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– No… Yo no puedo. Dígaselo de mi parte, si usted cree que es necesario. Yo, ahora, quiero estar sola.

La mujer se levantó, secándose los ojos, guardándose el pañuelo. Estaba decidida a besar a Marta, y esta vez lo consiguió a viva fuerza. Al fin se fue. Marta oyó pasos de hombre en el corredor; era José, y la madre de Pino se encontraba con él. Marta oyó decir a la mujer: -La niña está indignada, Pepito… Es una vergüenza que esa bruja siga abajo insultándonos a todos.

Y la voz de José con un furioso "¡Cállese!", que a ella, en la oscuridad, le heló la sangre.

La luna entraba por la ventana. Marta se asomó, fascinada, al jardín. Se veía como en pleno día. Se notaba el agostamiento de las flores, y subía, pesado, el olor de los jazmines. Las buganvillas, de colores vivos, parecían quemadas. La luna era enorme, despiadada, y no estaba clara en aquel cielo que empañaba el calor; una legión de puntos negros, finos, movibles, parecían bailar entre los ojos de Marta y la luna, como si una nube de moscas enturbiara la noche.

Las manos de Marta eran siempre secas, ásperas, decididas, y las sintió húmedas al llevarlas a las mejillas. Unas manos débiles, indecisas, como si hubieran perdido todo su valor. Sin embargo, sus ojos estaban tan secos que suspiró llena de angustia y rezó: "Dios mío que yo no sea un monstruo, que yo pueda llorar por mi madre; yo, que lloro por cualquier cosa insignificante".

Estaba asustada porque le sucedía igual que cuando pensaba en la guerra y sus catástrofes y no podía sentir las mismas emociones que los demás sienten. Le parecía que una zona de su alma estaba seca y árida, y que sólo infinitas desgracias, infinitas penas, podían redimirla de esta sequedad. No lloraba, aunque quería. No podía, aunque quería, pensar en Teresa muerta.

Durante horas no había pensado nada. Ahora, sin proponérselo, recordaba cosas que también parecían increíbles y sucedidas en tiempos lejanos. Cosas que ella había realizado y que aquella misma tarde eran su vida fluyendo por minutos, vertiginosa. Había sido capaz de arreglar sus papeles para la marcha, de haber puesto aquella inocente sonrisa al empleado que le extendía el salvoconducto. Recordaba con entera claridad la escena: la oficina, la mesa llena de papeles, aquel muchacho joven, azarado, que conocía muy bien a su familia, y que le decía, jugando con el pisapapeles:

– Necesita usted una autorización. No tiene más que dieciséis años…

El muchacho era delgado, de cara bondadosa y simple. Tenía todo el interés posible en hacer algo, según dijo, por la nieta de don Rafael.

– Es que… precisamente, ¿usted sabe que mis tíos se marchan?

– Sí, sí, claro; yo mismo arreglé…

– Pues mi hermano me ha dicho que, si soy capaz de arreglar yo sola mis papeles, me deja ir con ellos; si no, no… Él no quiere saber nada.

El muchacho la miró. Era la niña de una familia muy conocida en la ciudad la que tenía delante. Una niña tranquila, inocente, sencillamente vestida con su blusa de seda cruda y mirándole con sus ojos limpios. Le pareció que no había ningún mal en hacer aquel favor, y despreocupadamente extendió el salvoconducto. Ella le estrechó la mano y le dio las gracias tres veces, tan efusiva y tiernamente, que el joven enrojeció, como si se le hubiera colgado al cuello. En verdad, era eso lo que había tenido ganas de hacer. Colgarse a su cuello y gritar de alegría.

Luego, la calle. El mar brotando, herido de luz, como un telón de fondo en todas las calles, detrás de todas las casas… También parecía lanzar gritos de espuma, júbilo, victoria…

Otra escena recordaba, también con un mar de fondo, un mar sucio bajo unas nubes negruzcas, a media tarde. Sixto fue a buscarla, el día antes, a la salida del Instituto. Vestido de paisano, con una corbata algo chillona. Sixto resultaba muy raro. Se asustó mucho al verle, porque lo había olvidado. Él parecía apurado y decidido a un tiempo.

