Acababa de resolver lo que parecía imposible. Aquella noche tenía en su carterón de estudiante el salvoconducto y el pasaje para Cádiz. Pensaba que si no tenía cuidado su cara podría delatarla en la casa. Y tan pronto pensaba en el camino estos detalles mínimos, como preparaba los acontecimientos más importantes que habrían de venir. Imaginaba ya la manera de ir al barco… El día de la marcha de los parientes sería lo más probable que Pino y José bajasen juntos a Las Palmas, por la tarde, para estar con ellos y despedirlos. Marta pensaba fingirse enferma y quedarse en la finca. En el momento en que saliesen sus hermanos cogería un pequeño lío de ropas y escaparía. Tendría tiempo de llegar antes que los otros al puerto, meterse en el barco, y esconderse. Cosas todas más difíciles de hacer que de pensar… Pero podía ver realmente el barco, sólo de imaginarlo, y las luces del puerto en la noche oscura de su escapatoria… ¡Y esto iba a ser apenas unos días más tarde! Una emoción violenta, grandísima, la sobrecogía. Una alegría casi insoportable la llenaba toda. Le venía hasta el olor del alquitrán, hasta el rumor del buque, hasta la tufarada cálida que despiden las cocinas de los barcos escapándose por las ventanillas bajas, entre un ir y venir de gorros blancos de cocineros que tantas veces había visto desde los muelles. Las redondas ventanillas encendidas, y todo aquel mundo sobre el agualleno de vida, de gente, esperándola como la puerta de su nueva vida…
Nunca imaginó al llegar a la finca, cargada como iba de vida, de secretos, de excitación, que iba a encontrar aquello.
Toda la casa estaba a oscuras, y el comedor iluminado. Aunque venía preocupada, tuvo que fijarse en que entre las sombras del jardín aparecían algunos automóviles, y le extrañó mucho.
Antes de entrar tuvo la ocurrencia de asomarse a una de las ventanas del comedor. Vio unos paños oscuros, unos obreros que transportaban enormes velas bajo la dirección de un hombre pequeño y de José. La habitación parecía llena de gente, y de tristeza. Estaban dos señoras a las que conocía apenas, además de su hermano y de don Juan, el médico. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaban preparando un túmulo funerario. Cuando tuvo conciencia de ello recibió una impresión tan fuerte y tan angustiosa, que le pareció haber perdido toda facultad de raciocinio.
Apenas podía recordar cómo entró en la casa, cómo unas mujeres la abrazaron y la besaron. Había escapado a su cuarto corriendo, completamente aturdida e idiotizada.
Pasó mucho tiempo en la oscuridad, tumbada en su cama, y más de una vez en este tiempo una de las amigas de su madre se sentó al lado suyo pasándole la mano por la cabeza y hablándole. Ella soportó estos cuidados como un tormento inevitable, con una cara estoica, sin abrir los ojos, con un gesto que recordaba al de la pobre Teresa en los últimos años.
En su cabeza no había más que una idea, y una seguridad. Aquella desgracia, aquella muerte, había llegado a su vida como un peso del cielo para hundirla y para detenerla en su fuga. Esta seguridad llegó a convertírsele en obsesión.
Al fin las señoras la dejaron en paz, convencidas de que eran inútiles sus esfuerzos por conmoverla y provocarle el llanto. Sola a oscuras oyó que los hombres de la funeraria bajaban el cuerpo de Teresa al comedor. Oyó más tarde los pasos de don Juan y de José en sentido contrario. Hablaban de Pino.
– Es grave; me tiene preocupado. Esto…
Más tarde, las carreras de una de las muchachas por el corredor… Sintió como llamaban fuerte a la puerta del fondo donde estaba la alcoba de Pino y de José.
– Don José… Llegaron los señoritos de Las Palmas.
Volvió a oír los pasos de don Juan y de José que volvían. Don Juan dijo:
– Tú, Carmela, quédate con la señora.
Y la voz de Carmela, desde lejos:
– Sí, señor.
En aquel momento, Marta se levantó de su cama, se acercó a la puerta y oyó abajo rumores de voces, exclamaciones. Oyó también la voz de Pablo, y aunque le pareció a ella una alucinación, aquella voz le llamó tan poderosamente que se precipitó a la escalera. Pero se detuvo en lo alto, medio escondida, llena de aquella timidez y aquel espanto que le ponía en el alma el aparato de la muerte.
