudad le parecía aburrida, pequeña, miserable, agotadora. Su aventura con Honesta Camino se le representó como lo más estúpido a que se había dejado llevar en la vida. Y, en fin, no veía la hora de salir de aquel rincón del mundo.
Por la tarde le llamaron los Camino para invitarle a cenar, y su ánimo, repentinamente, cambió algo. Aceptó. La casa de los Camino era antigua y fresca. Honesta tenía las suficientes virtudes domésticas para que la cena fuese agradable y bien presentada, y los vinos de las bodegas de José eran muy buenos.
Pensó que había tenido un acierto al ir allí cuando se encontró sentado a la mesa entre todos ellos.