– Si mi hermano me ve contigo, me mata…

– ¡Pero cómo te va a matar…! ¿O es que tú nome crees a mí bastante hombre para partirle la cara a tu hermano…? No seas rara, Marta. Tú sabes que entre nosotros… Vaya, tú sabes que yo te quiero. Mi padre estuvo hablando conmigo… Mi familia, toda, te quiere…

Marta, plantada en una acera, veía detrás de Sixto el edificio del Instituto; al fondo, el mar. Había polvo en el aire. Ella se angustió. Sus amigas la habían dejado sola con aquel muchacho que le parecía desconocido. No tenía ganas de pensar, encima de todas sus preocupaciones, que quizá se había portado mal con él. Hubiera sido mucho más cómodo que él se hubiera olvidado, como ella, de aquellos despreocupados días de playa, tan recientes y tan lejanos ya.

– Yo, ahora, no tengo nada, pero si tu hermano se pone con muchas exigencias, te depositaremos, y nos casamos en seguida… Después seré yo el que tenga que decir la última palabra en tus asuntos. Tu hermano no es nadie…

Parecía mentira que Sixto hablase tanto. Se veía que había aprendido una lección. Marta le miró desesperada. Vio su bella boca, y sintió un profundo asco de sí misma.

– Yo no hago las cosas así… Adiós. Echó a correr. Alcanzó jadeante a sus compañeras. Se cogió del brazo de Anita casi desesperada. Sixto las seguía. Luego se quedaba parado. Marta le vio apenas, de reojo, sin atreverse a volver del todo la cabeza. Anita se reía; creía que se trataba de una tonta riña de enamorados. Ella tenía miedo y remordimientos.

Todas esas cosas le habían sucedido a ella, a Marta, antes de encontrarse con la muerte de su madre delante de los ojos de aquella manera repentina.

Un rato antes estaba entontecida. Ahora, tan fría, tan serena, pensando aquellas cosas, como si viera en el cine las historias de otra persona. Se acordó de las palabras de la majorera: "Y ahora matará a la niña…" Tampoco le hacían efecto estas palabras. No creía nada de lo que aquella pobre mujer pudiera decir. Una vez, ella misma había intentado interesar a Pablo inventando cosas tremendas en su vida… ¡Si él se hubiera asustado por Marta, al oír a Vicenta, si él lo creyese…! Estaba en la casa. No pararía hasta encontrarla y hablar con ella. Le diría: "Tienes que marcharte, no hay más remedio… Ahora, sí".

Le latió el corazón, por primera vez en aquella noche, con una tímida y absurda esperanza. Si Pablo la cogiera de la mano y la ayudara, su perdido valor renacería. Pablo era a sus ojos un ser perfecto… Si él le dijera que no sería tan monstruoso como a ella le parecía escapar de una casa con las persianas bajas en señal de luto, a los pocos días de la muerte de su madre… Si él le dijera que no era aquello una orden del cielo contra sus planes, que no debería estar asustada ni deprimida… Y Pablo le diría estas cosas, a lo mejor, si ella misma le hiciese ver que estaba muy asustada, que temía, en efecto, que la mataran. Él la miraría con aquella pensativa y bondadosa mirada suya: "Hazlo… Yo te ayudo".

Marta sabía muy bien que aquello no iba a suceder. Pablo haría tanto caso a la majorera como ella misma había hecho. La pobre Pino podía ser enferma y obsesa, pero de ninguna manera criminal… Era demasiado bajo y malvado proyectar aunque fuese una sospecha de esa clase sobre una persona inocente para lograr un fin propio. Marta no había caído aún en tanta maldad.

Pablo estaría en la casa toda la noche, y Marta no le vería. Nunca más le vería en su vida… Dentro de unos días se marchaban todos, y ella sabía, ahora, que se iba a quedar… En la vida real no sucede nada: ni crímenes, ni fugas… Por lo menos en la vida tranquila que Dios le había deparado a ella haciéndola nacer entre gentes mediocres llenas de bienestar económico y de deberes y fórmulas que cumplir y en una isla cerrada, como un destino, entre los oleajes del Atlántico.

Unas noches antes había mirado con temor la cara de Teresa. Se había preguntado: "¿Me detendría ella?". Teresa había respondido. Nunca pensó que pudiera hacerlo de una manera tan implacable.

De nuevo dejó su cuarto y se acercó a la escalera, a cuyo borde se detenía siempre aquella noche, como si alguien le hubiese prohibido bajar. Con las rodillas temblonas, se sentó en aquellos escalones últimos. Apoyó la cabeza contra los barrotes de madera y sintió la dureza de sus propios pómulos… Teresa estaba sola con sus flores, sus enormes velas de cera ardiendo y la majorera, a sus pies, como un perro.

Habían apagado las luces. Sólo las velas ardían. Las flores se marchitaban en el inmenso calor de la noche. Marta notó un silencio tremendo… Alguien había parado el reloj de debajo de la escalera y no se oía su tictac. Aquella noche no tenía horas.