Ahora, ¡qué extraño!, al cabo de los tiempos, ella no sabía ya cómo fue la cara de aquel hombre, su marido.
Podía encontrárselo por las calles y no lo reconocería.
Ni un rescoldo de rencor le quedaba… Podía él tener otra mujer y otros hijos allá en América, a ella poco se le importaba. En sus tiempos fue un hombre bien plantado, ella lo había podido elegir. Pero, ¿qué recordaba de él? Las ropas sucias que le lavaba cuando podía lavárselas, las vomitonas de ron, las palizas a ella y a los niños, y el arrimo de su cuerpo, que había acabado por odiar. De él sólo le gustaba el tabaco que traía en los bolsillos y que le robaba viciosamente.
El año en que aquel hombre desapareció la tierra fue feraz. Como si hubiera estado esperando aquella marcha, el cielo retuvo al fin las nubes, se hincharon los pozos y los estanques, y hubo cosecha. Vicenta compró dos cabras. Empezó a mirar con agrado las caras churretosas de sus hijas. Sin proponérselo, empezó a pensar alguna vez en ellas, y pensando, las encontraba bonitas.
A la mayor, cuando tuvo edad, la mandó a servir, como había servido ella, y luego a la otra, pero menos tiempo, por ser la preferida y porque las cosas le iban bien.
El poblado progresó lentamente en los años. Se hizo una casa nueva a la salida, cerca de las tres grandes palmeras. Allí se instaló una tienda humilde que causaba admiración y atraía la envidia. Esto fue una sensación muy grande. Otra sensación del pueblo fue cuando, en un trozo de tierra vendida por Vicenta a un rico, se abrió un pozo con mucha agua.
La familia dueña del tenducho tenía un hijo en América que les enviaba dinero. Otros dos varones les quedaban allí para ayudar a los padres, y las mozas de los alrededores se los disputaban. Los hombres hablaban de ellos con una risa de desconfianza, porque estaban bien comidos y eran pendencieros. Fue un triunfo cuando la hija mayor de Vicenta se hizo novia de uno de aquellos muchachones durante las fiestas del Santo. A los dos años hubo lluvia y feracidad, y se casaron.
La majorera, desde que se realizó aquella boda, conoció lo que era la envidia a su alrededor. Envidia escondida en el interior de todas aquellas casas humildes y acechándola en todos los ojos.
Sus consuegros, quizá por chismes que les llevaban y traían, no vieron nunca bien a Vicenta. Encontraban que el hijo había traído poca cosa a la casa con aquella muchacha de labios frescos y grandes ojos negros.
A ella le iban con los cuentos, y se sonreía. Su hija estaba bien. Engordaba detrás del mostrador de la tienda que era una hermosura. Y ¿qué, si no la dejaban venir a ella? Ella estaba bien. Y ¿qué, si la consuegra apenas saludaba a Vicenta y no la quería en casa?… Ella le tenía guardada una buena sorpresa. La otra hija era más bonita aún que la mayor, tenía quince años ya, y Vicenta sabía lo que sus consuegros ignoraban. Sabía que el otro hijo de ellos andaba loco por la suya.
Todo iba bien. El agua que se encontró en sus terrenos atraía compradores a otras tierras suyas. Por aquel tiempo iba ella algunas veces al pueblo más cercano, que tenía iglesia, para aconsejarse con el cura acerca de sus asuntos. Hacía las cosas tranquila y marrullera, y se iba defendiendo.
Ahora había quitado de servir a la pequeña y la tenía con ella. Decían que le estaba comprando telas para hacerle la dote de la boda y que la misma niña las bordaba. Decían que la estaba malcriando como a una señorita, que aquello iba a acabar mal. Vicenta dejaba decir. Le gustaba el desplante de su hija, su gracia, su coquetería con aquel ceñudo y mal encarado hijo de los tenderos. Él no se decidía a hablarle en serio; quizá temía el disgusto de los padres. Ella no se daba por aludida tampoco. Vicenta vivía interesada con estas cosas. Le gustaba sobre todo ver contenta a la niña. Un día asintió a una decisión de la hija:
– Mañana vamos a la "taifa", yo quiero bailar.
Había fiesta en un poblado cercano. Hasta algunos señoritos de Puerto de Cabras llegarían para bailar con las muchachas del pueblo y pagarían por ello a la entrada del baile. La hija de Vicenta preparaba sus trajes, excitada. Pero la madre tuvo un mal presentimiento.
– Mira que ése te amenaza. Tú ten cuidado.
– ¿Qué se me importa? ¿Es mi novio acaso?