Los peninsulares, la madre de Pino, y también Pablo, habían entrado en el comedor; José y don Juan estaban allí; las mujeres se persignaban junto al cadáver. Hacían en voz baja preguntas a don Juan, que movía la cabeza en sentido negativo.
Fue entre aquel bisbiseo, entre aquel cortado rumor de las personas reunidas, cuando se levantó la majorera, que estaba de rodillas junto al túmulo.
Dijo claramente:
– Yo sé cómo ha muerto mi señorita Teresa. Yo juro ante Dios bendito que la envenenaron, y que sé quién lo hizo.
Todos quedaron medio segundo sobrecogidos; luego todos empezaron a hablar a la vez, casi gritando.-Irá usted a la cárcel, Vicenta, por lo que dice. ¡No se da cuenta…!
– ¡Qué disparate! ¡No sabe usted lo que dice!
Estos dos que se oyeron eran José y don Juan. Pero todos los demás protestaban a la vez horrorizados. Llegaban a gritar. Era como si estuvieran locos; Vicenta se dejó oír de nuevo, derecha, como si fuera una piedra entre un oleaje.
– ¡La envenenó esa perra que se esconde arriba…! ¡Y matará también a la niña!
José se abalanzó lívido hacia la majorera.
– ¡Ahora mismo, pero ahora mismo, sale usted de esta casa!
– Ahora, no. Mientras ella no salga, no. ¿Quién es usted para atreverse a echarme?
Don Juan se interpuso. Se le veía sudar. Se notaba que no veía. Tropezaba con las flores, con las macetas que había allí. Puso las manos en los hombros a la majorera, que no se movió.
– Vicenta, te conozco desde hace muchos años… Eres una buena mujer incapaz de romper el respeto de la casa donde hay un muerto. Tú sabes que yo quería a tu pobre señorita como si fuera mi hija… Vicenta, por el respeto de su alma no nos vuelvas locos a todos…
La majorera levantó la barbilla y miró desafiante un momento a todos los que la rodeaban. Después se enterró el pañuelo de la cabeza hasta los ojos y se sentó en la tarima sobre la que estaba colocado el túmulo, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si nadie le importara ya.
La madre de Pino se precipitó hacia las escaleras, sollozando.
– ¡Mi hija…, mi hija del alma…!
Don Juan la siguió. Pasaron delante de Marta rozándola. Ella, con los ojos abiertos, los vio pasar, con un gesto de estúpida, sin moverse.
Al cabo de un momento Marta volvió a entrar en su alcoba, y pasó horas negras, sin pensamiento alguno, como si estuviera idiotizada. Más tarde le pareció que hasta había dormido. Tuvo la conciencia de un hambre aguda que le mordía el estómago, y casi en seguida se olvidó de esta sensación. Se encontró sudando, con la blusa empapada por el cuello. Se desnudó enteramente, y la luna parecía quemarle el cuerpo. Tenía colonia en el armario, y se empapó con ella, buscando algo de fresco. La habitación se llenó de olor a lavanda hasta casi marear, pero el calor no desaparecía. Las plantas de los pies, por contraste, las tenía heladas… Se metió un traje blanco, limpio, y la tela ligera estaba caliente.
Estaba aturdida en medio del cuarto cuando oyó un rumor de rezos. Supo que ella también tenía que rezar, y muy despacio se acercó a la escalera, y se acurrucó allí, quieta, oyendo el rosario.
Ahora la madre de Pino lloraba en su alcoba con desgarradora pena. Lloraba. De ella venían olores de lana negra, de la pomada con fuerte perfume a violetas que se ponía en el cabello, y de cálido y apestoso sudor.
– ¡Ay, Martita, mi niña querida! Dime que tú no lo crees, que tú no crees a esa bruja. Dímelo, porque sólo de pensar en mi pobre hija yo me vuelvo loca.
Marta dijo con firmeza:
– No lo he creído ni un momento.
Esquivó un abrazo, desfallecida sólo de imaginar que se pudiera ver apretada contra aquel pecho.
– Vaya usted con Pino… Ella la necesita más que yo.
– Voy con ella, mi niña… Ven tú también, mi niña querida. Ven para que tú le digas lo mismo que me has dicho a mí, y que me ha quitado un peso del corazón…