Al poco rato, tanto él como Marta, como seguramente todos los de la casa, dormían aquella noche.
Se abrió una puerta del jardín y los perros ladraron furiosamente. Chano se encogió entre sueños. Los perros dejaron la ladrar en seguida, y el muchacho dormido se tranquilizó.
En aquel momento fue cuando se despertó Marta. Nunca le sucedía esto, y hubiera jurado que ni siquiera había dormido, tan espabilada, viva y trémula se sentía. Era como si hubiera oído de nuevo las sirenas de los barcos, o como si la hubieran llamado por su nombre angustiosamente.
Se había dormido pensando en sus cuadernos, en sus papeles. No los había trasladado todos al cuarto de música. Hacía mucho que parte de ellos los escondía entre unos libros viejos olvidados en una caja de embalaje en el desván. Hacía eso desde que supo que Pino solía registrar sus cajones. Además, aquella habitación, el desván, tuvo siempre un particular atractivo para la niña. La descubrió en la época en que aún vivía con su abuelo. Todos los domingos, durante aquellos años, el viejo y la niña, acompañados por el médico, subían al Monte a ver a la enferma, y pasaban el día allí. Marta encontró aquel cajón de embalaje con los libros que habían pertenecido a su padre, y sintió un gran placer de irlos leyendo uno a uno en secreto. Ni a su abuelo, que fiscalizaba cuidadosamente sus lecturas, se atrevió a decirle nada de esto. Más tarde, cuando ella empezó a escribir fantasías, le gustaba escribirlas allí.
Aquella noche pensó en sus "leyendas". Desde que supo la llegada de los forasteros, estas leyendas habían tomado cuerpo en ella. Inventaba cosas de la isla mezclando en los relatos a su propia persona con los demonios y los dioses guanches, y esto lo hacía como una especie de ofrenda a los que iban a llegar, para los que Gran Canaria era un país desconocido y sin descubrir. Últimamente estas cosas que ella escribía se convirtieron en una gran ilusión para Marta. Le gustaban. Pensaba que por hacerlas quizá fuera digna de aquellos artistas, de aquellos creadores de belleza que eran sus tíos.
El deseo de escribir se le hizo tan fuerte que la envolvió en una ola cálida de entusiasmo. Se lanzó de la cama, descalza y en camisón, como un pequeño fantasma. Sin encender las luces se encontró en el corredor de las alcobas. Dos ventanas dejaban pasar la tenue claridad del cielo. Al final de aquel corredor, una escalerilla de caracol, muy oscura, subía hasta el desván. A cada paso aquellos escalones crujían. En la negrura, Marta sintió un ligero vértigo y se agarró a la barandilla para no caer, pero el deseo que la llenaba era muy grande. Siguió subiendo, y suspiró de alivio al encontrar la puerta y la gran llave puesta en ella. La puerta chirrió al abrirse, y en el silencio de la noche aquel ruido resultaba estremecedor. Un aire frío y negro le dio en la cara. Buscó el interruptor de la luz con cierto nerviosismo.
Muchos años atrás, aquella habitación, que era una especie de torrecilla en la casa, con cuatro ventanas, le había gustado a Luis Camino, y pensó instalar en ella su biblioteca. El proyecto quedó abandonado, como tantos otros, en la abulia que presidió la última época de aquel hombre. Sus libros quedaron en el cajón de embalaje, entre muebles y maletas viejos.
Marta fue hacia aquel cajón y levantó hábilmente dos tablas. Allí estaba el cuaderno con su diario y el otro de las leyendas. El corazón le golpeaba. Allí tenía siempre un lápiz preparado. Lo mordió y luego empezó a escribir con cierto arrebato:
"Gran Canaria…
"La luz de la mañana, verde, tiene una frescura salobre, marina, como si la isla saliese de las aguas cada amanecer.
"Marta, después de una noche inquieta, llena de proyectos, se duerme al fin. El pequeño mar de sus sábanas crece hasta cubrirla y es el océano infinito y brillante del día en que Alcorah, el viejo dios canario, sacó de su fondo azul las siete islas afortunadas. Una oleada cálida y húmeda viene de las tierras recién creadas. El corazón palpita brutalmente, ciego, entre la bruma pegajosa del mar. Hay imágenes y sombras de islas que danzan.
"La voz de Alcorah llena de oro los barrancos, crea nombres y deshace nieblas. Las palmeras, los picachos, los volcanes, surgen en una luminosa, imponente soledad… Marta se llama Marta en un campo de viñas calientes de Tamarán, la isla redonda.