– Pues vamos.
Ella se sintió parrandera viendo a la hija. Cuando Vicenta le contaba a Teresa cómo era su hija, le parecía tenerla delante otra vez. Era finita, de buen color, con los ojos grandes y las manos suaves de caladora. Daba gusto mirarla. Al andar levantaba la cabeza, balanceaba el talle, con los ojos bajos. A Vicenta le daba gusto mirarla y sabía que despertaba envidia en otras mujeres.
El día de la fiesta salieron aún de noche de su casa para no quemarse con la luz del sol. Ella nunca olvidó ese día. Pararon en casa de un pariente en el otro pueblo.
Los hombres, desde la mañana, cuando salió la procesión, ya estaban bebiendo. El ron corría como en buen año que era, y los ánimos andaban alborotados y alegres. El pueblo estaba lleno de hombres. Había algunos venidos del interior, pastores, que tenían los ojos brillantes sólo del olor de las mujeres, que desde hacía meses no habían sentido. Había labradores. Estaban algunos señoritos ciudadanos parranderos. Dominaban en número los hombres por las calles, enardecidos, juerguistas desde el amanecer, con sus guitarras y sus cantos. Las mujeres, detrás de las ventanas, con los ojos bajos, se reían contentas.
Vicenta estaba contenta también. Ella de joven fue seria, arisca y de poco "enralo", pero ahora se le calentaba la sangre tardíamente viendo a su hija. Le parecía como si su cuerpo brotara y se reverdeciera, como un árbol seco al que pueden salirle hojas. Sentía con la carne y la vida de la muchacha. Estaba detrás, como su sombra, para defenderla.
Por la tarde, en la "taifa" no se podía respirar, pero ella sentada en su silla, arrimada contra la pared, fumaba y ayudaba a la música con el calor de su cuerpo y una especie de grito melódico que se le formaba en la garganta.
Todas las mujeres de respeto se alineaban, como Vicenta, a lo largo de las paredes de aquella habitación cuadrada, casi sin ventilación. Sólo dejaban un espacio a los tocadores, y en el centro, un vacío para las parejas sobre tierra apisonada. Las paredes estaban encaladas de blanco y añil, y adornadas con guirnaldas de papel que las moscas habían ensuciado. Sobre los músicos, tocadores de guitarras y timples, había un espejo cubierto con una tarlatana rosa. Cuando terminaba una tanda del baile, las mujeres bebían vasitos de anís y comían turrón de miel. Los hombres y muchas viejas preferían el ron.
Los hombres iban entrando por tandas, después de pagar. Mientras una tanda de hombres bailaba, una cola se iba formando a la puerta con los nuevos aspirantes. Dos hombres forzudos armados de garrotes vigilaban el orden.
Lo que es la animación de la "taifa" entre la juventud en fiesta nadie lo sabe si no lo ha vivido. Hombres afeitados, con la camisa limpia, que bien pronto empapaba el sudor. Mujeres empolvadas, con todas sus galas encima como ídolos. Los compañeros de baile tienen la delicadeza de extender su pañuelo en la espalda de las mujeres para no mancharles el traje con la manaza sudada. Olor de vino y de cuerpos, y polvo, y ardiente calor, mientras la música sube frenética haciendo dar vueltas, agitarse sin espacio para ello a aquella masa de bailarines.
Vicenta veía bailar a su hija con unos y con otros. Oyó una crítica y le subió una contestación.
– ¿Y qué, que se agarre al señorito? ¿Es que tiene novio que se lo estorbe?
– Ni tendrá.
– ¿Usted qué sabe, cristiana, lo que es eso?
Se hubiera enzarzado. Hubiera mordido, se hubiera peleado si en el paroxismo del baile, en aquel momento, una mujer no hubiese caído al suelo con una pataleta histérica, reclamando oportunamente la atención, haciendo que se formase a su alrededor un coro de caras excitadas, congestionadas ante sus ojos en blanco.
– A ver, cristianos; el zapato de una María o de un Juan… ¡Venga! ¡Un zapato!
El zapato aplicado a la nariz despertó los sentidos de la accidentada antes de que la llevaran a la calle. Ya luego, el aire ardiente y limpio acabó de espabilarla, y también las palabras y las bromas de los hombres que esperan su turno fuera.
Las mujeres seguían incansables bailando, mientras los hombres se renovaban, cada vez más excitados y sombríos, o más jocosamente alegres por el ron. Dos señoritos ciudadanos se habían mezclado en la fiesta. La muchacha más halagada resultó ser la hija de Vicenta; con su cintura delgada y sus caderas llenas.