Выбрать главу

Desde allá arriba, la cara de Teresa era la de una desconocida. No infundía miedo ni pena en su último sueño.

En los últimos años Marta había pensado muy poco en Teresa. De niña la había reclamado con insistencia, meses enteros, cuando la separaron de ella. Pero el día en que de nuevo la pusieron en su presencia lloró y pataleó, desesperada, diciendo que aquella mujer no era su madre.

Muchas veces, al crecer, había pensado que estaría más cerca de ella si Teresa hubiese muerto de veras. Entonces le habría hablado como hablaba a su padre, y a los autores, y hasta a los personajes de sus libros favoritos, desde una gran soledad. Ahora, al fin, Teresa estaba muerta.

"No puedo llorar por ti… Pero mírame desde donde estés. No quiero hacer nada que tú consideres mal hecho. Mírame. Ya no me escapo."

Después de esta infantil oración cerró los ojos, y entonces vio de verdad a Teresa. Se vio también ella misma en aquel mismo lugar, en aquel rincón de la escalera, descalza y en pijama. Era muy pequeña entonces, quizá no pasara de los cuatro años. Había invitados a cenar aquella noche, y a ella la habían acostado, pero se escapó de la cama y se acercó, como siempre, con curiosidad, hasta la escalera. Sabía que, de ser descubierta, su padre la azotaría sin piedad, pero el espectáculo de los mayores la fascinaba.

Abajo todos reían; sobre todo reía Teresa de aquella manera agradable y contagiosa que parecía tener sólo ella; hasta podía oírla aún, al cabo de tantos años. Estaba muy guapa, con un traje escotado, y llevaba sus perlas en el cuello. A Marta le parecía una reina. La vio levantar la copa de vino para beber, y la niña supo que, al alzar los ojos, ella también la había visto. Fue un segundo maravilloso. Su madre no hizo ningún gesto, para no delatarla, pero le envió una tierna y risueña mirada como un beso. Ella se había quedado llena de la primera emoción violenta y dulce que recordaba. Sabía que su madre era amiga suya, cómplice suya, contra su padre y contra todos… No, su madre no le habría impedido nunca que realizase sus deseos. La habría ayudado como nadie.

Se le reblandeció el espíritu de tal modo, que empezó a llorar ahora, con los ojos cerrados. En verdad, los muertos no nos abandonan tanto como suelen hacerlo los seres vivos. Los muertos se acercan a nosotros muchas veces, podemos hablar con ellos desde nuestro corazón. Ahora mismo, a Marta, alucinada, le parecía sentir aquella compañía y aquella perdida y olvidada complicidad.

Abrió los ojos mojados, doloridos, al resplandor de las velas de abajo. Allí estaba aquella desconocida muerta, que no era la misma que un momento antes parecía hablarle. La majorera, en la sombra, parecía fumar. La consoladora sensación que había tenido desapareció.

Todo tenía un peso triste y real.

La puerta de muelles que llevaba a la cocina se abrió sin ruido y apareció Hones con una taza de infusión en la mano. Quitaba respeto y misterio a la noche ver a su tía andando a cuidadosos saltitos, con aquella taza en la mano, rodeando el túmulo, atravesando toda la habitación y pasando, al fin, delante del arranque de la escalera, para llevar aquello al cuarto de música.

Aquel aire despreocupado y prosaico de Honesta en aquella noche, entre aquellas velas, aquel calor y aquella muerte, tenía algo de fúnebre, de mal gusto. Algo que a Marta le produjo náuseas.

XVI

La majorera, sola entre la penumbra, el calor y las flores, hizo un gesto maquinal; sacó su paquete de cigarros amarillos, se metió uno en la boca y aspiró el humo negro. Sintió luego que se le apagaba, allí, prendido al labio. Oyó la voz de Teresa:

"-Vicenta, no fumes esa porquería… ¡Oh!"

Llevaba muchos años oyendo la voz de Teresa. No se extrañó ni se movió. A Teresa no le gustaba el olor de aquel tabaco. Sin embargo, Vicenta había ido varias veces a la tabaquería por orden suya para comprarle egipcios, y ella los fumaba nerviosa e indolente a la vez. Casi siempre los dejaba a la mitad… Su voz era despótica: "Vicenta, no fumes"; sus ojos se volvían en seguida risueños. Era tiránica en la casa, y lo quería todo a su gusto. Se hacía obedecer sin rechistar, frunciendo las cejas, pero no tenía ni pizca de orgullo. Orgullosa era Marta, aunque nunca mandase nada. Orgullosos todos los señoritos nuevos, que tratan bien a las criadas, que no las riñen ni se meten en sus vidas, pero pasan los ojos sobre ellas como si fueran leños.