"Leyendas de gigantes y de montañas suben a su alrededor como el vaho de la calina a mediodía.
"Así, Bandama, la montaña negra, la que Marta tiene delante de sus ojos, aparece con su historia antigua. Bandama es el gigante que instaló en los días del caos de la isla la gran caldera, donde hizo hervir el fuego infernal los primeros componentes de la vida de los diablos. Hervor y locura que no resistieron a la sonrisa de Alcorah. La gran caldera hirviente se convirtió, con este conjuro, en un inmenso nido de pájaros.
"«Así pasará con tu corazón», dice Alcorah a Marta en esta noche de sueños.
"Sombras de nubes cruzan sobre el viejo volcán apagado y la voz del dios de las islas se va por los barrancos dejando ecos imprecisos y angustia. Marta se ha visto al pie de la Caldera, cerca de su casa, que aún no existe, sola, entre el dolor de las viñas y de las higueras.
"¿Puede llegar a ser una caldera hirviente, un gran nido de pájaros, el corazón de una niña perdida en una isla de los océanos?".
Al terminar este trozo, lo leyó dos o tres veces, acalorada. Luego se fue enfriando. Por mucho cariño que tuviera a sus cosas, estaba lo suficientemente cultivada para saber cuántos defectos tenían sus poemas, qué balbucientes eran aún. Pero los parientes comprenderían, al leerlos, que ella era apenas una chiquilla muy joven y aislada.
Guardó sus cuadernos, y por primera vez sintió frío en el cuerpo, que debajo del camisón estaba desnudo. Una de las ventanas tenía un cristal roto, y la corriente de aire hacía golpear la lona que cubría una antigua cuna desarmada, con un plop plop insistente y frío. La bombilla, pendiente de un hilo, se balanceaba levantando extrañas sombras de los rincones.
Sin saber por qué, Marta se acercó a una de las ventanas. Limpió el polvo de los cristales con sus manos y acercó la nariz a ellos. Sabía que desde allí, entre dos colinas, se veía un trozo de mar lejano. Si hubiese apagado la luz lo habría visto brillar bajo las estrellas. Pero no apagaba la luz porque, de pronto, la noche, el silencio y lo insólito de estar en aquella habitación a tales horas le estaban empezando a dar miedo.
Los cristales le devolvieron su propia imagen, su cara de niña, con los pómulos redondeados y sus ojos un poco oblicuos como dos inclinadas rayas de agua verde. En aquella cara había algo tímido y espantado que le dio aún más miedo. Le pareció que detrás de ella los muebles crujían con una misteriosa vida. Tuvo la sensación de sus pies descalzos, indefensos contra posibles cucarachas; tuvo también la sensación de un jadeo y de una mirada humana clavada en su nuca, y quedó como hipnotizada mirando aquel cristal, sintiendo que sus manos se enfriaban y que su corazón no se atrevía a latir.
La puerta del desván, quizá empujada por el viento, se abrió a sus espaldas; ella cerró los ojos, encogida, esperando inútilmente el golpe de aire que de nuevo la haría cerrarse. De pronto todo le pareció tan absurdo que hizo un esfuerzo y se volvió bruscamente.
Creyó que se le paralizaba el corazón, porque, en efecto, una larga figura humana, con una vela encendida, estaba en la puerta. Por el terror que le produjo, tardó unos instantes en reconocer a su cuñada Pino, y luego el alivio fue tan grande que se encontró con las rodillas flojas y hasta con ganas de reír.
Pino era la realidad. Algo muy sólido que barría el miedo a la noche y a los insectos del desván. Algo muy familiar y un poco cómico, con aquel cabello espeso de rizado negroide, con el quimono abierto que el aire empujaba hacia detrás de ella, y el camisón pegándosele al cuerpo. Una vela, recién sacada sin duda del tocador de su cuarto, temblaba en su mano insegura. Los ojos de Pino, como siempre que estaban inquietos, acentuaban su estrabismo. Era muy extraño que no dijese nada. Tan extraño, que fue Marta la que empezó a hablar:
– ¿Qué pasa, Pino?
Pino respiraba fuerte, como si se preparara a hablar y no le salieran las palabras. Como Marta había avanzado hacia ella, la empujó apartándola y fue a asomarse a la misma ventana donde la muchacha había estado con la cara pegada a los cristales. El temblor de su mano era tan grande que la vela le estorbaba. La apagó, estampando la llama contra la pared, y la tiró al suelo. Marta se asombró mucho porque sabía cuánto estimaba Pino cualquier objeto de los que pertenecieran a su alcoba, aun los más insignificantes.