Teresa era guapa, derecha como una palma, coqueta y sensual… Por eso quizá, como son las verdaderas mujeres, era humilde. Vicenta había visto a Teresa llegar a arrodillarse a los pies de su marido, suplicándole…

Teresa exigía de Vicenta todo: trabajo, horas de sueño, fidelidad constante. Lo aceptaba con naturalidad, como si no le diese nada, pero también con Vicenta era humilde. Se confiaba a ella, se inclinaba a su vida con interés real, ansioso.

"-Cuéntame, por Dios… Mira, estoy impresionada. Cuéntame todo, Vicenta."

Sus grandes ojos se abrieron espantados más de una vez al relato de su vida. La majorera sólo para ella había hablado, y nunca para nadie más. A nadie le importaban sus cosas, su vida oscura, como tantas vidas. "-Vicenta, ¿cómo era tu pueblo?" No llegaba a ser aquello un pueblo. Unas casas agrupadas junto a las dunas de una gran playa desértica. Recordaba que detrás de las casas, hacia las tierras de labor, se veía muy clara la silueta de tres grandes palmeras, una de ellas de dátiles. También se recortaban en el aire las aspas de madera de un molino. La vegetación de los alrededores estaba compuesta de tuneras, tabaibas y llorones. Las casas, construidas casi todas de piedras sueltas colocadas unas sobre otras. Había algunas encaladas. La de Vicenta era una casa encalada con tres habitaciones y un patio pequeño. Las cercas del patio estaban formadas de piedras y de tuneras. Vicenta tenía tierras, aunque muchas veces la tierra no servía para vivir.

Sobre las casas, sobre Fuerteventura entera, un cielo implacable y sin agua se inclinaba sobre las entrañas secas de aquella tierra. Eriales que en los años de lluvia daban buen fruto. En las sequías prolongadas, el hambre y la sed llegaban hasta a hacer morir a hombres y a animales. Vicenta había crecido sabiendo que la gran riqueza es el agua, pero también un dios maligno que puede desatar fuerzas dormidas.

De joven fue a servir a Puerto de Cabras, la ciudad de su isla. Allí se hizo mujer, allí fregó escaleras y patios, allí aprendió cocina y se hizo alta de estatura, fuerte y decían que hermosa también. Su cabello era negro y rizado, sus pechos altos le henchían las blusas y se llevaban las miradas de los hombres cuando, un año de lluvia y de abundancia, la madre la mandó a buscar para llevarla al pueblo. Aquel año fue el de su boda. Se celebró con jolgorio, alegría y guitarras.

Después vino un tiempo de oscuridad y miseria. En el cielo, durante siete años, ni una nube con agua. La majorera conoció el hambre en su aldea y se familiarizó, entre hambre, con el duro trabajo de sacar cada año un hijo de su cuerpo y de amamantar a aquellos hijos con las espaldas doloridas a cada tirón de sus bocas en un pecho exhausto. Se acostumbró también a verlos morir. Se le murieron los cuatro varones que tuvo y una hembra. Le quedaron las dos hijas mayores, quizá porque ella estaba más fuerte cuando le nacieron, porque no había maldecido al tenerlas, o porque las mujeres, que, según dicen, valen menos que los varones, son como la mala hierba, más fáciles de criar.

A la vuelta de aquellos siete años el marido se le embarcó para América, sin despedirse. Una mañana cogió el camino polvoriento que lleva a la ciudad, y nadie nunca más le volvió a ver por allí. Al principio a ella le dijeron que estaba en la Gran Canaria, trabajando.

Muchos hombres hacen lo mismo. Y Vicenta no encontró en este proceder motivos para demasiada extrañeza. Por lo demás, todo el mundo sabe que las mujeres solas se las arreglan mejor para sacar adelante a las criaturas, aunque sea pidiendo por los caminos. Ya no hay en la casa quien dé palizas, ni quien vuelva a castigar el vientre con otro hijo… Hay mujeres que se vuelven locas por los hombres y les persiguen para lograr sus caricias; pero ella no era de estas mujeres. Ella aborrecía a su marido como no había aborrecido a nadie en el mundo, como no aborrecía ni a los ricos que tienen pozos y los guardan para ellos, para sus cabras y sus camellos, cuando la gente muere de sed…